Si en la intimidad alguien le preguntaba a la reina Isabel quién era su hijo favorito, seguramente y como toda madre respondería “quiero a todos por igual”. Pero, si por esas casualidades del destino se hurgaba en su billetera, se sabría que aunque amaba a todos uno era claramente su favorito: Andrés. Y la prueba estaba que de sus cuatro hijos, en su cartera la soberana, solo llevaba la foto del tercero.
El favoritismo de la monarca era tan conocido que un capítulo de la serie The Crown lo mostró con más realidad que ficción. Después de una conversación con Margaret Thatcher donde la poderosa primera ministra le confiesa que Mark es su hijo favorito, Isabel se pregunta quién es el suyo (alerta spoiler). Buscando una respuesta organiza encuentros con cada uno de sus descendientes. El menor, Eduardo, parece más entusiasmado en usufructuar los privilegios de su rango que en sus funciones reales. Con Ana comparte la pasión por los caballos, pero también es la única que se anima a cuestionarla. Carlos le sigue pareciendo alguien perdido; la sensibilidad que demuestra por la naturaleza y la poesía, le resultan aburridas y poco descifrables. Si con esos hijos, el encuentro es formal y distante, cuando llega Andrés todo cambia. Porque el príncipe aparece en un helicóptero oficial que usó con la excusa de que la reunión con su madre era “cuestión de estado” y no familiar. El secuestro de la nave la escandaliza como soberana pero la divierte como madre. Andrés es el único de sus hijos que logra alegrarla con sus comentarios más simpáticos que irónicos y que se anima a saludarla con más cariño que reverencia. Con el tiempo, esa desfachatez o falta de límites se convertiría en su gran problema. En su infancia, el príncipe mostró señales que deberían haber encendido alarmas en la familia real y que fueron minimizadas.
Hace 63 años en el Palacio de Buckingham nacía Andrew Albert Christian Edward, el tercer hijo de la reina Isabel. Llegaba al mundo doce años después que Carlos, su hermano mayor y heredero al trono, y diez del nacimiento de su hermana Ana. Pero sobre todo llegaba en un momento ideal para disfrutar a su madre. Es que la monarca británica con sus hijos mayores apenas tuvo tiempo de ejercer su rol maternal ocupada con largas y protocolares giras por los países de la Commonwealth. Mientras ella se encargaba de sus deberes reales, varias niñeras quedaban al cuidado de los pequeños príncipes. Los viajes de la monarca eran largos y resultaba impensado llevar a sus hijos. Además recién terminaba la Segunda Guerra Mundial y era más importante reconstruir el Reino Unido que construir una familia.
Con el nacimiento de Andrés, Isabel sintió que la vida le daba una revancha como madre. No solo se sentía más experimentada en su maternidad y aliviada en sus deberes reales, también y sobre todo, este niño demostraba que la crisis con Felipe, su esposo, quedaba atrás.
Por eso y sin dudar a ese bebé lo llamó Andrés, en homenaje a su suegro el príncipe Andrés de Grecia. Pero fue por más, si con Carlos y Ana aceptó que solo llevaran el apellido de la familia real, algo que indignó a su esposo que aseguraba era “el único hombre en el país que no podía dar su apellido a sus propios hijos”, esta vez se impuso y logró que su tercer hijo llevara el apellido de ambos: Mountbatten-Windsor.
Al repasar un poco la historia, desde el comienzo la monarca fallecida mostró la preferencia por su hijo. Apenas nació le envió una nota a un primo donde le aseguraba “El bebé es adorable… En general, todos lo mimaremos terriblemente, estoy segura”. Ella misma se encargó de mimarlo. Le enseñó la hora, le contaba cuentos por las noches. Cuando Andrés y Eduardo comenzaron la escuela solía visitarlos, algo que jamás hizo con sus dos hijos mayores. Las visitas eran inusuales no solo por su rango sino porque muchas veces llegaba con sus guardaespaldas pero otras simplemente manejaba su auto y aparecía en jornadas deportivas o algún evento escolar importante.
