Era agosto de 1992 y las fotos en la portada del Daily Mirror cumplían al pie de la letra con lo que prometía la volanta en tipografía de catástrofe. Y lo del pie es literal: en las imágenes tomadas con teleobjetivo y sin su consentimiento, la duquesa de York, en topless, se dejaba chupar el dedo gordo por un financista americano bajo el sol de St. Tropez.
Hacía cinco meses que la reina Isabel II había anunciado formalmente que los abogados de Sarah Ferguson habían iniciado las negociaciones para la separación de la duquesa y su hijo preferido, Andrés, en medio de especulaciones sobre la infidelidad de ella con un millonario texano y tras seis años de matrimonio y dos hijas, las princesas Beatrice y Eugenie.
Ahora Fergie –un diminutivo de su apellido con el que los ingleses la llamaron cariñosamente desde que se supo que era la prometida del tercero de los hijos de la reina– pasaba sus vacaciones con el empresario John Bryan, a quien se refería como su “asesor financiero”. Y el asesor financiero le chupaba con lascivia el dedo gordo del pie frente a la pequeña Eugenie, de sólo dos años. El escándalo fue mundial y mayúsculo: nunca antes un miembro de la realeza había sido retratado en una actitud tan íntima.
Para cuando las fotos se publicaron, Fergie estaba en Balmoral como todos los veranos: su relación con Andrés era cordial y amistosa, siempre dijo que los había separado más la distancia que el desamor; él pasaba embarcado casi todo el año como oficial de la Marina Real Británica y a ella la casa palaciega de Sunninghill Park, en Ascot, le quedaba demasiado grande. Los Windsor en pleno se encontraron con la noticia –y con sus fotos semidesnuda y plena sesión de arrumacos– en el desayuno y se dice que hubo gritos: la propia reina le exigió que se retirara de inmediato con sus hijas y la niñera. Ni siquiera el príncipe Felipe, que la adoraba porque compartía con ella el humor y la pasión por los caballos, tuvo piedad. Nunca la perdonó.
Fergie no tenía la culpa, pero eran otros tiempos. Y fue vilipendiada en los medios durante años. Se convirtió en una paria de la realeza: la apartaron de todos sus compromisos públicos y la borraron de los relatos oficiales aunque su divorcio del hoy mucho más escandaloso Andrés –involucrado en la oscura trama de abusos sexuales del pedófilo Jeffrey Epstein– sólo se hizo efectivo en 1996.
La pelirroja aceptó con una dignidad impensada su destierro y la pérdida del título de Alteza Real; a diferencia de Diana, nunca sacó voluntariamente sus trapitos al sol –aunque sí trascendieron muchas veces sus problemas financieros–, y llegó a un acuerdo para seguir criando junto a su ex a las princesas bajo el mismo techo –uno grande, por supuesto–, en el Royal Lodge de Windsor Great Park, como “la pareja de divorciados más feliz del mundo”. Y eventualmente, volvió a ser aceptada cada verano en Balmoral, donde recuperó la confianza de la reina. Cultora ella misma de un estoicismo inquebrantable Isabel había visto a su nuera atravesar con abnegación el ostracismo social y valoraba su lealtad.
Nadie sospechaba sin embargo que esa lealtad que creció con los años iba a trascender la muerte de la monarca. Con el tiempo se supo que sólo le había pedido una cosa a su suegra al divorciarse del Duque de York: mantener su amistad. La reina honró su deseo. Por eso Fergie estuvo en segunda fila durante el funeral de Isabel II hace un año en Westminster Abbey, sentada detrás de su ex marido y consolando a sus hijas. Exactamente treinta años después del escándalo había recuperado su lugar entre los Windsor, ya no sólo en la privacidad del palacio sino ante el ojo público.
“Para mí fue la suegra y amiga más increíble –escribió entonces en Twitter–. Siempre estaré agradecida por la generosidad que tuvo conmigo, manteniéndose cercana aun después de mi divorcio. La voy a extrañar más de lo que puedo expresar en palabras”.
Hace unos meses, Fergie –que a los 63 años acaba de superar un cáncer de mama detectado en una fase muy temprana– le dijo a la revista People en una entrevista exclusiva que su suegra fue su “ídola absoluta”: “Ella te calmaba en un segundo… porque era una presencia muy fuerte. Yo solía pensar, ‘Dios, hay gente que se pasa la vida para tener una audiencia con la Reina, y yo estoy acá sentada lo más contenta tomando el té con ella’. Es que era brillante tranquilizándote y haciéndote sentir relajada. Tenía una fe increíble, a prueba de todo, y una confianza en sí misma que nunca vi en otra persona: simplemente sabía lo que había que hacer. Cómo hacerte sentir bien. Para ella la monarquía era eso, entrega, hacer que los demás estuvieran bien. Y por eso yo la admiraba tanto”.
En marzo, la duquesa publicó una novela histórica sobre las mujeres invisibles de la historia –A Most Intriguing Lady–, una pequeña revancha por su propia experiencia. Fue entonces cuando confió a los medios que su suegra la había dejado a cargo de su legado más preciado: los perros corgis que la acompañaron hasta el final de sus días. Era una forma de que sus amigos más fieles quedaran también en manos de una mujer que con el paso de las décadas demostró ser una de sus más fieles compañeras.
“Si estuviera acá –dijo sobre la reina–, le contaría que florecieron las magnolias, porque las amaba, y de la primavera en Windsor, y de las campanitas que tiñen el jardín de blanco y amarillo. Sé que le encantaría saber que sus perritos caminan por los mismos lugares que ella transitó y están bien”.
La duquesa adoptó a los únicos dos corgis que sobrevivieron a Isabel II, Sandy y Muick, que ella misma le había regalado junto a Andrés y sus hijas. No es una tarea fácil, dice: “Son íconos nacionales, así que tiemblo cada vez que persiguen una ardilla –se rió ante People–. Pero también me dan mucha alegría, y cada vez que le ladran al aire pienso que es porque ven pasar a la reina”.
Los perritos fueron clave en su recuperación de la mastectomía que atravesó en junio, y que como siempre se tomó con humor (“Bauticé a mi nuevo pecho Derek”, bromeó): “Los corgis están siempre conmigo y también creen que soy muy graciosa”, contó entonces. Dice que al principio los veía tristes –”con la cola entre las patas”– tras perder a su ama, pero que ya volvieron a mover la cola. “Creo que son felices, que es lo que ella querría”, dice la impensada guardiana de los últimos dos grandes amores de la reina.