Una imagen resumirá para siempre la mañana de febrero de 2002 en que Máxima Zorreguieta se convirtió en la primera argentina en ser coronada princesa de un país europeo. Frente al altar de la Nieuwe Kerk de Ámsterdam y sin soltar la mano de Guillermo Alejandro, la futura reina consorte de Holanda llora lágrimas lentas mientras suena “Adiós Nonino”, el tango preferido de su padre. El tema que Astor Piazzolla compuso como un homenaje al perder al suyo cobra en ese momento otro significado: aunque Jorge Zorreguieta moriría recién quince años más tarde, Máxima se estaba casando como una huérfana. Ni siquiera su madre iba a participar de la ceremonia.
El mundo entiende aquel día que la novia llora su ausencia. Está vestida como la protagonista de un cuento de hadas moderno, pero el precio de su felicidad es alto, y eso se hace evidente cuando saca de la manga de su Valentino el pañuelito blanco con que se seca la cara. No parece importarle demasiado ocultarlo, ni que se le corra el maquillaje.
El pueblo holandés, conmovido, se enamora definitivamente de esa joven que le aporta emocionalidad real a la realeza: se transforma ipso facto en la figura más querida de los Orange-Nassau y eleva con ella la popularidad de la monarquía holandesa. Todavía se oye el bandoneón cuando, como si lo supiera, la sonrisa amplia, que con los años se volvió su sello personal, asoma luminosa entre las lágrimas.
Era el mismo gesto con el que había contagiado a la reina Beatriz el día de la presentación oficial (“Al verla mi madre sonrió, algo que no hacía desde tiempo inmemorial”, confió por entonces Guillermo a sus amigos). Y también la misma luz que su familia vio en ella desde que llegó al mundo, cincuenta años atrás, en una clínica de Barrio Norte, en Buenos Aires.
Dicen que aquel 17 de mayo de 1971, el entonces despachante de aduana Jorge “Coqui” Zorreguieta lloró de alegría cuando el obstetra le anunció que su mujer –y ex secretaria–, María del Carmen Cerruti Carricart había tenido una beba. Tenía tres hijas de su matrimonio anterior con Martha López Gil –María, Ángeles y Dolores–, y estaba ilusionado con la llegada de un varón que diera continuidad al apellido, pero Máxima, redondita, sana y perfecta, se transformó de inmediato en su debilidad: “la gorda”, como empezaron a decirle cariñosamente, estaba a llamada a reconciliar a su familia y a demostrar ante la sociedad el compromiso de lo que en esa época era un amor escandaloso.
El padre de la hoy reina de Holanda había conocido a María Pame, como la llamaban todos en Pergamino, en el club de polo de esa ciudad ganadera de la Provincia de Buenos Aires. Ella tenía 23 años, y él le llevaba 15 y era amigo del patriarca de los Cerruti Carricart, el médico del pueblo que, según la biografía no autorizada Máxima, una historia real (Sudamericana), de Soledad Ferrari y Gonzalo Álvarez, le agradeció a Coqui por darle trabajo a su hija en su oficina de Buenos Aires.
Cuando oficializaron su relación, en 1968, unos meses después de la separación de Coqui, la familia de la novia puso el grito en el cielo: flojo de papeles, con tres hijas, sin título universitario y lejos de todo abolengo, Zorreguieta distaba demasiado del candidato ideal. Pasó más de un año sin que la abuela de Máxima les permitiera sentarse a su mesa, una tensión que empezaría a aflojarse cuando, en junio de 1970, la pareja se casó vía Paraguay, como decía la canción de Suéter, porque en la Argentina el divorcio era ilegal.
El nacimiento de Máxima logró finalmente que sus abuelos Cerruti le dieran un voto de confianza a su padre y que sus hermanas mayores visitaran más seguido su nueva casa. Aunque no les resultó fácil asimilar que tenían una hermanita, “la gorda”, sin saberlo, logró relajar el ambiente familiar: todos estaban encantados con ella.
“Tiene una luz especial”, le aseguraba Coqui a sus amigos mientras acunaba a su hija recién nacida. No podía adivinar cuánto iba a brillar ni que ese mismo carisma natural que mostró desde la cuna la llevaría luego a conquistar al pueblo holandés.
