El 6 de febrero de 1952, la princesa Isabel seguramente se sentía feliz. De visita oficial en Nairobi, y una vez cumplida su agenda oficial, había logrado dejar por unos días su rol de princesa para disfrutar el de mujer joven, casada con el hombre que amaba. Aunque no era una segunda luna de miel, con Felipe sintieron que era un recreo en sus actividades. Fueron a la selva de Aberdare, donde Isabel decidió pasar la noche en unos austeros refugios de madera construidos sobre las copas de los árboles y que permitían observar mejor a elefantes, monos y rinocerontes en libertad. Mientras con su cámara grababa imágenes del amanecer, su corazón grababa buenos recuerdos. No sabía, ni siquiera intuía, que esas serían sus últimas horas donde haría lo que quería antes de lo que debía. Esa noche su padre, el rey Jorge VI moría en Sandringham. Isabel, que había partido a Kenia como princesa, regresaba a su país convertida en reina. El 2 de junio de 1953 sería coronada. Para los británicos fue un día histórico, pero para ella esa corona magnífica, compuesta de diamantes, fue un peso enorme. No solo por su simbolismo, sino porque sus dos kilos de peso casi le rompen el cuello.
Al nacer Isabel, el 21 de abril de 1926, sus posibilidades de reinar parecían remotas. La corona le correspondía primero a su tío Eduardo, segundo a sus posibles descendientes, luego a Jorge, su padre y recién después a ella. Pero el primer heredero se enamoró de Wallis Simpson, una divorciada estadounidense y su hermano y padre de Isabel heredó el trono. El rey Jorge venció su tartamudez y se convirtió en el gran apoyo moral para su pueblo durante la Segunda Guerra Mundial. En 1945, el conflicto armado terminó, pero empezó una etapa dura y compleja: la reconstrucción del país. La escasez de alimentos, sobre todo azúcar y carne eran cotidianas; los edificios destruidos por los bombardeos seguían siendo mudos testigos que el horror había pasado, pero sus secuelas no.
El orgullo de la nación tampoco pasaba su mejor momento. El imperio británico se desmembraba y su lugar de primera potencia mundial, lo ocupaba el país que había sido su colonia: Estados Unidos. Ante el alicaído ánimo se necesitaba una inyección de optimismo que les recordara las glorias pasadas. Ganar un mundial de fútbol era impensado e insuficiente y mandar a la Armada a pelear a unas lejanas islas en el Atlántico Sur, también. Si la muerte del rey Jorge era una crisis, la coronación de su hija resultó una oportunidad. La ceremonia podría presentarse como un resurgir de las cenizas. Cuando en el Reino Unido la situación anda mal, la gente culpa a los políticos, pero si va bien gritan “Dios salve a la reina”. Con su coronación, la reina los salvaría.
La ceremonia se llevó a cabo 16 meses después de la muerte del rey porque se debía guardar el luto correspondiente. Isabel tenía apenas 25 años, aunque había dado muestras de su valentía durante la guerra -trabajó como mecánica del ejército y se negó a abandonar el país- muchos dudaban si podría cumplir con sus funciones monárquicas. Pronto, las dudas se disiparían.
El día de la coronación comenzó con el desfile desde el Palacio de Buckingham hacia la Abadía de Westminster, que desde el año 1066 era el lugar donde se entronizaba a los reyes. Pese a la lluvia torrencial cerca de tres millones de británicos se volcaron a las calles para ver pasar a su futura reina. Créase o no, cuando el desfile comenzó, la lluvia cesó. Una banda militar encabezó la marcha, lo seguían grupos de las fuerzas armadas, los jefes de estado y miembros de la realeza invitados y por último la futura reina en la Carroza Oficial de Oro.
