“En lo personal, adoro las grandes historias de amor”, le dijo Meghan Markle a Vanity Fair en septiembre de 2017. Llevaba un año de novia con el príncipe Harry, pero ya tenía claro que enamorarse de un miembro de la realeza no necesariamente sería un cuento de hadas.
El hijo menor de Lady Di, que había aprendido eso con su propio dolor, no estaba dispuesto a repetir la tragedia de su madre: su primer comunicado oficial sobre la entonces actriz de Suits –en noviembre de 2016– no fue para oficializar la relación, sino para exigirle a los tabloides que terminaran con la “ola de abuso y acoso”, el sexismo, la xenofobia y el racismo de los que sentía que no era capaz de protegerla. Es difícil no ver ahora una línea directa entre aquella declaración y la última que hizo antes de renunciar a sus obligaciones reales, en enero de 2020.
Las cosas se dieron rápido después de aquella primera comunicación oficial sobre la relación: apenas un año más tarde, en noviembre de 2017, el hoy rey Carlos III anunció el compromiso de su hijo con la actriz californiana. La boda real sería el 19 de mayo de 2018 en la capilla St. George, en el castillo de Windsor. Markle iba a convertirse así en la primera estadounidense en casarse con un miembro de la realeza británica desde la boda de Wallis Simpson con Eduardo VIII más de 80 años atrás. No era lo único en común que tenía con Simpson: también Meghan era divorciada; había estado casada dos años con el productor cinematográfico Trevor Engelson, entre 2011 y 2013.
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Y aunque Harry –quinto en la línea de sucesión– no tenía corona a la que abdicar para casarse con ella, estaba tan determinado a renunciar a todo por amor como su tío abuelo. La prueba es tan tautológica como lo que ocurrió después del Megxit –un juego de palabras con el nombre de la duquesa y la salida en paralelo de Gran Bretaña de la Unión Europea–: fue despojado de sus tres títulos militares honorarios –The Royal Marines, RAF Honington, Royal Navy Small Ships and Diving– y sus patrocinios con la Rugby Football Union, la Rugby Football League y la London Marathon, además de perder ambos el título de Altezas Reales y la residencia de Frogmore, que terminaron de desalojar la semana pasada. Su presencia solo y marginado de los altos miembros de la familia en la coronación de su padre, fue el último eslabón de una cadena que había comenzado mucho antes.
A la vista del mundo, el anuncio del compromiso –y el anillo “de oro amarillo, con una piedra de Botswana (donde comenzó la historia de amor después de la primera cita a ciegas) y dos diamantes chiquitos, de la colección de joyas de mamá”, según explicó el propio Harry– y la boda no podían haber sido más exitosos. Feminista, biracial, cercana y comprometida con la filantropía incluso antes de conocer a Harry, Meghan parecía traer a la monarquía el aire fresco que necesitaba para reciclarse. Aparecía como una especie de nueva Diana con la que, también según Harry, la desaparecida princesa habría estado encantada: “Creo que mamá estaría saltando en una pata y muy emocionada por mí. Probablemente serían mejores amigas”, le dijo por entonces a la BBC.
Pero en las sombras, tal la bajada en español de Spare –el libro de memorias de Harry que salió a la venta en enero último y se convirtió al instante en el best-seller de no ficción más inmediato de la historia inglesa–, la voz de quien creció siendo llamado abiertamente el “repuesto” de su hermano William cuenta la historia de una ruptura –y una liberación– que ya era palpable antes del casamiento. Por un lado, por “la guerra de novias” entre Meghan y Kate Middleton de la que los tabloides se sirvieron desde la oficialización del compromiso entre el príncipe y la actriz; por otro, y con mucho menos repercusión en su momento, por la rivalidad creciente entre ese hermano repuesto y el hermano heredero, a quien Harry describe en el libro como su espejo, pero también como su “archienemigo”.
