Quizá cuando Carolina de Mónaco era pequeña detestaba que le contaran historias de princesas. Como las princesas de los cuentos, ella vivía en un hermoso palacio, rodeada de lujo y cosas bonitas, pero a diferencia de esas princesas que vivían cantando y bailando, ella no sabemos si se sentía infeliz pero sí bastante sola.
Como casi ningún niño del mundo, Carolina creció en un palacio. Como pocos niños en el mundo, no creció bajo la mirada amorosa de sus padres sino de su niñera. “Teníamos más contacto con ella que con nuestros padres”, recordó hace algunos años. A su padre, el príncipe Rainiero, y a su madre, la bellísima Grace Kelly solo tenía permitido verlos tres veces al día y no todos los días. Hasta que cumplió 14 años tuvo vedado compartir la mesa con ellos.
Maureen Wood había cumplido 19 años cuando los Grimaldi la contrataron para hacerse cargo de Carolina, que tenía un año, y de Alberto, su hermano menor recién nacido. Fue su niñera la que le enseñó a caminar y andar en bicicleta, la que la consoló en medio de una pesadilla y las que le organizó una mini cena de gala cuando Rainiero y Grace marcharon a la boda de los reyes de Grecia. Solo una vez al año, los principitos se separaban de Maureen para veranear junto a sus padres. Cuando Maureen se iba, Carolina y su hermano gritaban “¡no te vayas, no te vayas!” y estaban tristes varios días, tanto que en muchas ocasiones, Grace Kelly llamó a Wood para que volviera antes de sus vacaciones.
La vida en el palacio tenía más de cárcel que de fiesta. Carolina y su hermano no iban a una escuela sino que recibían clases particulares junto a otros tres chicos elegidos no por afinidad afectiva sino por pertenecer a familias de la aristocracia monegasca. Los amigos eran algo desconocido, Rainiero solía decirle a su hija que no debía confiar en los demás, excepto en su familia.
Carolina detestaba las sesiones de fotos oficiales porque se sentía “parte de un decorado”, pero amaba escabullirse a la biblioteca. Leía en francés e inglés. Le gustaban las clases de danza clásica y también las de natación y esquí. Cuando le preguntó a su mamá que algún día le gustaría ir a la universidad, ella cortó su deseo con un “estudiar no es para mujeres”. Recién a los doce años la anotaron en el colegio Saint-Maur, en Mónaco, y luego en, el St. Mary’s School Ascot, en Inglaterra, donde acudían todas las hijas de aristocracia europea. Años después elegiría para sus hijos un modelo de educación bien diferente: escuelas públicas y con chicos de todas las clases sociales.
Las vacaciones escolares solía pasarlas en la casa de sus abuelos maternos en Filadelfia o a algún campamento infantil estadounidense. Al terminar el secundario desoyó el mandato materno y decidió anotarse en la Sorbona. Se licenció en Filosofía pero también hizo cursos de biología y psicología. Se perfeccionó en idiomas, al inglés que hablaba con su madre, el francés que hablaba en el principado le sumó italiano, alemán y castellano.
Desde chica, Carolina aprendió que además de los custodios siempre la seguirían los paparazzi, pero al terminar la adolescencia pasó de ser la niña bonita para transformarse en la princesa deslumbrante. Heredera legítima de la belleza y elegancia de su madre sumó además un estilo que rompía moldes. Fue la primera princesa que dio una entrevista descalza en su cocina y la primera que se anotó en una universidad donde la elite intelectual era más importante que la elite aristocrática. Tanto que un profesor alguna vez le dijo: “estás ocupando el sitio de un estudiante digno”.
Tan bella como libre, tan elegante como natural, Carolina se transformó en “la princesa rebelde”, pero también en la mujer con la que los hombres amaban soñar y sin embargo ella sentía lo contrario. “Desde la edad de 14 años hasta los 30, o quizás incluso hasta un poco más tarde, estaba completamente convencida de que todo el mundo me detestaba. Y me decía a mí misma: ‘Si tanto me odian, que me dejen en paz de una vez. Si solo van a decir cosas horribles o crueles sobre mí, que me dejen tranquila. ¡No le he pedido nada a nadie!’. Reconozco que podía llegar a ser bastante agresiva”.