La gente miraba extasiada ese carromato imponente construido en 1762, tirado por ocho caballos, con su interior de terciopelo y raso y su exterior, laminado con hojas de oro. Pero si se miraba con un poco más de atención, la imagen no dejaba de dar pena. Porque en la carroza, Isabel iba solita y sola. No la acompañaba ni Felipe, su esposo, ni su hijo Carlos de 5 años, ni su hija Ana, de tres. Solo ella y sus pensamientos y también su incomodidad. Porque si bien la carroza era imponente no dejaba de ser un carromato de 300 años. Lindo, pero sin amortiguadores, freno de mano, aire acondicionado y sobre todo mullidas butacas. Isabel debe haber entendido por qué su padre decía que su viaje a la coronación había sido “uno de los paseos más incómodos que tuve en mi vida”. Muchos años después ella reconocería que la carroza sería muy linda pero los asientos “solo estaban hechos de cuero, no eran muy cómodos”. Sola, incómoda, vaya a saber si no fue la manera que el destino eligió para anunciarle lo que sería su futuro.
Al llegar a la Abadía, la futura reina entró majestuosa pero sola; por rango “Ninguna mano le ofrece su apoyo”. Ocho mil invitados la esperaban, la capacidad del lugar era de dos mil y tuvieron que apretujarse. Un gran problema fueron los baños porque nobles y poderosos no dejan de tener necesidades humanas. Se instalaron retretes portátiles en los patios de la Westminster pero se los forró con terciopelo azul para no perder el glamour.
Isabel usó un vestido de seda blanco que llevaba bordados los emblemas florales de las distintas naciones de la Commonwealth en hilos de oro y plata, perlas, lentejuelas y pequeños cristales. Sir Norman Hartnell, el creador del “atuendo joya” incluyó un trébol de cuatro hojas en la falda, colocado estratégicamente para que la mano de la reina se posara sobre él durante la ceremonia. Antes del diseño definitivo, Hartnell le entregó nueve propuestas a Isabel. Ella aceptó ocho y solo pidió que los bordados tuvieran más colores y no únicamente plateado. El diseño final incluyó perlas cultivadas y diamantes rosas. El vestido resultó tan imponente que Isabel lo volvería a usar en su gira de presentación por la Commonwealth. Según contó su dama de compañía por aquel entonces, lady Pamela Hicks, el atuendo contaba con su camarote propio en el barco real.
No menos impactante fue el Manto del Estado, que llevó sobre sus hombros, una capa de terciopelo de cinco metros de largo y donde se visualizaban espigas de trigo y ramas de olivo, símbolos de la prosperidad y la paz, bordados con 18 tipos diferentes de hilo de oro. Doce bordadoras trabajaron 3500 horas para confeccionarla. Por su peso, seis damas de honor la ayudaron a llevarla. Tanto el vestido como el manto eran majestuosos pero llevarlos resultó casi casi que una tortura. La rigidez y el peso los convertían en una prisión de tela para caminar o moverse. “En un momento estaba yendo hacia la alfombra y casi no podía moverme”, reconocería Isabel.
Aunque casi no se veían, los zapatos también eran dignos no de Cenicienta sino de una reina. El par estaba confeccionado en piel dorada con la flor de lis en el empeine y la Corona Imperial del Estado. El tacón estaba cuajado de rubíes. No sabemos si eran cómodos, pero costosos sí.
Aunque la ceremonia cumplía con tradiciones de siglo, Felipe de Edimburgo decidió incorporar un elemento que en ese momento era revolucionario: la televisión. El duque logró televisar la ceremonia, lo que duplicó la venta de aparatos en el Reino Unido. Más de veinte millones de personas, el 40 por ciento de la población del Reino Unido de ese momento lo vio por las pantallas en el living de sus casas.
La ceremonia fue presidida por el arzobispo de Canterbury, como lo hicieron sus antecesores desde el año 1066. Comenzó con el anuncio que Isabel II era la nueva reina de Inglaterra, luego ella prestó juramente y por último, se realizó la unción. Cuando la reina recibió los óleos sagrados, una manta tapó las imágenes porque se consideraba que era un momento de conexión de la monarca directamente con Dios y sin ángeles o querubines que intermediaran.