Por momentos, siempre de acuerdo al relato del menor de los hijos de Diana Spencer, las anécdotas que dieron lugar a su drástica huída junto a Markle y su hijo mayor a Montecito, California, parecen tan triviales como las que podrían darse entre dos cuñadas envidiosas de barrio, con la única diferencia de que ellas se enfrentaban por tiaras, labiales de lujo y vestidos de diseño. Termina por resultar bastante claro que el protocolo, las formalidades y las diferencias culturales –que a veces son también eufemismo de racismo y clasismo– fueron sólo una excusa para el problema de fondo: quién y cómo captaba la atención de la opinión pública, quién eran más libres o más privilegiado entre esos dos hermanos nacidos en “una jaula de oro”, como la llama Harry.
Para desarmar el cuento de hadas, el nieto más díscolo de la Reina Isabel –y se dice que, por lo mismo, su preferido, igual que Andrew lo fue entre sus hijos– construye uno nuevo: la primera vez que habló con Meghan, tras verla en una publicación de una amiga en Instagram, fue el 1 de julio de 2016, el mismo día en que Lady Di –una figura omnipresente para el príncipe que tenía apenas 12 años en 1997, cuando la persecución de los paparazzi (esa que ¿fingieron? casi emular esta semana en Nueva York) terminó con la vida de su madre en París– hubiera cumplido 55 años.
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“Ella era estadounidense. Yo era británico. Ella había recibido una buena formación académica y yo siempre había sido mal estudiante. Ella era libre como un pájaro y yo estaba encerrado en una jaula de oro. Y, en cambio, ninguna de esas diferencias inhabilitaba a nadie y ni siquiera parecían importantes”, dice sobre el primer encuentro en Londres y la certeza de que había encontrado a su alma gemela. También cuenta que, cuando unos meses más tarde se lo confió a William y Kate, “se quedaron boquiabiertos” porque eran fanáticos de Suits, la serie en la que entonces trabajaba Markle.
Harry dice que entonces pensó que podría cumplir su sueño: “Estar en compañía de ambos con mi propia pareja para convertirnos en un cuarteto. Se lo había dicho a Willy infinidad de veces”. Pero su hermano mayor lo previno: “Puede que no ocurra, Harold. Y tendrás que conformarte. Al fin y al cabo, es una actriz estadounidense. Podría ocurrir cualquier cosa”.
Fue un anticipo de lo que ocurrió el día de la presentación entre los cuñados: “Meg se adelantó y le dio un abrazo, cosa que dejó pasmado a mi hermano”, cuenta Harry. Fue el típico momento del choque cultural Estados Unidos/Reino Unido, escribe. “A lo mejor Willy esperaba que Meg lo saludara con una reverencia –se lamenta–. Habría sido la norma de protocolo al conocer a un miembro de la familia real, pero ella no lo sabía, y yo no se lo había dicho. Cuando conoció a mi abuela, yo lo había dejado claro: era la reina. Pero cuando conoció a mi hermano, él era simplemente Willy, a quien le encantaba Suits”.
Según Harry, el día que Markle conoció a Carlos y a Camilla Parker-Bowles, su padre le preguntó a Meghan si era cierto que era la protagonista de un culebrón estadounidense. “Ella sonrió. Yo sonreí. Me moría por decir: ‘¿Un culebrón? ¡No, eso es nuestra familia, papá!’”. Dice también que tanto Carlos como William fueron severos con él tras su primera defensa pública ante el acoso y el maltrato de la opinión pública contra su novia: “Estaban furiosos y me echaron la bronca. Mi declaración los hacía quedar mal porque ellos jamás habían hecho nada para defender a sus novias o esposas cuando fueron ellas las acosadas”. También asegura que cuando le dijo a su padre que esperaba que Meghan se mudara con él, el hoy rey le advirtió que no podría mantenerlos. Lo que en realidad temía, sostiene, era que él y Camilla fueran opacados por su carisma como ya le había ocurrido con William y Kate.
