El 31 de agosto de 1997, el príncipe Carlos se alojaba en el castillo de Balmoral con William, Harry y el resto de la familia real. Un año antes se había divorciado de Lady Di, su esposa, y poco a poco parecía que cierta paz llegaba a su vida. Diana estaba en París y sus hijos iban asumiendo la separación. Faltaba mucho para que aceptaran su relación con Camilla, pero el tiempo iría acomodando todo. La tranquilidad del día estalló en mil pedazos cuando Robin Janvrin, secretario privado de la reina Isabel le anunció que Diana había muerto en un accidente de tránsito en la capital francesa.
Según cuenta la biógrafa real, Penny Junor, lo primero que Carlos dijo fue: “Todos me culparán, ¿no?”. Es que desde que Diana había relatado por televisión las infidelidades de su marido y que él las hubiera admitido en otra entrevista, para los ojos de los británicos él era un verdugo y ella, su víctima. Lo segundo que expresó un conmovido príncipe resultó una predicción: “Vamos a asistir a una reacción popular nunca antes vista Y podría destruirlo todo. Podría destruir la monarquía”. Su secretario, Stephen Lamport, lejos de contradecirlo subió la apuesta: “Sí, señor, creo que podría ocurrir. Va a ser muy difícil para su madre, señor”. Ninguno de los dos se equivocaba.
Como muestra la película La Reina, protagonizada por Helen Mirren, al enterarse de la muerte de su ex nuera, Isabel II se mostró fría y ajena. Al principio de la relación entre su primogénito y Diana, la relación entre ambas mujeres era educada y formal. Isabel II la respetaba por ser la esposa de su hijo y futuro sucesor en el trono. Por su parte, Diana había logrado cambiar el miedo que su suegra le inspiraba por un respeto distante.
A medida que el matrimonio de su hijo se deterioraba también se deterioró la relación entre monarca y princesa. Como escribió la biógrafa Ingrid Steward, Diana solía aparecer sin previo aviso en el palacio para una audiencia con su suegra que era la reina: “Al principio, Isabel tuvo una visión tolerante de estas visitas no programadas”. Sin embargo, con el paso del tiempo y el desamor cada vez mayor de la pareja, la monarca comenzó a temer y detestar las reuniones con Diana. Después de un encuentro entre ambas, un ayudante le comentó: “La princesa lloró tres veces en media hora mientras esperaba verla” y la reina contestó con un tajante: “La tuve durante una hora y lloró sin parar”. El comentario se entiende porque Isabel cumplía a rajatabla esa regla impuesta a los Windsor que determina que ante los problemas familiares “Nunca te quejes, ni des explicaciones”, pero su nuera, no.
Después de la entrevista que Diana le dio a la BBC donde 23 millones de personas la escucharon contar que “había tres personas en su matrimonio” en referencia a la relación que Carlos mantenía con Camilla Parker Bowles, Isabel consultó con el arzobispo de Canterbury y les escribió una carta a cada uno de los príncipes de Gales instándolos a que se divorciaran. El acuerdo se concretó el 28 de agosto de 1996. Nadie podía imaginar que Diana moriría un año más tarde.
Ante la inesperada noticia de la muerte de su ex nuera y como Diana ya no pertenecía a la familia real, la monarca decidió que el fallecimiento debía tratarse de manera íntima y familiar. Los británicos opinaban muy distinto. Cientos de personas comenzaron a dejar flores en la puerta del Palacio de Buckingham y Kensington. La televisión mostraba a una multitud que se acercaba a la reja del Palacio llorando la muerte de Diana. Las flores, las tarjetas con mensajes de cariño se acumulaban junto a osos de peluche. Más de un millón de flores fueron depositadas en las puertas de Kensington donde la princesa había vivido. En las residencias reales de todo el país y en las embajadas británicas del mundo, la gente hacía largas filas ante unos librotes forrados en cuero negro para escribir sus condolencias y expresar su tristeza.
El dolor se palpaba en las calles del Reino Unido. La gente despedía a esa princesa que fue la primera que se animó a estrechar sus manos sin usar guantes, que llevaba a sus hijos al colegio, la que rompió la distancia que los miembros de la familia real estaban acostumbrados a mantener con sus “súbditos” británicos.
Ante el dolor colectivo, se comenzó a cuestionar a esa familia real que permanecía en un silencio que no se percibía como doloroso e íntimo sino distante, frío y acaso inhumano. Ni en Balmoral ni en Buckingham se había izado la bandera a media asta en señal de luto, algo que se percibió como una falta de respeto. En en los oficios religiosos de todas las iglesias de Reino Unido se mencionaba a Diana, y en algunas hasta se llevaron a cabo ceremonias especiales, pero el Palacio no rompía su silencio. Un silencio que empezaba a hacer mucho ruido.