La razón por la que María Pame inscribió a su primogénita en el jardín de infantes Maryland, puerta de ingreso al exclusivo colegio Northlands, donde empezaría a trazarse su destino de reina, no solo tuvo que ver con su decisión de que tuviera una buena base de inglés o con la providencial obsesión de su marido porque hiciera buenos contactos. A diferencia de la mayoría de los establecimientos a los que la élite de mediados de los setenta mandaba a sus hijos, el colegio de Olivos –en los suburbios de la ciudad– no exigía a los padres de las alumnas presentar su libreta de familia, siempre y cuando estuvieran en condiciones de pagar la altísima cuota. Pionero en ese sentido para un tiempo en que muchas madres peregrinaban con hijos aún considerados ilegítimos por haber nacido fuera del matrimonio, el Northlands apuntaba a “la diversidad” como una de sus misiones fundamentales.
En su clase, de todos modos, Máxima siempre fue “la distinta”, por ser hija de una familia ensamblada en una época en la que ni siquiera existía nombre para eso, y también por las enormes diferencias económicas con sus compañeras más acomodadas. Los Zorreguieta nunca pasaron dificultades, pero, con siete hijos –después de la hoy reina, llegarían Martín, Juan y la desaparecida Inés–, hicieron grandes esfuerzos financieros para pagar su educación y darles un nivel de vida acorde al del círculo en el que se movían, incluyendo las vacaciones en Punta del Este o en su cabaña de Bariloche y las clases de ski y de equitación. Vivían bien, pero sin lujos, en su departamento del barrio porteño de la Recoleta, y tenían un Fiat 1.500 que no cambiaron en diez años, y que, según Ferrari y Álvarez, Coqui ponía en punto muerto en las pendientes de las rutas patagónicas para ahorrar nafta.
Quien hoy está considerada una de las figuras más elegantes de la realeza europea, pasó su infancia y su adolescencia vestida con ropa que heredaba de sus hermanas. En el colegio, el uniforme ayudaba a disimular la brecha; dicen que en la primaria siempre se cuidaba de tener las medias altas, porque, según su madre, “eso era signo de distinción”. Y que con ese aire distinguido abría su lunchera de Heidi debajo de un árbol en el patio para almorzar los sándwiches de jamón y huevo duro que le preparaba María Pame, porque en su casa no alcanzaba para pagar el comedor.
Máxima jamás mostró aquello como una debilidad; al revés, con su gracia característica, convencía de hacer picnics a sus amigas Valeria Delger, Samanta Dean y Florencia Di Cocco, a las que conoció en el Maryland y que siguen siendo las guardianas de sus secretos más íntimos 46 años después.
Es la mezcla de gracia y distinción con que enamoró a Guillermo de Orange con aquel “You’re made of wood” (“Sos de madera”), dicho entre risas cuando la sacó a bailar en una fiesta en la Feria de Sevilla en 1999, con otra amiga y ex compañera del Northlands, Cynthia Kaufmann, como celestina.
Para él fue amor a primera vista: no tardó en mandarle a su madre, la exigente Beatriz, una foto de la economista argentina –que entonces trabajaba como vicepresidenta de ventas institucionales del Deutsche Bank en Nueva York– con la leyenda “es ella”. La Reina siempre había influido en la vida sentimental de su hijo, e incluso había echado del palacio a su novia anterior, la azafata Emilie Bremers, al no considerarla apta para convertirse en consorte de su heredero por ser hija de un dentista que se había mudado a Bélgica para evadir impuestos.
Con Máxima quedó encantada en cuanto la conoció, aunque tampoco le pareció tan buena idea: era plebeya, latinoamericana, vivía en Estados Unidos y no hablaba una palabra de holandés.
“¿No podrías haber elegido algo más fácil?”, le preguntó a su hijo. A la argentina no le fue mucho mejor cuando le contó a sus padres que estaba saliendo con el heredero de la Casa Orange-Nassau. “¿Estás loca?”, más de tres décadas más tarde, María Pame le hacía a su hija la misma pregunta que había escuchado de su madre cuando oficializó su relación con Zorreguieta.