Los rumores, atribuidos a fuentes de la Casa Real, decían que había miembros de la familia que no aprobaban a Markle, que no les gustaba su forma directa de ser ni su supuesta impertinencia. Versiones más inquietantes se referían sin tapujos a la cuestión racial: “Se había expresado ‘preocupación’ en ciertos sectores sobre el tema de si el Reino Unido estaba o no ‘listo’ para eso”.
Pese a todo, Harry dice que en un principio creyó que William apreciaba a su novia. Tanto que le cedió sin dudarlo la pulsera de diamantes de su madre para que pudiera usarlos en el anillo de compromiso de Meghan. En todo eran distintos, claro. Cuando los duques de Cambridge fueron a comer a la casa que compartían Harry y Meg por primera vez, William estaba resfriado y su cuñada corrió a darle un remedio homeopático. “Parecía encantado, conmovido, aunque Kate anunció a los comensales que él jamás había aceptado esos remedios poco convencionales”, escribe en una escena tan fácil de imaginar como el duelo de estilos entre las cuñadas, del que ellas mismas se dieron cuenta: “Meg: vaqueros rotos, pies descalzos. Kate: de punta en blanco”. Dice que pensó que no era para tanto.
Entonces surgieron los problemas por la elección de la Iglesia para su casamiento. Harry había pensado en la abadía de Westminster.
—No es un buen lugar. Nosotros nos casamos allí –objetó William.
—Vale, vale. ¿En San Pablo?
—Demasiado grandiosa. Además, papá y mamá se casaron allí.
—Hum..., sí. Bien visto.
“Me sugirió Tetbury. Solté un bufido –relata Harry–: ‘¿Tetbury? ¿La capilla que está cerca de Highgrove? ¿En serio, Willy? ¿Cuántas personas caben en ese sitio?’”. La respuesta del heredero fue casi sarcástica: “¿No era lo que decías que querías? ¿Una boda discreta y pequeña?”.
Una vez establecido que la ceremonia sería en la capilla de St George, las dos parejas hicieron su primera aparición pública juntas. Fue en febrero de 2018, durante el Foro de la Fundación Real. “El público estaba entregado, los cuatro estábamos pasándolo bien, la atmósfera en general era tremendamente positiva. Un periodista nos puso el apodo de los Cuatro Fabulosos. ‘¡Ya está!’, pensé, esperanzado”, escribe el príncipe.
Sin embargo, la controversia en los medios volvió a instalarse a los pocos días. Meghan había apoyado con su outfit negro la campaña del #MeToo y el movimiento Time’s Up, mientras que Kate no había demostrado respaldo. Había un detalle que lo justificaba: el negro es un color vedado para la realeza británica, al punto que el famoso vestido de la venganza de Lady Di lo era entre otras cosas precisamente por su color. Pero para Harry no había dudas: “Tengo la impresión de que eso puso a Kate muy nerviosa, además de hacerla consciente, así como a todos los demás, de que, a partir de ese momento, iba a ser comparada y obligada a competir con Meg”.
Esa noche, un incidente aún más ridículo ocurrió tras bambalinas: “Meg le pidió a Kate el brillo labial. Algo muy estadounidense. Había olvidado el suyo, le preocupaba necesitarlo y se lo pidió a Kate –narra Harry–. Ella, sorprendida, rebuscó en su bolso y, a regañadientes, sacó un pequeño tubito. Meg se puso un poco en el dedo y se lo aplicó en los labios. Kate puso cara de asco. ¿Un pequeño choque de estilos, tal vez? Algo de lo que deberíamos haber podido reírnos poco tiempo después. Pero dejó una pequeña huella. Entonces la prensa intuyó que ocurría algo e intentó convertirlo en algo más tremendo”.