Carolina se había convertido en una joven y hermosa princesa cuyo reino eran las portadas de las revistas y nadie le disputaba ese trono. Fue entonces que conoció a Philippe Junot que no era de la aristocracia pero ostentaba el título de “emperador de la noche”. Se encontraron en un boliche de París. Cuando lo vio por primera vez se sintió terriblemente atraída por ese hombre, 17 años mayor, hijo de un poderoso empresario pero del que nadie sabía su profesión. “Es un futbolista”, “es un rico heredero”, “es un banquero”, decían algunos pero todos coincidían en “es un playboy”. A Junot le gustaba la noche, el lujo, las mujeres y lucir camisas abiertas que dejaban ver sus cadenas de oro.
Cuando Grace y Rainiero conocieron a semejante candidato pusieron el grito en el cielo. La primogénita siguió con su noviazgo y frente a la oposición de sus padres jugó fuerte. Fue fotografiada en topless junto a su prometido en la cubierta de un yate. La imagen recorrió el mundo, ante semejante presión no hubo vuelta atrás y los padres cedieron.
La boda fue el 29 de junio de 1978. Los novios recorriendo las calles del principado, vitoreados por los vecinos. La luna de miel fue en la Polinesia, pero el viaje fue registrado por distintos fotógrafos, al parecer avisados por el flamante esposo.
La vida de casados fue una sucesión de fiestas, viajes y eventos sociales. Pero ya lo dice el dicho “el zorro pierde el pelo pero no las mañas” y pronto comenzaron a trascender las infidelidades de Junot. A Carolina se la veía cada días más triste, demacrada y sola.
Pasaron apenas dos años y 41 días de la boda cuando el matrimonio se terminó. Una revista tituló “Se acabó el capricho”. Philippe reconoció que “Yo no era un hombre adecuado para Carolina. Pertenecemos a dos mundos distintos”. Al parecer, la decisión de conquistar a la princesa nació de una apuesta hecha con amigos en un cabaret de Mónaco. Algo que pesó cuando el Vaticano decidió anular el matrimonio entre el emperador de la noche y la princesa más bella de su tiempo.
Carolina vivió otros romances, con Roberto Rossellini, hijo del cineasta y con el tenista argentino, Guillermo Vilas. Siguió ocupando portadas pero el 13 de septiembre de 1982, la vida de los Grimaldi cambiaría para siempre. A los 52 años, Grace Kelly moría cuando su auto cayó por un barranco en un confuso accidente. Su hija con 25 años recibía el título de primera dama de Mónaco pero sobre todo dos tareas titánicas: suceder a su madre como representante del glamour del principado y sostener a su padre en su dolor infinito.
Otra vez una imagen de Carolina dio vuelta al mundo. Ya no era la novia feliz sino una muchacha vestida de luto riguroso que sin perder una pizca de su elegancia mostraba en su rostro todo el dolor de haber perdido a su madre.
En el verano de 1983, durante un crucero por Córcega, Carolina conoció a un apuesto italiano, Stefano Casiraghi. El muchacho de 23 años -tres menos que ella- no era de la nobleza pero sí de una familia millonaria del norte de Italia. Graduado en Economía, alegre, culto y buen mozo, ambos se enamoraron. El 29 de diciembre de 1983, seis meses después de conocerse se casaban por civil. Fue una ceremonia discreta y de apuro: Carolina estaba embarazada.
El 8 de junio de 1984 nació Andrea. Fue el primero de los tres hijos que tuvieron en cuatro años. El 3 de agosto de 1986 llegó Charlotte, y el 5 de septiembre de 1987 Pierre. Feliz y plena a Carolina ni siquiera le molestó que las normas eclesiásticas consideraran a sus hijos ilegítimos -algo que los excluía de la sucesión al trono- por no haberse casado por Iglesia.