Pero, al igual que ella y Coqui en su momento, Guillermo y Máxima ya estaban decididos. El príncipe viajaba a Nueva York, la llamaba, le mandaba regalos. Pronto Máxima conoció a sus futuros suegros en el palacio de Huis ten Bosch, y Guillermo vio sonreír a su madre como lo hacía desde “tiempos inmemoriales”.
El príncipe también conocería a la familia Zorreguieta en Bariloche, una experiencia que nunca olvidaría: a kilómetros de los protocolos palaciegos, y presentado apenas como “Alex, el novio de Max”, viviría la felicidad terrenal de “un noviazgo plebeyo”, como lo definen Paula Galloni y Rodolfo Vera Calderón, autores de la reciente biografía Máxima: la construcción de una reina (Random House). Con la relación consolidada, la argentina fue trasladada a Bruselas como representante del banco en el que trabajaba ante la Unión Europea. Fue una movida estratégica. Estaban cada vez más cerca, y no solo físicamente, sino también del compromiso, aunque antes quedaban por superar varias pruebas.
Cuando a comienzos de 2000, Máxima pasó sus vacaciones cerca de la familia real, en la India, comenzaron las tensiones. Mientras el primer ministro holandés Wim Kok admitía públicamente que la relación “de amistad” existía, grupos de Derechos Humanos denunciaron la participación de Jorge Zorreguieta en la dictadura argentina que tomó el poder después del golpe del 24 de marzo de 1976. El padre de la novia había sido, sucesivamente, subsecretario y secretario de Agricultura, Ganadería y Pesca, una de las áreas con mayor presupuesto del gobierno de facto. La foto del genocida Jorge Rafael Videla tomándole juramento apareció en la portada de todos los diarios de los Países Bajos. Era un escándalo, sobre todo en un país tradicionalmente comprometido con la defensa de los Derechos Humanos, que además había recibido a muchos exiliados argentinos durante los años de plomo.
Como Holanda es una monarquía parlamentaria, es esa Cámara la que debe aprobar el casamiento del príncipe heredero. No era difícil anticipar que la pareja no conseguiría el visto bueno oficial. Si tener un padre evasor había arruinado las chances de Emilie Bremers, las de Máxima resultaban todavía menos auspiciosas, salvo por un detalle: esta vez, el príncipe estaba absolutamente determinado a seguir su corazón y ya había hecho saber a su familia que, de ser necesario, estaba dispuesto a renunciar al trono. A riesgo de que la cuestión derivara en una crisis institucional de consecuencias insospechadas para la Corona, el primer ministro Kok le asignó dimensión de asunto de Estado.
Se encargó a un historiador una investigación confidencial sobre la actuación de Zorreguieta en los crímenes del régimen militar, para saber hasta qué punto estaba involucrado en la desaparición de personas. Se trataba de repetir la fórmula usada muchos años antes, cuando un escándalo de ribetes similares amenazó el compromiso de la reina Beatriz con el alemán Claus von Amsberg, que había sido soldado nazi. Solo una vez que una comisión de historiadores analizó el pasado del novio y determinó que no era responsable de actos antisemitas, se llevó a cabo la boda con quien se convertiría en el padre de Guillermo. Beatriz y Claus de Holanda no habían luchado menos que María Pame y Coqui para imponer su amor; de esa historia también eran herederos Máxima y Guillermo Alejandro.
El dictamen de los expertos sobre Jorge Zorreguieta fue lapidario: si bien no había pruebas de su participación en ningún crimen, era imposible que un funcionario de su rango desconociera lo que ocurría en el país en esos años. Kok tuvo entonces la certeza de que el Parlamento holandés no iba a aprobar la boda real, a menos que se le ofreciera algo como compensación. La moneda de cambio fue fijada por el primer ministro: el padre de la novia no podría asistir al casamiento.
El informe llegó el mismo día de enero de 2001 en que Guillermo le pidió formalmente la mano a Máxima mientras patinaban sobre hielo: ella sí había superado una incisiva investigación sobre su pasado.