Ya no hacía falta que la prensa interviniera para que la distancia entre Meghan y Kate se volviera un abismo. Cuatro días antes del casamiento –y mientras Meg sufría el desplante de su padre, Thomas Markle, que faltó a la ceremonia aún cuando ella le rogó que fuera pasando por alto que la había traicionado ante la prensa vendiendo sus fotos privadas–, Kate envió un mensaje a Meghan. Había un problema con los vestidos –de alta costura francesa– de las damas de honor y necesitaban arreglos. “Meg no le contestó de inmediato. Le escribió a Kate a la mañana siguiente diciéndole que el sastre estaba en el palacio listo para hacerlos. No fue suficiente”, reconstruye Harry en Spare.
—El vestido de Charlotte le va demasiado grande, largo y ancho. Se echó a llorar cuando se lo probó en casa —señaló Kate.
—Vale, y yo te dije que tenías al sastre disponible desde las ocho de la mañana. Aquí. En Kensington. ¿No puedes llevar a Charlotte para que le haga los arreglos como las otras madres?
—No, hay que hacer de nuevo todos los vestidos.
“No era el único problema que Kate tenía con la manera en que Meg estaba organizando la boda. Había algo relacionado con una fiesta para los pajes. Continuaron un rato igual. Poco después llegué a casa y me encontré a Meg en el suelo. Llorando”, escribe Harry.
También dice que no pensó que fuera una catástrofe, estaban estresados, no creía que Kate lo hiciera con mala intención. De hecho, al día siguiente, la duquesa de Cambridge apareció con unas flores y una tarjeta de disculpa, cuenta Harry. Lo que sólo revela más adelante es que esa tarde, Meghan le sugirió a Kate que su problema era que todavía estaba hormonal porque acababa de parir. Una feminista como Markle, acusaba a otra mujer de estar nerviosa por sus hormonas. Ya no hubo vuelta atrás.
En los días previos a la boda, el 19 de mayo de 2018, las cosas entre los hermanos escalaron. William canceló su participación en la tradicional comida previa, tal vez resentido porque, a diferencia de él, Harry no lo había elegido como padrino, algo que la Casa Real ya había dado por hecho y publicado.
La magia de los festejos hizo a un lado las especulaciones. Markle llegó vestida con un diseño de la británica Claire Wright Keller, entonces directora artística de Givenchy (usar la marca icónica asociada a Audrey Hepburn era un guiño a su pasado de actriz, pero quién sabe, también una declaración de principios: Meghan era la princesa que quería vivir). Llevaba un ramo con flores que representaban a los países del Commonwealth; amapolas californianas en honor a su tierra natal y las tradicionales azules de los jardines de Kensington, el lugar donde Harry le había propuesto casamiento y una referencia obligada a Diana.
Según el biógrafo de Lady Di, Andrew Morton, también habían surgido problemas por la tiara, esta vez con la reina. Los tabloides decían que la novia quería una de esmeraldas engarzadas que había pertenecido a Lady Di y que Isabel II lo rechazó en favor de una de la reina Mary. Harry y Meghan cuentan en su biografía, Finding Freedom (2020), que fue por protocolos de seguridad. Pero en su momento, las versiones de la prensa decían que era para no dar rienda suelta a sus caprichos y para evitar comparaciones que aumentaran su popularidad. Se decía que la reina también había objetado el color del vestido de Meghan por considerar que no era apropiado para una divorciada. Y que la americana había logrado salirse con la suya ante la anciana monarca.
Aquello terminó de consolidar su imagen de “duquesa difícil”, sostiene Morton. Los tabloides aseguraban por esos días que hasta el propio servicio se le había vuelto en contra: “Más que un soplo de aire fresco, se transformó en un vendaval”, filtraron los asistentes de Harry. Es que Meghan estaba acostumbrada a manejar su agenda: quería escribir sus discursos, elegir los temas, proponer ideas, coordinar sus entrevistas; en suma, saltearse el protocolo. Trascendió que los empleados de Kensington habían apodado a la duquesa como “Me-Gain”, un juego de palabras con su nombre que en español se traduciría como “Yo-Gano”. Los especialistas en la casa real ya no se ahorraban sus duros juicios: “Creo que Meghan debe darse cuenta de que no puede vivir en la familia real como una estrella de Hollywood de primera categoría”; “Tiene unos estándares demasiado altos”, opinaban.