Visiblemente enamorada, feliz con su familia parecía que Carolina por fin tenía lo que queremos todos: un gran amor, una linda familia y ningún problema económico. Al matrimonio se lo veía mimarse ya sea en un torneo de tenis, en el gran premio de Montecarlo o en las playas de Saint Tropez. Dispuesta a no repetir el modelo de familia perfecta para y distante para el abrazo, Carolina se divertía con un hijo a upa y los otros agarrados a su vestido. Las nannys podían ayudar pero jamás reemplazarla. Si de chica la obligaron a aparecer perfecta en las fotos oficiales, no exigió lo mismo para sus hijos. En las imágenes se la veía divertida haciendo malabares para que sus hijos se quedaran quietos y riendo sin disimulo.
El 3 de octubre de 1990, mientras Carolina realizaba compras en París, su esposo murió piloteando una lancha de offshore. La muerte enmudeció de dolor a la princesa tanto que fue su padre quien le explicó a sus nietos que se habían muerto Stefano. Tres días después, la pena era tan gigante que Carolina se descompuso en el funeral.
A la semana, visitó a la familia de su marido y el 19 de noviembre, rota de dolor, participó en una misa. Después se exilió/escapó/escondió en Saint Remy, un poblado en la Provenza francesa. Se mudó a una granja, se dedicó a sus hijos, cambió su yate por un bote, el caviar por un sándwich, el ruido por el silencio; la princesa rebelde, la más linda de todas se convirtió en la “viuda de Europa”, la mujer de los ojos tristes y el alma rota.
Pasó un tiempo y a Carolina se la volvió a ver acompañada de Vincent Lindon, un actor francés. Hasta que una noticia otra vez dio la vuelta al mundo: su romance con el príncipe Ernesto Augusto de Hannover.
El príncipe parecía un gran candidato, pertenecía a una de las familias nobles más importantes de Europa. Pero había un pequeño detalle: estaba casado con Chantal Hochuli, una de las mejores amigas de Carolina. El estrés provocado por una relación que comenzó clandestina provocó que la princesa comenzara a perder su cabello. Para ocultar el problema en galas y eventos aparecía con pañuelos y turbantes, lo increíble/maravilloso es que seguía igual de elegante e incluso logró imponer ese look.
El 23 de enero de 1999 sorprendió a todos cuando se casó con Hannover. A los 6 meses nació Alexandra. Durante 10 años participaron de viajes y bodas reales y también protagonizaron algún papelón como cuando Carolina apareció sola en la boda de Felipe de España y Letizia porque su esposo se quedó en el hotel superando una resaca.
Los problemas con el alcohol del marido, su mal carácter y sus constantes “deslices” -léase engaños- hartaron a Carolina. El matrimonio llegó a su fin en 2009, tras varias infidelidades por parte del príncipe, quien incluso fue fotografiado a los besos con otra mujer en una playa de Tailandia, mientras ella estaba esquiando con sus hijos. Separada de hecho nunca se divorció de derecho. Según dicen es para conservar el título de princesa de Hannover y sobre todo, las propiedades.
Si como esposa, Carolina las pasó feas, como madre le fue mejor. Su hijo Andrea se casó con Tatiana Santa Domingo, una bella multimillonaria. Pierre se casó con Beatrice Borromeo, una elegante aristócrata italiana. Charlotte que heredó esa belleza categoría premium resultó más díscola. Vivió varios romances y tuvo un hijo con el actor francés Gad Elmaleh, pero en 2019 se casó con el productor francés Dimitri Rassam y desde entonces lleva una vida tranquila y sin escándalos.
Con 65 años, Carolina sigue marcando tendencia con su elegancia y estilo. Continúa detestando a los paparazzi pero se resigna a “sonreír para la foto”. Parece que por fin encontró el equilibrio entre la vida que quiere vivir y la que le toca vivir o simplemente aprendió a vivir aferrada al hechizo de una sonrisa. Quizá porque sabe que cuando lloraste tanto, a veces algo es mucho.
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