Si su madre mostraba su favoritismo, de pequeño, Andrés comenzó a demostró que podía ser indomable o un auténtico dolor de cabeza. Según se narra en la biografía Prince Andrew: The End Of The Monarchy And Epstein (Príncipe Andrés: El fin de la monarquía y Epstein) escrita por Nigel Cawthorne, su pasatiempo favorito no eran los caballos como su hermana Ana ni el arte, como le fascinaba a Carlos. A él le gustaba divertirse pero a costa de realizar pesadas bromas a su madre o a las personas que lo cuidaban en los cuatro palacios que solía habitar su familia.
Una de sus bromas favoritas era burlarse de sus guardaespaldas o atarle los cordones de los zapatos para que se cayeran. Según cuentan, una vez uno de los empleados se hartó tanto de ese pesado humor que le dio un golpe que lo tiró al suelo. Después del hecho, el hombre inmediatamente presentó su renuncia pero la reina se negó a aceptarla quizá porque él había puesto un límite que ella no podía/sabía poner.
Es que la reina nunca logró enojarse del todo con ese hijo mezcla de descaro y picardía. No lo hizo el día que él le puso en la cama un polvo picante que no solo obligó al personal a cambiar las sábanas en un horario insólito, también la llevó a rascarse de un modo muy poco protocolar. Ni siquiera se enfureció la vez que supo que su hijo logró trepar al techo del Palacio de Buckingham y apagó la antena de televisión solo para impedirle ver las carreras de caballos en Sandown Park.
No solo hacía bromas, su trato dejaban mucho que dejar. Según Cawthorne uno de sus guardaespaldas, confesó que “sus modales eran simplemente horribles”. Otro de sus asistentes reveló que ya crecido vio al príncipe “tratar a su personal de una manera impactante y espantosa. Ha sido increíblemente grosero con sus guardaespaldas, arrojando cosas al suelo y exigiendo que ‘las recojan’”.
Andrew no solo molestaba a las personas, también lo hacía con los animales. Era frecuente verlo pateando perros o golpeando las patas de los caballos. Si algo no salía como quería se enfurecía y sus rabietas duraban horas. Su carácter podía ser tan complicado que Mabel Anderson, la mujer que había sido niñera de Carlos y Ana y ahora se encargaba de su cuidado lo llamó Baby Grumpling, algo así como bebé gruñón o bebé caprichoso. Ella también tuvo que tolerar sus “bromas”. Cierta vez intentó escuchar la radio, pero el aparato no emitía sonido. No se había caído, no parecía roto, ni se veía ningún desperfecto externo. Pero al abrirlo notó que alguien había quitado todas las válvulas, y ese alguien tenía nombre: Andrew.
A los ocho años, Andrés fue enviado a Heatherdown, una exclusiva institución en Ascot donde sus bromas eran frecuentes. Años más tarde lo inscribieron en la escuela Gordonstoun, en Escocia y según cuentan el personal de Heatherdown festejó su salida. En la nueva escuela nunca estuvo entre los más queridos. Sus compañeros lo recuerdan como “soberbio” y “caprichoso”.
Lo increíble es que este carácter entre díscolo y soberbio, lejos de preocupar a sus padres, los divertía. El príncipe Felipe se sentía mucho más cercano a este hijo al que solía llamar “el diablillo” que a Carlos. Es que el primogénito con su timidez, su nulidad para los deportes y su sensibilidad para la poesía le resultaba indescifrable y aburrido. Por eso, por su personalidad arrolladora y una simpatía innata, Andrés cada vez que superaba los límites de lo que estaba bien para pasar a lo que estaba mal conseguía ser perdonado.