El anuncio de embarazo (Archie llegaría el 6 de mayo de 2019) en medio de actos oficiales y vestidos de gala, sonrisas junto a la reina Isabel II y hasta una larga y exitosa gira real por Australia, Fiji, Tonga y Nueva Zelanda, escondía las supuestas discusiones que terminaron de resquebrajar las relaciones entre los Sussex y Clarence House. En su histórica entrevista con Oprah Winfrey en marzo de 2021, cuando la pareja ya estaba instalada en Montecito, California, la actriz aseguró que mientras esperaban a Archie “hubo conversaciones” acerca de “cuán oscuro” iba a ser su bebé y qué implicancias tendría aquello para la monarquía británica.
Nada de eso se decía por entonces en voz alta, pero la guerra en los medios estaba instalada: Meghan marcaba tendencia en las revistas y opacaba a su cuñada. Pronto la gente empezó a tomar partido. El equipo Cambridge contra el equipo Sussex. Rivalidad, celos, agendas encontradas... “Willy culpaba de absolutamente todo aquello a una sola persona. A Meg. Me lo dijo varias veces, y le contrariaba que le hiciera notar que estaba pasándose de la raya. Se limitaba a repetir lo que decía la prensa, a propagar historias falsas que había leído o le habían contado”, dice Harry en Spare.
En sus encuentros a solas, William le habría dicho a su hermano que Meghan era una persona difícil: “Es maleducada, brusca y se ha enemistado con la mitad del personal”. Según Harry, repetía la basura promovida por su propio equipo de comunicación, y cuando le dijo que esperaba más de él, William se enojó. “¿Creía que iba a darle la razón en eso de que mi mujer era un monstruo?”, se pregunta Harry en su libro. Y asegura que lo desafió: “Si, en el peor de los casos, su cuñada tenía problemas para adaptarse a sus nuevas responsabilidades, a su nueva familia, a otro país, a otra cultura, ¿no pensaba que era mejor ayudarla?”
Pero William no buscaba debatir, sino imponerse: “Quería que yo reconociera que era Meg quien se equivocaba y que le asegurara que haría algo al respecto”. La discusión, en Frogmore, subió de tono. “Mi hermano parecía agraviado. Parecía ofenderle que no me sometiera dócilmente, que me atreviera a llevarle la contraria, o a desobedecerlo”. Dice que William lo acusó entonces de no asumir sus obligaciones. Hubo gritos, y Harry se fue a la cocina. Sirvió un vaso de agua para cada uno. Le dijo que no podía hablar si se ponía así. “Dejó el vaso, volvió a insultarme y se abalanzó sobre mí. Todo ocurrió muy deprisa. Muy, muy deprisa. Me arrancó la cadena al agarrarme por el cuello de la camisa y me tiró al suelo. Caí sobre el bol de los perros; se partió bajo mi espalda y se me clavaron los trozos. Me quedé en el suelo unos segundos, aturdido, luego me levanté y le dije que se fuera”, cuenta. Y dice que entonces William lo alentó a devolvérsela: “Vas a sentirte mejor si me pegás”. Él se negó y lo echó de su casa. Fue el principio del fin.
