Si el destino está escrito algunas personas se ocupan y preocupan por reescribirlo o al menos torcerlo un poco. El de Eduardo de Gales parecía señalado desde que nació: como hijo primogénito de Jorge V y su esposa María, era el heredero natural al trono británico. Sus padres se preocuparon en brindarle una educación acorde a su destino.
A Eduardo inteligencia no le faltaba -aunque sí constancia y responsabilidad- y sobresalía por su simpatía y sociabilidad. Buen mozo, alegre y desprejuiciado tuvo varios romances con bellas mujeres y la mayoría casadas. Su secretario llegó a decir que creía que “por alguna razón hereditaria o fisiológica su desarrollo mental normal se detuvo en seco al llegar a la adolescencia”. Eduardo deseaba hacer lo que quería y ser rey no era una prioridad. Lo demostró con hechos, hoy la historia no lo recuerda como monarca pero sí como ícono de las renuncias al trono por amor.
David de la casa Windsor de Inglaterra -tal su nombre original- creció como el primer hijo del rey Jorge V y por eso debía sucederlo. Mientras su padre agonizaba, él salía con la estadounidense Wallis Warfield -tal su apellido de soltera- que había nacido en Pensilvania. Que la muchacha fuera estadounidense y plebeya podía ser un problema pero lo que era un escándalo era que estaba casada en segundas nupcias con Ernest Simpson, de quien adoptaría el apellido.
Ni la familia real, ni el Parlamento británico, ni la Iglesia y las en ese momento conservadoras familias británicas veían con buenos ojos aquella relación de David con una mujer que, además de todo, hacía gala de un estilo de vida muy particular.
Wallis no era una bailarina de cabaret, ni una cazafortunas ni alguna una condición social que perturbaría a un royal. No era una aristócrata con títulos y sin fortuna; ella tenía dinero pero no títulos y esto sí escandalizaba a los royals.
Miembro de la alta sociedad de Baltimore perdió a su papá de muy pequeña. Estudió en una de las escuelas más caras de Maryland donde se destacó por su inteligencia y por estar siempre impecablemente vestida. La segunda característica hoy resulta un poco ridícula pero en tiempos donde las mujeres aprendían “economía doméstica” y “modales”, vestir bien era casi casi más importante que un doctorado en Astrofísica.
Wallis no era dueña de una belleza que encandilaba, sin embargo encandilaba. “Era independiente, pero no dura, más bien vulnerable. Y tenía una insólita capacidad para hacer amigos allá donde fuera. Inteligente y vivaz, graciosa y buena compañía, era el alma de las fiestas [...]. Sabía sacar lo mejor de los demás, hacía que hasta los más anodinos brillaran”, la describió su amiga Diana Mitford.
Como la mayoría de las mujeres de su época, Wallis se casó muy joven. El elegido fue Earl Spencer, un piloto de la Armada estadounidense que ella describió como “el aviador más fascinante del mundo”. El matrimonio empezó bien pero terminó mal.
Pioneros del poliamor, Wallis mantuvo una apasionada relación durante dos años con un diplomático argentino llamado Felipe de Espil. El problema no eran las infidelidades mutuas sino que el esposo era alcohólico, y las peleas y las reconciliaciones eran frecuentes hasta que en 1927 la pareja se divorció.
Lejos de descreer en el amor, al año Wallis se enamoró de Ernest Simpson un empresario de transporte que solo tenía un problema: era casado. Simpson pronto quedó prendido de esa mujer que tenía el don de la charla inteligente y entretenida. Dejó a su esposa y en julio de 1928 Wallis pasó a ser “la señor Simpson”.
La gran depresión del año 30 afectó los negocios y el matrimonio decidió dejar Estados Unidos y mudarse a Londres. No eran aristócratas pero si millonarios y fueron aceptados en el círculo de la aristocracia británica. Cócteles, partidos de polo, carreras de caballos y caza, el matrimonio no desentonaba.
Fue en una jornada de cacería -algo poco estadounidense pero muy british- que príncipe y plebeya se conocieron. Ella estaba resfriada y le comenzaba a subir la fiebre, pero cuando Eduardo apareció “con su llamativo traje de tweed de cuadros, se olvidó del resfriado”, recuerda Mitford. A Wallis le gustaron sus ojos azules, su sencillez y su viril atractivo. Se hicieron amigos y pronto amantes.
Enamorado de Wallis, ese heredero que vivía sin compromisos y alternando camas y amantes decidió “sentar cabeza”. “Wallis -le dijo el príncipe de Gales- eres la única mujer que se ha interesado por lo que hago”. No solo se enamoró sino que también lo declaró públicamente. No ardería Troya pero comenzaba la historia que haría tambalear la corona británica.
