El martes 13 de junio a las 4 de la mañana, un bebé de 11 meses se cayó de la cama de su madre y su padre. Aunque les habían dicho que “esas cosas pasan”, la madre lo alzó con piernas flojas y latidos que casi podían escucharse en la habitación a oscuras. El llanto desgarrador calmó pronto y el pequeño parecía listo para un nuevo día de juegos. Pero la preocupación persistió. A una hora un poco más racional de la mañana la madre le mandó un mensaje a su tribu —esas compañeras en el camino de la crianza que están cerca, brindan información y contienen—. Contó lo que había pasado, pidió consejos.
La respuesta llegó al instante: junto con los abrazos virtuales, las fotos de las páginas de un libro con el subtítulo: “Golpes en la cabeza” y la información sobre qué hacer al respecto.
—De la biblia de Sabrina —dijo la mamá que las mandó.
No hacía falta ninguna aclaración. En esos grupos, Sabrina va sin apellido. Y su libro no necesita referencia.
—Siempre fui una persona a la que le gustó hacer muchas cosas, tengo muchos intereses. Y tengo el privilegio de poder hacer cosas que amo, y eso es un montón. Pero además porque tengo un hijo con mucha paciencia y hago una cantidad de malabares importantes, sobre todo en pandemia.
Del otro lado de la pantalla, desde su casa en Ciudad Evita, La Matanza, la pediatra rubia, de 33 años y expresión dulce, intenta explicar cómo exprime el tiempo para que en sus días quepa la cantidad de actividades que encara, en medio de la crisis por la COVID-19 y siendo madre de un niño de dos.
Con maquillaje sutil, aros de perlas blancas, una blusa celeste y un trozo de adorno artesanal con flecos que cuelga como el único escenario, habla a la velocidad de su agenda, de sus proyectos y de sus ganas de explorar rutas desconocidas dentro de su terreno y otras extrañas de otras tierras. Cuando algo la entusiasma habla más rápido aún, como si el recuerdo de todo lo conquistado y los deseos de todo lo por hacer se amontonaran en su interior sin darle tiempo a convertirse en palabras.
Dice que está entrenada en el arte de trabajar mucho y dormir poco, que en los últimos años de su carrera llegó a trabajar 12 horas por día cursando a diario, que dormía menos entonces que ahora que es madre que también duerme muy poco.
—Y eso: hacemos lo que se puede —dice con sonrisa de boca y ojos.
Pero lo que ella puede parece no tener límites.
***
Sabrina Critzmann no quería ser pediatra. O no lo quiso, al menos, desde un primer momento.
—Me gustan muchas cosas, entonces, pasé por varias ideas. Todo lo que tiene que ver con la medicina me encanta, pero no sabía si era Medicina o Veterinaria, y todavía lo pienso —ríe—. Todavía puedo llegar a estudiar Veterinaria. Después, me gusta todo lo que tiene que ver con la escritura y las letras. Esa fue una pata muy importante.
Hija de una madre docente y un padre dedicado a la informática, Sabrina Critzmann nació en Capital, pero poco después su familia se fue a vivir al partido bonaerense de La Matanza, de donde era su madre. Creció en Ciudad Evita, lugar donde vive hasta el día de hoy, entre su casa y los juzgados: sus padres se separaron cuando ella tenía 5 años y su hermana 6 meses, en un proceso con poca cordialidad y ausencia de buenos términos. En una época en la que “nadie escuchaba a los chicos en los juzgados y no eran más que un nombre en un legajo”.
El juicio por la pensión alimenticia que había comenzado en su niñez finalizó cuando ella estaba ya avanzada en la carrera de Medicina, a sus 22 años. Ahí fue la última vez que vio a su padre, con el que nunca más tuvo ningún tipo de vínculo.
Creció al cuidado de su madre, de su abuela materna —que moriría poco después del divorcio— y de los libros que para ella fueron “un lugar donde buscar otros mundos para conocer”. Aprendió a leer a los 5 años: en el mismo momento en el que la pareja de su madre y su padre se disolvía, ella encontraba un refugio. “La lectura fue una gran compañía durante toda mi infancia y mi adolescencia”, dice.
Así, Critzmann pasó rauda por las historietas de Disney a la colección Robin Hood —aquella serie de literatura juvenil de tapas duras y amarillas editada por Acme Agency—. “A los 8 años comencé a leer Ocho primos, Bajo las lilas, todo lo de Louisa May Alcott —todo—, todo lo de [Lucy] Montgomery. Amo los libros de Jean Webster, Mi querido enemigo y Papaíto piernas largas. Y pensándolo ahora creo que tienen una gran impronta feminista. Son cosas que marcan”, dice.
En su pasión (y velocidad) al hablar de los libros de su vida, al recordar cómo creció a la par de Harry Potter, se trasluce su amor por las letras. También se entiende su destreza a la hora de escribir: así como sucede en su libro, entre los posteos de su cuenta de Instagram en los que brinda información aparecen poemas y textos dedicados a sus hijos, a los desafíos y sentires de la crianza y la maternidad. A veces sutiles como sol de otoño, otras contundentes como una daga helada.
