Si de algo se puede jactar la familia real británica es que no tiene problemas de vivienda. De hecho, la reina Isabel II es una de las mayores terratenientes del planeta. Como relató Infobae, la monarca recibió de su padre una colección de tierras y propiedades en los territorios de Inglaterra, Gales e Irlanda del Norte. Sin embargo, no es la dueña absoluta, como tampoco lo fueron sus antepasados, de todas esas propiedades. La mayoría del patrimonio inmobiliario de los Windsor pertenece al Estado británico y se gestiona a través del Crown State, las propiedades inmobiliarias comerciales de la corona. Sí es dueña de algunos de los palacios más emblemáticos como el de Buckingham, en el corazón de Londres, o el Castillo de Windsor.
Pero no todos son beneficios. A diferencia de cualquier propietario, Isabel II no puede gestionar según desee sus castillos y palacios, ni mucho menos venderlos. Eso sí, recibe alrededor de 15%, de las ganancias que generan y el resto va a las arcas del Estado. Gracias a que hace más de 250 años el rey Jorge III suscribió que la familia real tiene derecho a ese patrimonio inmobiliario, y que todos sus miembros residan habitualmente en esos edificios sin preocuparse por vencimiento de alquileres, escrituras ni garantías. La reina ocupa el Palacio de Buckingham, el príncipe Carlos vive junto a su esposa en Clarence House, los duques de Cambridge residen en el Palacio de Kensington, y el resto de los Windsor se instalan en otros edificios. Para descansar eligen algunas de sus más de veinte propiedades, entre ellas el castillo de Mey. La fortaleza no se lleva el título de la “más imponente” y mucho menos de la “más conocida” o “visitada”, pero sí puede ostentar la historia “más curiosa” o tenebrosa, según juzgará el lector al finalizar la nota.
Para los seguidores de la serie The Crown, el lugar no resulta un completo desconocido. Uno de los capítulos muestra de modo bastante fidedigno cómo la propiedad pasó a formar parte del patrimonio mobiliario de los Windsor. La reina Isabel, madre de la actual monarca, se encontraba sola y apesadumbrada luego de la muerte de su esposo, el rey Jorge. Sin mucho que hacer en Londres y quizás con demasiados recuerdos rodeándola, decidió pasar una temporada en Escocia. Para hospedarse eligió Northern Gate, (la Casa de la Puerta Norte) en Dunnet Head (Escocia). La señorial residencia, construida en 1894, había sido comprada en 1948 por el comandante Clare y su esposa, Lady Doris Vyner. La mujer era la mejor amiga íntima de la monarca; como buena amiga y conocedora de su tristeza la invitó a pasar unos días con ellos.
La reina aceptó la invitación. Ya instalada, una mañana miró hacia el este desde una de las ventanas del piso superior y vio la torre del entonces Castillo Barrogill a 3 millas de distancia. Ubicado en una península y rodeado en casi todos los lados por el mar era tan bello como imponente. Se lo comentó a sus amigos que le contaron que aunque pertenecía al Capitán Imbert-Terry estaba desocupado. Como la vieron interesada en conocer la propiedad, llamaron al dueño y arreglaron una visita.
Al llegar al castillo, la monarca comprobó que el lugar estaba en ruinas. Vaya a saber si en ese momento o antes, alguien le contó o ella averiguó la historia del lugar. La historia la llevó al siglo XVI cuando George, cuarto conde de Caithness, decidió construirlo para su segundo hijo, William Sinclair. Uno podría pensar pero qué padre tan amoroso y generoso, pero espere el lector que la historia sigue.
En el mismo lugar que el segundo hijo moraba, el primero vivía prisionero. John Sinclair, el primogénito se había querido rebelar contra su padre que -como castigo- decidió encerrarlo por seis años en ese castillo construido como regalo para el segundo. Para sumar crueldad ordenó que solo lo alimentaran con carne salada y que le dieran muy poca agua para beber. Aunque en pésimas condiciones, al parecer John planeó escaparse, pero William se enteró y se lo contó a su padre. El hombre cambió la sentencia a prisión por otra de muerte y mandó asesinar a su hijo. Con los años, el hijo de John crecería y vengaría a su padre asesinado matando a sus asesinos. Si en esa época hubiera vivido Freud se hubiera hecho un festín con semejante familia.
