“Vanidad de vanidades, todo es vanidad”, afirma el libro del Eclesiastés y vaya a sabe si fue eso lo que convenció a Katherine Lucy Mary Worsley, duquesa de Kent, a renunciar a su título de alteza real para que la llamen solo Kathe. Quizá la vanidad o justamente la falta de ella fue la que la llevó a exhibir su título de docente recibida en Oxford, pero ocultar el de noble. Fue ese día que se anotó como profesora de música en una escuela ni famosa ni prestigiosa, pero sí llena de alumnos con ganas de aprender. Hoy con 89 años, la mujer que en los 60 impactaba por su belleza, la primera noble que se animó a usar minifalda, la que en su boda propició el noviazgo de Sofía y Juan Carlos, futuros reyes de España, y que en 1994 se convirtió al catolicismo -algo que no ocurría en la familia real desde 1701- elige una vida alejada de pompas y boatos pero convencida de que “la vejez debería ser el momento más feliz de la vida”.
Aunque no protagoniza ninguna temporada de The Crown, la vida de Katherine Worsley merecería no solo un capítulo sino una temporada entera. Se casó con Edward George Nicholas Patrick Paul, duque de Kent y primo hermano -además de favorito- de la reina Isabel. La muchacha no era de la realeza pero creció en un lugar de cuento. Su abuelo, John Brunner fundó una compañía de pinturas y productos químicos que sus hijos y nietos transformaron en una de las más poderosas del Reino Unido. Llegó a tener 32 mil empleados. Entre sus antepasados estaba Oliver Cromwell, el político que en el siglo XVII y por su poder fue llamado “el rey sin corona”.
Hija única, la niña creció en una mansión de Yorkshire rodeada de colinas, bosques y campos de criquet. El fotógrafo Cecil Beaton que solía visitar a la familia, la describió una vez como “la chica perfecta al aire libre”. Katherine no asistió a la escuela hasta los diez años. Que no recibiera educación formal no significaba que no recibiera educación. En su casa aprendió a tocar el piano, el órgano y el violín; además, como tenía una hermosa voz, recibió clases de canto. Al terminar el secundario intentó entrar a la Real Academia de Música pero como no lo consiguió se tuvo que contentar con ser alumna de Oxford.
Mientras estudiaba le quedaba tiempo también para divertirse. En una fiesta conoció a un militar muy atractivo que paraba en un regimiento de la zona. Resultó ser el duque de Kent. Se enamoraron. El duque quedó encantando con esa joven que pudiendo dedicarse a la nada misma daba clases de música y hasta había trabajado en una guardería.
A la madre del duque no le gustó la idea de que su hijo se casara con una plebeya por más millonaria y autónoma que fuera y lo mandó a estudiar a Alemania. La distancia impuesta no apagó el amor sino que se acrecentó. Anunciaron el compromiso en marzo de 1961 y se casaron en junio.
A la futura suegra le esperaba otro “disgusto”. Los novios en lugar de elegir la abadía de Westminster, la catedral de San Pablo, la capilla real de St. James o la capilla de San Jorge en Windsor, para realizar la boda prefirieron la histórica York Minster situada en el condado natal de Kate y donde no se había celebrado una boda real desde hacía 600 años. Y sí, lector esos son los problemas de la realeza.
La boda fue un megaevento. Los expertos en moda estaban muy atentos a qué haría la novia. Es que Katherine era lo que hoy llamaríamos una “influencer”, alguien que marcaba tendencia. Solía figurar en las famosas y temidas listas de “las mejores vestidas”. A su vez se animaba a romper tradiciones como la tarde que apareció en un evento con la prenda furor de los 60: la minifalda, lo que la convirtió en la primera royal en ser fotografiada con esa prenda.
Para su boda eligió un diseño de John Cavanagh de escote de cuello redondo y mangas ajustadas, falda abultada y cola de cuatro metros. Aunque hermoso, la novia pasó varias horas practicando cómo moverse en un vestido tan imponente como complejo para maniobrar. Es que ya sabemos que por más royals que seas muchas veces la moda… incomoda.
La boda no solo era un evento fashion también todo un acontecimiento para los seguidores del mundo de la realeza. La lista de invitados no podía ser más top. La encabezó la mismísima reina Isabel que asistió con su marido, Felipe y sus hijos, Carlos y Ana, que ofició de dama de honor. Tampoco se quisieron perder evento y banquete los miembros de las casas reales de Dinamarca, Grecia, los Países Bajos y Noruega. Un dato más: fue en la recepción que se produjo el amor a “segunda vista” o “amor a primera conveniencia” entre Juan Carlos de España y Sofía de Grecia. El protocolo indicó que debían compartir mesa. “Le tenía por gamberro, pero esa noche me di cuenta de que tenía una hondura que no sospechaba. Al final me sacó a bailar, un fox lento. Bailamos despacito y en silencio”, recordaría ella muchos años y sinsabores después.