La monarquía comenzó a ser cuestionada, primero en las casa, luego en la prensa, en las calles, en los bares, en todos los sitios. Fue Tony Blair, un joven primer ministro, laborista y que estaba en el cargo hacia apenas cuatro meses quien “vio lo que se venía venir”. Preparó un discurso en el que, por primera vez, utilizó un “título” que quedó para siempre. Llamó a Diana, la princesa del pueblo.
Los ciudadanos se preguntan dónde se escondía la reina y las encuestas eran cada vez más implacables con la actitud de los Windsor. Blair volvió al Palacio y le explicó a la monarca la gravedad de la situación. Ella lo escucha, comprende. Como abuela desearía preservar a sus nietos de tanto dolor, por eso hace días que ordenó que se oculten los diarios y que ni televisores ni radios se vean o escuchen en al Palacio. Pero como Reina sabe que debe reinar y por eso decide actuar con gestos nunca antes vistos en la monarquía británica.
El 5 de septiembre, vestida de negro y frente a una ventana abierta por la que se veía una multitud concentrada frente a la entrada del palacio de Buckingham, la reina Isabel pronunció un discurso por televisión. Fue un gesto extraordinario porque, como recuerda el portal de la BBC, al margen de los mensajes de Navidad, solo había hablado en televisión, en 1991, con motivo de la guerra del Golfo. En este discurso transmitido en vivo, definió a Diana como “un ser humano excepcional” y aseguró que la admiraba y respetaba por su energía y compromiso con los demás, y especialmente por su devoción a sus dos hijos. Para cerrar con un “Nadie que conociera a Diana la olvidará jamás”.
Después de su discurso, la monarca junto a su esposo fueron hasta las puertas de Buckingham para observar las flores que dejaba la gente, visitaron el Palacio de St. James, donde se encontraba el féretro, y saludaron a la multitud que hacía cola para firmar en el libro de condolencias.
Al mismo tiempo se ordenó que la bandera británica ondeara a media asta en el Palacio de Buckingham. Otro gesto inusitado y que rompió el rígido protocolo fue aceptar que el estandarte real fuera colocado sobre el féretro que contenía los restos de la princesa. La bandera se guardaba para los funerales de miembros de la familia real y Diana ya no pertenecía. Pero el estandarte cubrió su ataúd desde que se inició la repatriación de su cuerpo desde París hasta Londres.
Fue el militar Charles Richie, destinado en la embajada británica en Francia en aquella época, quien -según contó en una entrevista al canal Sky- tomó la decisión de utilizar el estandarte bajo su responsabilidad y pese a que estaba rompiendo el protocolo. Su osadía lejos de ser reprendida fue agradecida. “El embajador recibió una comunicación oficial pidiéndole que me agradeciera la decisión poco convencional que había tomado”, contó Richie.
Otra actitud que mostró un complejo equilibrio entre “sensatez y sentimientos” fue la participación de William y Harry -que tenían 15 y 12 años- en el cortejo fúnebre que recorría las calles de Londres. Aunque príncipes no dejaban de ser dos adolescentes que habían perdido a su mamá. ¿Era necesario exponerlos? La respuesta fue sí, pero cuidándolos. Así caminaron al lado de su padre, pero también junto a Felipe que con 75 años mostró su entereza como royal pero su humanidad como abuelo acompañando a sus nietos. En la misma línea estuvo Charles Spencer, hermano de Diana y tío de los príncipes.
Años después William admitiría que esa caminata ante dos millones de personas fue “una de las cosas más duras que he hecho nunca”, y que usó su flequillo como una “manta de seguridad”. Durante lo que llamó un “largo y solitario paseo” aseguró que sintió que: “Si miraba al suelo con el pelo sobre mi cara, nadie podría verme”, según contó en el documental de la BBC Diana, 7 days. En el mismo documental reveló que “No fue una decisión sencilla y fue algo así como el fruto de una conversación familiar. Había que mantener un equilibrio entre el deber y la familia, y eso es lo que hicimos”.
De ese día, Harry recordó en Newsweek que caminar tras el ataúd de su madre era algo que “no se le debería pedir” a ningún niño, pero en el documental había asegurado que no tenía opinión sobre si participar había sido correcto o no, pero que mirando atrás, está satisfecho de haberlo hecho.
Un último gesto que duró apenas unos segundos sirvió para salvar siglos de monarquía. Cuando el féretro de Diana pasó frente al palacio de Buckingham, la reina Isabel II inclinó levemente su cabeza. Según el protocolo, la monarca no estaba obligada a realizar esa muestra de cortesía ante otras personas, pero sí lo debían hacer ante ella. Su gesto valió más que mil palabras y la reconcilió con ese pueblo que se quedaba sin princesa pero que volvió a respetar a su reina.
SEGUIR LEYENDO