De adolescente, las alarmas continuaron. Según el libro el libro Esplendor y ocaso de la dinastía Windsor, de Donald Spoto, Andrés solía pellizcar sin disimulo a algunas chicas que se le acercaban, vestía de falda escocesa y proclamaba que no tenía nada abajo y que todo eso funcionaba bien, pintó su cuarto de púrpura y anaranjado y organizaba fiestas con sus amigos en sus habitaciones que terminaban con comida tirada por todo el piso y con gente viviendo el sexo sin protocolos.
Entre sus berrinches hay uno que se conoció hace poco y llama la atención no solo por lo excéntrico sino porque el protagonista ya es “gente grande”. Andrés colecciona peluches. Llegó a tener docenas de ellos. Hasta ahí solo podría ser una excentricidad pero él además los ubica de determinada manera en su cama. Claro, que él no se encarga de acomodarlos. Según reveló uno de sus antiguos ayudantes, Paul Page, en un documental emitido por la cadena británica ITV, en el dormitorio del hijo favorito de Isabel en Buckingham había un diagrama en el que se leían instrucciones sobre la manera en que tenían que estar colocados sus peluches. “Cuando el duque de York se quede a dormir, coloca un osito de peluche pequeño y un cojín sobre la cama. Al hacer la cama, colócalos junto al osito del lado izquierdo”, indicaba la nota. Si los peluches no estaban colocados en el lugar indicado, volvía a aparecer Baby Grumpling. El príncipe reconocía su pasión por estos muñecos. “Siempre he coleccionado ositos de peluche. Allá donde fuera con la Marina, solía comprar uno, así que tengo una colección de peluches de todo el mundo”, confesaba en una entrevista de 2010.
Pese a las manías de su hijo, a sus escándalos y destratos, Isabel siempre manifestó su preferencia. El mimo, y la cercanía, parecen no haberse detenido nunca. “Cada vez que se entera de que Andrew está en el Palacio de Buckingham, le envía una nota escrita a mano y él siempre va a verla”, contó un ex asistente del palacio en el Daily Mail . “Si está en jeans, se cambiará a un traje. Y él siempre saluda a ‘Mamá’ de la misma manera: inclinándose desde el cuello, besando su mano y luego besándola en ambas mejillas. Es un pequeño ritual que ella adora”.
La corona británica callaba los escándalos de Andrés. Se minimizó su predilección por las chicas hot, sus gastos extravagantes, ser un pionero del poliamor con su esposa y los comentarios desubicados. Pero cuando se supo que uno de tus mejores amigos era Jeffrey Epstein, condenado por violación y tráfico de menores, la situación ya no era solo un desliz. Pero si además trascienden fotos que demuestran que asistías a fiestas con jóvenes que son niñas, y si además una te acusa de que abusaste sexualmente de ella, por más hijo favorito que seas eso ya no son “locuras” sino un delito gravísimo.
Ante la magnitud del delito, Isabel mostró que sus deberes como monarca no se negocian. Cuando en 2019 estalló el escándalo, Andrés abandonó sus funciones públicas, además en un gesto sin precedentes la Casa Real se le quitaron los títulos militares y el tratamiento de “Su Alteza Real”.
El año pasado Andrés llegó a un acuerdo financiero extrajudicial con la mujer que lo acusó de abuso. El pacto puso fin al proceso legal y para el británico significó evitar un juicio en una corte de Nueva York. En los funerales de su madre caminó vestido de civil detrás del féretro, mientras que sus hermanos, el rey Carlos III y los príncipes Ana y Eduardo, vestían uniformes militares de gala.
Hoy Andrés pasará su primer cumpleaños sin su madre. No es ni la sombra de ese apuesto piloto de helicópteros y héroe militar venerado por millones de británicos. Su imagen actual es la de un hombre que acumula descrédito y repulsión. Según la mitología griega, el rey Midas tenía la maldición de convertir en oro todo lo que tocaba; el príncipe Andrés, parece un rey Midas al revés, convirtió el oro que le tocó en barro y desastre.
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