Luego del matrimonio, Katherine recibió el título de “Su Alteza Real, la Duquesa de Kent”, que quizá no será muy útil pero no se puede negar que sí es rimbombante. Según el portal Monarquías, como joven esposa de un oficial del Ejército, acompañó al duque cuando lo enviaron a Hong Kong y Alemania. Sir Richard Buckley fue testigo de la influencia positiva de Katherine sobre su esposo, quien era bastante tímido. Katharine, que era “una duquesa moderna y una gran admiradora de Pink Floyd”, le dio confianza al príncipe. Tuvieron tres hijos, George, Helen y Nicholas.
En 1975, el matrimonio se mostró feliz con una noticia. Kate estaba embarazada de su cuarto hijo. El embarazo transcurría bien, pero contrajo sarampión y sufrió un aborto espontáneo. Dos años después volvió a quedar embarazada. El embarazo llegó a término pero el bebé nació muerto. “Tuvo el efecto más devastador en mí”, reveló en una entrevista años más tarde. “No tenía idea de lo terrible que podía ser para una mujer. Me hice extremadamente comprensiva con otros que sufren el nacimiento de un bebé muerto”.
La tristeza comenzó a rondarla hasta que finalmente la atrapó. Para salir de ese dolor que no sangra pero desangra como es la depresión pidió ayuda. Durante siete meses permaneció en una institución que la acompañó para sanar. “Fue algo horrible lo que sucedió y no pensé que debía darme tiempo para superarlo. No fue un buen período, pero una vez que salí y volví a un estado de normalidad, rápidamente me di cuenta de que a muchas personas les sucede. Nunca he tenido depresión desde entonces”, contaría muchos años y lágrimas después.
Como miembro de la familia real, la duquesa solía cumplir funciones protocolares. Su rol fundamental era en el tradicional torneo de Wimbledon donde se encargaba de entregar el trofeo. No se limitó a ser una figurita decorativa. Fue una de las impulsoras para dejar de lado la tradición que exigía que los jugadores -británicos o no- hicieran una reverencia al pasar por el palco real y la primera que permitió que los niños accedieran a ese selectivo lugar.
Romper con las tradiciones de Wimbledon fue osado, pero dejar la fe anglicana para convertirse al catolicismo fue un acto que sacudió a la familia real. “Me encantan las pautas y la Iglesia Católica te ofrece pautas. Siempre he querido eso en mi vida. Me gusta saber qué se espera de mí. Me gusta que me digan: irás a la iglesia el domingo y si no lo haces, ¡te lo perderás!”, fue la razón entre extraña y curiosa que dio sobre su cambio de creencia, algo que ningún miembro de la realeza británica hacía desde 1685.
Ante la decisión de Kate, la reina Isabel se mostró tolerante y sabia. No solo respetó la decisión de la esposa de su primo favorito sino que decidió no modificar los derechos sucesorios de su pariente. Al fin de cuentas no era tan complejo ya que el duque ocupa el puesto número 39 en la sucesión al trono.
Convencida de que lo importante son las obras más que los nombres, la duquesa fue por más y decidió renunciar al tratamiento de Alteza Real, para ser simplemente “Katherine Kent”. “No me gusta ser una figura pública y lo digo con mucha humildad”, reveló en una entrevista. “Es mi naturaleza, la forma en que nací. Me gusta hacer las cosas en silencio detrás de las escenas. Soy una persona muy tímida”.
Abandonar los títulos no implica abandonar los afectos, por eso asistió feliz a la boda del príncipe Guillermo con Kate Middleton. Ella y su esposo fueron uno de los pocos invitados que la reina Isabel pidió que estuvieran presentes en los funerales del príncipe Felipe.
Al abandonar sus deberes con la familia real, Kathe retomó a su primer gran amor y pasión: la música. Con su título de duquesa olvidado pero el de docente vigente se postuló para el puesto de profesora de música en la escuela primaria Wansbeck en la ciudad de Kingston upon Hull que cuenta con un progresista programa de inclusión de chicos con dificultades.
“Los niños de primaria son como pequeñas esponjas. Tienen muchas ganas de aprender, por lo que enseñarles es muy satisfactorio”, contó sobre su decisión de enseñar. Como docente durante años mantuvo en secreto sus lazos con la familia real, pocos miembros de la escuela sabían que estaban ante una mujer que tomaba el té con la reina. Para ellos solo era “Mrs Kent”. Supieron su identidad cuando ella concedió una entrevista a la BBC. Conocedora del poder sanador de la música no dudó en trabajar como voluntaria dando clases a los chicos que vivían en el edificio Greenfeld, que se incendió en 2017. Además creó Future talent, una fundación que trata de ayudar a los niños con aptitudes musicales a desarrollar su talento en el futuro.
Hasta 2017 y con 85 años seguía dando clases en una escuela de media jornada y como profesora particular de piano. La mujer que se codeaba con reyes y millonarios asegura que ser docente “es un privilegio. Para mí, es uno de los trabajos más emocionantes que alguien puede hacer”. Solo por esta declaración y aunque ya no quiera que la llamen alteza, merece nuestra reverencia. Porque como ella misma le repite a sus alumnos “¿De qué se trata el mundo? No de las posesiones sino de personas que se cuidan unas a otras”.
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