Luego llegó la coronación. El arzobispo colocó sobre la cabeza de Isabel la corona de St Edward. Como una alegoría de lo que vendría, la joya era maravillosa para mirar pero no para llevar. Realizada en 1661, de oro puro, mide 31, 5 centímetros y pesa más de dos kilos. Está compuesta por 2868 diamantes, 17 zafiros, 11 esmeraldas, 269 perlas y 4 rubíes. Aunque se la modificó para que luciera más pequeña y femenina, Isabel no podía mirar hacia abajo sin romperse el cuello por el peso de semejante joya. Desde ese día aprendió que con ese tipo de corona debe memorizar los discursos que pronuncia. Si se agachara para leer, el peso le rompería el cuello.
Después de la corona le entregaron el orbe, también hecho en 1661, una esfera de oro hueca con una banda cubierta de diamantes, esmeraldas, rubíes, zafiros y perlas que simboliza el rol del monarca como defensor de la fe. En su dedo le colocaron el “anillo de bodas de Inglaterra”. Una vieja tradición asegura que cuanto más duela ese anillo puesto, más largo será el reinado. Por lo que intuimos ese anillo debe haber dolido muchísimo.
Para finalizar le entregaron el cetro que representa su poder como monarca y que contiene el diamante tallado más grande del mundo, la Estrella de África. Ya con todos sus atributos escuchó: “Señores: aquí os presento a la reina Isabel, incontestable soberana vuestra, a quien todos habéis venido este día a rendir homenaje y jurar obediencia. ¿Están todos dispuestos a hacerlo?”, clamó el arzobispo de Canterbury. A lo que los británicos presentes contestaron: “¡Dios salve a la Reina!”
La ceremonia duró cuatro horas. Para poder soportarla sin deshidratarse algunos de los asistentes escondieron bebidas en sus sombreros. El evento fue cubierto por más de 2000 periodistas y 500 fotógrafos de 92 naciones del mundo. Después de la ceremonia, la reina volvió a Buckingham donde ahora sí acompañada por su familia saludó desde el balcón a la gente que la aclamaba.
Al terminar entró al palacio donde participó del “Banquete de la coronación”. Se sirvió un plato de pollo con arroz al curry que se llamó “pollo de la coronación”. A las cinco de la tarde y luego de varios cambios de horario por mal tiempo, 150 aviones militares sobrevolaron Buckingham para saludar a la joven soberana. A medianoche y por última vez, Isabel volvió a asomarse al balcón para saludar a la multitud.
Desde ese día Elizabeth Alexandra Mary es Isabel II, por la Gracia de Dios, del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte y de sus otros Reinos y Territorios Reina, Jefa de la Mancomunidad de Naciones y Defensora de la Fe; la monarca de una de las naciones más poderosas del planeta, que aunque reina no gobierna. No tiene derecho al voto, no puede postularse en elecciones, ni opinar sobre qué candidato o partido le gusta más y solo cumple un papel ceremonial.
Es la monarca que vio gobernar a trece primeros ministros, trece presidentes de Estados Unidos y seis papas. Llegó al trono cuando Winston Churchill ocupaba la residencia oficial de Downing Street, Joseph Stalin estaba en el Kremlin, y Harry S. Truman en la Casa Blanca. Sigue cuando la URSS ya no existe, un presidente negro logró ser presidente de Estados Unidos y un argentino fue elegido Papa.
Sesenta y nueve años después de su coronación, Isabel recuerda esa jornada como “algo horrible”. Pero ese día le prometió a su pueblo que su vida entera “ya sea larga o corta será dedicada a vuestro servicio y al servicio de nuestra gran familia imperial a la que pertenecemos”. Y si hay una certeza es que cumplió su promesa, por eso sus súbditos siguen gritando “Dios salve a la reina”.
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