***
Sabrina Critzmann no quería ser pediatra. Aunque al leerla y ver fotos de su consultorio con hamaca y puerta miniatura para el Ratón Pérez o de ella en el piso tocando la guitarra, se podría pensar que no tenía otro destino. Pero hoy podría ser ingeniera en Sistemas.
Su madre la envió a una secundaria con orientación en Economía y Gestión de Empresas, una rama que no le atraía en lo más mínimo. Sin embargo, el universo encriptado tras las computadoras y lo que pasaba del otro lado de las páginas webs sí despertaron su interés.
—En el anteúltimo año de secundaria realmente quería ser ingeniera en Informática. Aprender a programar creo que es algo que va a suceder en algún momento. Pero el último año terminé tomando la decisión de empezar Medicina y no me arrepiento. Lo haría 20 veces de nuevo.
En definitiva, desde la medicina, las letras o la informática, lo que siempre le interesó es “el arte de acompañar a personas”.
Del colegio tiene buenos recuerdos y no tan buenos: “Los momentos de crueldad entre adolescentes son duros y te pueden marcar por mucho tiempo”, dice. No considera que haya llegado a sufrir bullying, pero recuerda cómo dolían los episodios de discriminación o chistes en relación al peso o a ser muy estudiosa que vivió en esa etapa de su vida “un montón de veces”.
—Siempre es difícil ser adolescente, pero crecer en la época del 90-2000 con toda la cuestión de las calorías y la delgadez era terrible.
Quizás el gusto por la informática en común con un padre del que sabe casi nada; quizás la poca atención que les prestaron a sus deseos y opiniones en los juzgados cuando su madre y su padre se separaron; quizás los actos de discriminación que sufrió en su adolescencia; quizás el cobijo de los libros y el amor por las letras. Quizás cada uno de los momentos y episodios que la marcaron fueron cimentando la profesional y la persona en la que se convirtió.
***
—Cuando empecé Medicina no sabía que iba a hacer Pediatría.
Mientras estudiaba, trabajó en una farmacia, en eventos como personal de socorrismo, de data entry y de docente particular para preparar materias de la facultad.
—Cuando pensé en ser pediatra lo primero que dije fue: “No”. No porque la pediatría tiene cosas muy hermosas, pero las cosas horribles que suceden también les suceden a los niños y a las niñas, entonces es muy dura.
Fue en 2010, entrando al cuarto año de la carrera, cuando lo supo.
—Por supuesto que era lo que quería hacer. Mi negación era esa resistencia intrínseca que aparece cuando uno encuentra sus deseos: “Yo con esto no puedo”, pensaba.
No imaginaba que iba a tener que poder con mucho más.
***
En 2014 comenzó la residencia. Estaba a poco de convertirse en pediatra cuando quedó embarazada de su primer hijo, Juan Martín. Un embarazo saludable que transitó estudiando y haciendo guardias.
“El 4 de diciembre Juani dejó de moverse tanto como solía hacerlo. Le pedí que se moviera. No pudo. Algo no me gustaba nada”, escribe al comienzo de su libro Hoy no es siempre.
Poco después le practicaron una cesárea y se llevaron corriendo a su bebé a Neonatología.
Según escribe en Hoy no es siempre, su hijo había nacido “con una patología rara llamada ‘quilotórax congénito’. Un caso en veintidós mil. (...). Se asfixió al nacer porque no pudo respirar y el cerebro no recibió el oxígeno necesario. (...) Falla multiorgánica (...). Mil palabras médicas más absolutamente horrendas. No importó. Nada importó. (...) Y así es como pasamos treinta y cuatro días en Neonatología, esperando, acariciando a través de la cuna, besando sus piecitos, muriéndonos de amor y de ganas de estar en casa”.
El 7 de enero de 2017 les dieron el alta. Desde ese momento, Sabrina y Pato, su marido, disfrutaron de siete meses de cuentos, canciones, hamacas y juegos. Pero en julio, una meningitis y una infección llevaron a Juan Martín de vuelta al hospital. A terapia intensiva. Se recuperó y la felicidad familiar volvió por unos cuantos días hasta el final del mes, cuando otro episodio indicó daño cerebral. Lo intubaron. Lo extubaron. Sabrina se lo tomó con calma. Ya habían pasado momentos trágicos, estaba dispuesta a arremeter con luz la oscuridad que amenazaba.
“Estaba untando una tostada cuando, de la nada, sentí que se me rompía el corazón. Miré el celular. Pato me avisaba que estaba desaturando, que no me asustara, que por ahí quería ir. Crucé la calle que me separaba del hospital corriendo y agarrándome el pecho. Llegué para las palabras claves del médico: ‘Necesitamos ventilarlo de nuevo’ (...).