Poco después, en marzo de 2019, se anunció que las dos casas reales, Cambridge y Sussex, dejarían de compartir oficina. “Dejaríamos de trabajar juntos en todos los ámbitos. Los Cuatro Fabulosos..., finito”, escribe Harry. Un año más tarde, en su primera declaración pública tras comunicar que efectivamente renunciaría –como ya le endilgaba su hermano desde antes– a sus obligaciones reales, Harry dio la pauta del por qué de su decisión: “La mujer que elegí como esposa defiende los mismos valores que yo. Y esa es la misma mujer de la que me enamoré. Ambos hacemos todo lo posible para cumplir con orgullo nuestros roles en este país. Una vez que Meghan y yo nos casamos, estábamos emocionados, teníamos esperanzas y estábamos aquí para servir. Por esas razones, me da mucha tristeza que hayamos llegado a esto. Pero no tomé la decisión a la ligera, realmente no había otra opción”.
En febrero de 2021, en el día de San Valentín, ya instalados en Montecito y aparentemente felices de cumplir con sus nuevas obligaciones como influencers y productores de sus propios contenidos (Como en Harry y Meghan, la docuserie que hicieron para Netflix) en Hollywood, los Sussex confirmaron que esperaban a su segunda hija, Lilibet Diana –que nació el 4 de junio de 2021–. Meghan había contado que sufrió la pérdida de un embarazo en julio de 2020, algo que atribuyó veladamente a las tensiones atravesadas en esos meses. Llegarían a hacer público que el verdadero motivo por el que dejaron Gran Bretaña fue casi de vida o muerte: Meghan estaba tan deprimida que, según le confió a Oprah, llegó a pensar en el suicidio.
Antes de la fría recepción de hace unas semanas, cuando asistió a la coronación de su padre, Harry tuvo un reencuentro íntimo con Carlos y su hermano en Frogmore tras el funeral de su abuelo Philip. Entonces, según cuenta, William le disparó al hueso: “¡Nunca has acudido a nosotros! ¡Nunca has acudido a mí!”. Era la actitud que, según Harry, había adoptado desde que eran niños, y estaba cansado: “Yo tengo que acudir a él y arrodillarme expresa, directa y oficialmente. Si no, el Heredero no me auxilia”, se queja con amargura en Spare.
Aunque también cuenta que, aquel día, el Heredero lo obligó a mirarlo: “¡Harold, escucha! ¡Escúchame! ¡Te quiero, Harold! Quiero que seas feliz”. “Yo también te quiero..., pero ¡mira que eres terco!”, retrucó él. “¿Y tú no?”. “¡Harold, que me escuches! Yo solo quiero que seas feliz, te lo juro por la memoria de mamá”. Los hermanos callaron. Su padre también.
“Había usado el código secreto, la clave universal. Desde pequeños, solo podíamos usar esas palabras en momentos de crisis extrema. ‘Te lo juro por la memoria de mamá’ –relata–. Durante casi veinticinco años habíamos reservado ese juramento demoledor para esas veces en las que uno de los dos necesitaba que el otro lo escuchara, que lo creyera sin más. Esas veces en las que lo demás no funcionaba”. Pero ni esas palabras sagradas los iban a redimir, habían perdido efecto.
Volvió a volar a Londres junto a Meghan en septiembre del año pasado, para el funeral de la reina Isabel. Ya no quiso encontrarse con su padre ni con William. Acababa de cumplir 38 años y no había logrado llegar a Balmoral para despedirse de su abuela; pero entonces fue Carlos el que tuvo un gesto de acercamiento con su hijo menor, al menos en público: “Quiero expresar mi amor por Harry y Meghan mientras siguen construyendo sus vidas en el extranjero”, dijo en su primer discurso tras la muerte de la reina.
El hijo rebelde, ese que siempre se sintió apenas un “repuesto”, tuvo que ceder también: “Ahora honramos a mi padre en su nuevo papel como rey Carlos III. Gracias por su compromiso con el servicio. Gracias por sus buenos consejos”. Después, en honor a su abuela, por primera vez desde 2020, William y Harry se mostraron juntos en Windsor acompañados de Kate y Meghan. “Los cuatro fantásticos” habían vuelto a reunirse por el dolor, algo que no lograría la coronación.
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