Sin información y mucho menos pruebas, pero con todo el prejuicio de la época, la prensa la llamó lesbiana, bruja, ninfómana, hechicera sexual, advenediza, ordinaria, espía nazi y hasta hermafrodita. El escándalo y el morbo era tal que hasta se habló de la existencia de un informe, el “Expediente China”. En ese informe se realizaba un recuento de brujerías y prácticas sexuales que decían habría aprendido cuando vivió en ese país.
A Eduardo poco le importaban las habladurías y seguía con el romance. La posibilidad de que se casara con una mujer divorciada y extranjera, sumada a la falta de confianza sobre su capacidad como futuro rey, puso a todos en estado de alerta. El gobierno, la Iglesia y la gente podían tolerar todas las amantes que el príncipe quisiera tener, pero casarse era otra cosa y en este caso poco importaba el amor.
El escándalo seguía cuando el 20 de enero de 1936 el rey Jorge V murió. Su hijo primogénito subió al trono con el nombre de Eduardo VIII. Su primera aparición pública fue desde una ventana del Palacio St James, a su lado estaba Wallis.
En la intimidad anunció que se casaría con ella apenas se resolviera su divorcio.
Diez meses después y antes de ser coronado, tras recibir una carta del secretario de la Casa Real, en la que le confirmaba el Parlamento no aceptaría su casamiento con Simpson, Eduardo renunciaba al trono.
“Quiero que sepan que jamás olvido mi país, ni este Imperio que como príncipe de Gales y como rey serví fielmente. Tienen que creerme cuando les digo que sin la ayuda y el apoyo de la mujer que amo me resultaría imposible cumplir con mis deberes de rey”, aseguró en su discurso de abdicación. Fue un día como el de hoy, un 11 de diciembre pero hace 85 años.
“¡Maldito imbécil!!”, dicen que le dijo Wallis entonces, que siempre lo había tratado de convencer de que diera batalla.
Como fuera, asumió Alberto, su hermano menor, recordado por la firmeza con la que dirigió los destinos de Inglaterra durante la guerra y se sobrepuso a su tartamudez. Aquel que adoptó el nombre de Jorge VI y reinó hasta su muerte, en 1952, para dar paso a su hija, Isabel II que sigue en el trono.
El heredero destronado y Wallis se casaron, el 3 de junio de 1937, en el Chateaux de Tours, en Francia, sin la familia real británica. Se exiliaron en París y en su casa de Bois de Boulogne, los duques de Windsor -ella había accedido al título- se dedicaron a hacer sociales con empresarios, científicos, diplomáticos y políticos de Europa y Estados Unidos.
Jorge VI como rey le ordenó a la pareja que no volviera al país, pero como hermano lo sostuvo económicamente con fondos propios.
Cuando el rey Jorge falleció, su hija la reina Isabel le permitió asistir al funeral a Eduardo pero sin su esposa. Cuando Wallis supo este desplante dicen que dijo: “Odio este país. Seguiré odiándolo hasta la tumba”.
En 1937, los duques visitaron a Alemania y se reunieron con Adolfo Hitler. La repercusión en Inglaterra fue inmediata. Acusaron a Wallis de ser una agente alemana con amantes nazis. Aseguran que al saber de semejante encuentro la reina Isabel exclamó “las dos personas que más problemas me han causado en mi vida son Wallis Simpson y Hitler”. Con los años agregaría a Lady Di a su lista.
Según cuentan la convivencia no era fácil. “El duque era muy vanidoso, muy elegante”, relató lord Litchfield, un primo de la reina. “Siempre llevaba una falda escocesa para la cena y tenía una enorme colección de trajes inmaculados. La duquesa hablaba y hablaba constantemente”.
Lichfield encontraba a Wallis intimidante. “En el funcionamiento de su casa, ella era más formal que cualquier miembro de la realeza: quería que las cosas se hicieran al instante. Todo estaba tan inmaculado que me sentí avergonzado incluso apagando un cigarrillo. Sentí que estaba arruinando su mundo perfecto”. En cambio el diseñador de interiores Nicky Haslam que la conoció en 1962, cuando trabajaba para American Vogue la amaba. “Era amable, divertida, atrevida. Cuando entraba en una habitación, algo destellaba. Siempre tenía el último chiste y la ropa más maravillosa. Era muy informal y abierta”.
Salvo organizar reuniones, leer e ir de compras el matrimonio no tenía otras actividades. Vivía de rentas, no participaba de organizaciones solidarias ni lideraba emprendimientos propios. Eduardo había cambiado el Reino Unido por el reino del aburrimiento.
El duque murió en 1972 y fue enterrado en el cementerio de Windsor, mientras Wallis se negaba a seguir el cortejo en el mismo carruaje que Isabel II, reina y sobrina del difunto.
Wallis murió catorce años después, senil y muy sola. Y fue enterrada junto a su marido, ante la presencia de la soberana. No tuvieron hijos.
“Todas las ciudades del mundo deberían hacerle un monumento a Wallis Simpson”, solía decir Winston Churchill para referirse a la mujer que “salvó a Inglaterra del desastroso rey que hubiera sido Eduardo VIII”.
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