Listo. Yo lo supe, seguro Pato también. (...). Nos acercamos a él, le tomamos la mano. Y le pedimos que decida. (...) Nosotros, que habíamos criado un hijo libre, lo dejamos decidir y lo dejamos ir en paz. Donar sus órganos no fue tomar una decisión. Fue natural. Fue un deseo.
(...) Sabemos que hubo varios trasplantes y nos alegramos profundamente. A veces pienso en esos niños y niñas y espero que estén felices, que estén sanos, que no se internen mucho, que tomen su medicación, que jueguen en el pasto, que se abracen mucho a sus mamás, que festejen cumpleaños. (...) Que crezcan.
Los días siguen. Los soles salen. El mundo sigue girando, increíblemente”, escribió.
***
Sabrina Critzmann no quería ser pediatra. Y sin embargo lo siguió eligiendo aún después del momento más lacerante de su vida.
—¿Cómo miro a un bebé que me saluda, que tendría la edad de mi hijo, en la guardia del consultorio? Fue muy difícil.
Al mes y medio de la muerte de Juan Martín, acompañada y sostenida por su grupo de amigos-familia y un equipo de salud mental, volvió a trabajar.
En medio de ese huracán arrollador que la dejó en carne viva terminó la residencia y se convirtió, oficialmente, en pediatra. Tenía pensado especializarse en Dermatología Pediátrica cuando se enteró que estaba embarazada de su segundo hijo, Lisandro. Y decidió que no era momento de seguir por ahí.
Algo invadida por el vacío de alejarse después de tantos años,de la institución y con la incertidumbre por lo que vendría, empezó a trabajar en consultorios, obras sociales, sanatorios y, a la vez, a estudiar puericultura, capacitarse en porteo e indagar en el método de alimentación complementaria para bebés llamado Baby Led Weaning (más conocido por su sigla BLW). Propone que en lugar de comenzar por purés y papillas los y las bebés descubran los alimentos sólidos (adaptados para que sean seguros) y que los tomen por su cuenta regulando lo que desean comer.
Mientras investigaba, Critzmann comenzó a contar en sus redes lo que aprendía respecto a formas de crianza diferentes a las tradicionales, más respetuosas, que consideran las necesidades del bebé como persona desde el nacimiento. Prácticas incluso contrarias a las que ella había aplicado como pediatra hasta ese momento. Empezó a cuestionar algunos conocimientos adquiridos en la carrera. Y de repente, sin buscarlo ni esperarlo, algunos de sus posteos comenzaron a hacerse virales, los medios comenzaron a llamarla y alrededor de ella comenzó a crecer, como un bosque en tierra fértil, una comunidad que hoy tiene miles y miles de seguidores.
Después de que naciera su segundo hijo y en pleno puerperio —ese momento turbulento donde no hay noches ni días, solo sueño cortado, teta, pañales y emociones a flor de piel—, Critzmann escribió un libro. Y lo tituló con una frase que acompaña como mantra las crianzas: hoy no es siempre. Un libro en el que, aparte de brindar toda la información que una madre o un padre querría tener a mano, cuenta a corazón abierto su propia metamorfosis: la muerte de su primer hijo, Juan Martín, el nacimiento del segundo, Lisandro, su deconstrucción como médica de manual antiguo, su irreverencia ante ciertos pilares sacros de conocimiento dogmático y su renacimiento como profesional y como madre.
Y su comunidad de fans y seguidores creció aún más porque ella, del otro lado del libro, del otro lado de las redes, la sostenía.
La explosión fue tal que para responder a la demanda de mensajes, contenidos y talleres tuvo que hacerse de un equipo de comunicación, que es lo que le permite, dice, seguir haciendo cosas: “Yo digo: ‘Ahora tengo ganas de hacer esto’, y ellas me dicen: ‘Bueno, te acompañamos’, y buscamos cómo hacerlo. No hay límites”.
Con esa premisa, Critzmann cofundó con su socia, Naida Porreca, la primera Escuela Argentina de BLW, que ya va por su quinta cohorte, cumplió su sueño de abrir, junto a dos socias, su propio centro de salud —Jacarandá— en el que trabaja con un equipo interdisciplinario, y es docente de la escuela de porteo Crianza en Brazos, de las escuelas de puericultura Panza y Crianza y Asociación Civil Argentina de Puericultura (ACADP) y del Centro de Formación Ramé de embarazo y lactancia. Además, está considerando rendir una consultoría internacional en lactancia materna. También responde que sí cuando la invitan de otras instituciones a dar talleres o participar de jornadas.
Y lleva a su hijo a la plaza, cocina, hace compras, lee y cuando el pequeño se duerme ve la serie de Luis Miguel.
Aún tiene dos cuentas pendientes —aunque seguro pronto se le ocurrirán más—. Una, que está a punto de saldar, que es animarse a manejar. La otra —que dice riendo que trabaja mucho en terapia—, aprender a descansar.
Sabrina Critzmann, que no quería ser pediatra, hoy no concibe un segundo sin serlo.
___
Esta nota forma parte de la plataforma Soluciones para América Latina, una alianza entre INFOBAE y RED/ACCIÓN.