Casi cien años después de la muerte de John; George, quinto conde de Sinclair, era amo y señor del lugar. Tenía una hija, Isabel. La muchacha no organizó una rebelión militar sino algo que para el padre resultó mucho peor: se enamoró de un labrador. Ya sabemos que a veces es más fácil derribar un castillo que un prejuicio. Cuando el padre se enteró que su hija amaba a un persona considerada no solo de una casta inferior sino lisa y llanamente un ser inferior, se enfureció. La terapia familiar no era una opción así que decidió encerrar a su hija en la torre del castillo. En su habitación de ventanas con plomo, Isabel lloraba su pena hasta que decidió no llorar más. Sintió que la vida sin el amor de su vida no valía la pena y se arrojó por la ventana. Desde entonces, dicen que el fantasma de la muchacha ronda por los pasillos protegiendo amantes.
A medida que pasó el tiempo, los señores feudales fueron perdiendo su poder. La decadencia se empezó a notar en la fortaleza. En una de las últimas batallas entre clanes, el lugar fue asaltado y se destruyeron paredes, puertas, muebles y pisos.
Para 1952, cuando lo visitó la reina madre, la construcción estaba semi abandonada. Por su ubicación, el impacto de los fuertes vientos y la erosión de los acantilados que rodean el mar había arruinado su estructura mucho más que las guerras de clanes. A la monarca no le importó. Quedó fascinada con esa fortaleza aislada, vaya a saber si no se sintió identificada. Decidió que sería un lugar ideal para pasar vacaciones.
Según cuentan, la madre de Isabel II pagó por el castillo una suma simbólica de una 1 £, mientras que otros sugieren que pagó hasta 100 £. El complejo estaba en ruinas y la monarca inició las tareas de restauración. Lo primero que hizo fue colocar instalaciones para que llegara la electricidad y el agua potable. Porque una cosa era comprar un castillo medieval y otro vivir en condiciones medievales. Tuvo que impermeabilizar techos y realizar taras de pintura y revocar paredes. El deterioro era tal que las tareas completas de restauración llevaron ocho años. Recién se concluyeron en 1960.
Que no estuviera perfecto no significaba que no fuera habitable. Desde 1955 hasta su muerte en 2002, la reina madre solía pasar sus vacaciones en el lugar. Se quedaba tres semanas en agosto y diez días en octubre. Según relata el portal Monarquías, la biblioteca era su sala de estar privada y el lugar elegido para disfrutar sus comedias británicas favoritas Fawlty Towers y Dad’s Army.
Aunque la monarca describía el lugar como “mi pequeño y querido castillo”, sus familiares lo llamaban “la heladera”. Las corrientes de aire y el viento del mar, más un lugar imposible de calefaccionar transformaban a sus habitaciones en lugares donde el frío se instalaba. Según cuentan, harta de pasar frío, la princesa Margarita un día le dijo a su madre: “No entiendo por qué tienes un lugar tan horrible como el Castillo de Mey”. A lo que la reina le respondió: “Bueno, cariño, no necesitas volver”.
Cuando en el año 2002 falleció la monarca, el castillo de Mey pasó a ser propiedad de la Castle of Mey Trust, una organización dedicada a la conservación del edificio y sus jardines. El príncipe de Gales es su presidente y suele pasar en el lugar algunas de sus vacaciones con Camilla. Par solventar los gastos del castillo, a Carlos se le ocurrió una ingeniosa idea. En sus enormes jardines el príncipe Carlos abrió un bed & breakfast de 10 habitaciones.
El hotel está decorado con numerosos cuadros de la evolución del castillo, pero no hay indicios de sus fantasmas. También se exhibe un telegrama que la reina madre envió al yate real pidiendo provisiones. “Hay una grave escasez de limones. Pueden traer un par”, dice el texto más práctico que royal. Si se desea pasar la noche habrá que desembolsar cerca de 160 libras por noche, unos 25760 pesos. Las mascotas son bienvenidas pero no se les permite alojarse. Los lugareños aseguran que se debe programar la visita en un día cálido porque el viento marino recuerda en todo momento que al lugar lo apodaron la heladera. Impuntuales mejor abstenerse, el tiempo de recorrido está rigurosamente cronometrado y no se inicia la visita antes de lo establecido por más que llueva, truene o un fantasma asuste por los pasillos.
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