Se dijo que Beatriz le encargó la misión de hurgar en la intimidad de su nuera a servicios de inteligencia extranjeros y espías privados que revisaron su vida en Nueva York, Buenos Aires, la Patagonia y Bélgica. No quería sorpresas desagradables en forma de fotos, videos o ex amantes polémicos, como acababa de ocurrir en la realeza noruega. También la prensa buscaba con avidez alguna historia oculta para revelar sobre la futura princesa argentina. No la encontró. Solo apareció el video de una fiesta de casamiento en la que se la ve alegre, fumando, y tal vez con alguna copa de más. Un canal holandés se lo compró a un amigo de Buenos Aires con la idea de generar algún revuelo. “Pero su efecto fue fantástico. A la gente le encantó que la futura reina fuera capaz de divertirse en una fiesta como una persona normal”, dijo por entonces un periodista local.
La “maximanía” era un hecho, los holandeses la adoraban precisamente por su simpatía y su naturalidad. El informe secreto del Palacio Real fue concluyente: no había antecedentes personales en la vida de Máxima que pusieran en riesgo el casamiento. Ante ese panorama, solo quedaba por delante encarar la negociación con su padre. Fue ella, su hija preferida, la única que pudo convencerlo de ceder el rol de padrino de la boda.
En un encuentro a solas junto con el príncipe en San Pablo, y después de tres cónclaves fallidos, durante la hora que duró la charla que iba a definir el resto de sus vidas, hubo argumentos y hubo lágrimas, pero, sobre todo, hubo una verdad tan dolorosa como incontrastable que tuvo que pronunciar MáxiMaría Pame tampoco asistiría a la ceremonia
Zorreguieta comprendió finalmente que no había nada por hacer, salvo evitar que su hija pagara un costo todavía más alto por una decisión tan irreversible como el pasado. Entonces la abrazó, salió del cuarto y le dijo a los emisarios holandeses: “¿Dónde tengo que firmar?” En solidaridad con su marido, María Pame, tampoco asistiría a la ceremonia. Su hija se casaría con el príncipe heredero, que no tendría que resignar la Corona a favor de su hermano, el desaparecido Johan Friso, pero ellos no iban a estar ahí para celebrarlo con ella.
El 30 de marzo de 2001, la reina Beatriz anunció oficialmente por televisión el compromiso de su heredero con Máxima Zorreguieta.
“Es un hombre bueno que actuó en el Gobierno equivocado”, dijo ella sobre su padre, en un holandés fluido con el que sorprendió a la audiencia. El público desconocía la magnitud del sacrificio que había detrás de esa declaración estudiada, pero la quiso inmediatamente por su voluntad para adaptarse al idioma y las costumbres del país.
La popularidad de Máxima creció tanto que, diez años después, en 2011, el mismo Parlamento que estuvo a punto de impedir la boda, votó para que pudiera ser reina consorte cuando Guillermo fuera coronado. “Era evidente que mi padre no vendría –dijo al convertirse en reina, el 30 de abril de 2013–. Se cerraron acuerdos, y este es un evento constitucional en el que mi marido se convertirá en rey, y mi padre no tiene que estar. Naturalmente la decisión es bastante dolorosa. Pero debo reconocer que duele mucho menos que la del casamiento”.
Junto con sus hijas Amalia, Alexia y Ariane, Máxima y Guillermo siempre se mostraron como una familia amable y con los pies en la tierra: lejos de poses solemnes y acartonadas, solía vérselos incluso en tranquilos paseos para llevar a las chicas a la escuela en bicicleta, como a cualquier familia holandesa. Su objetivo desde la llegada de Amalia, en diciembre de 2003, siempre fue que la heredera de la Corona holandesa, y luego sus hermanas, tuvieran, como ellos, una vida lo más normal posible, otra de las claves de su bien ganada popularidad.
Cuando la semana pasada la revista Vogue le dedicó la tapa de su edición neerlandesa, a días de las celebraciones por sus cincuenta años, no dudó en presentar a la Reina “como un ícono de estilo radiante”. “Máxima tiene el llamado ‘factor X’: una presencia que asegura que todas las miradas estén inmediatamente sobre ella, donde quiera que entre. ¿Es ese carisma innato? ¿Esa sonrisa es espontánea o cultivada? ¿Esos intereses en cuestiones sociales y financieras son fingidos o reales? ¿Nació para brillar?”, se pregunta la Biblia de la Moda.
El hombre al que quiso más allá de su pasado ya no está para responder que él lo supo desde la primera vez que la tuvo en sus brazos: “Máxima tiene una luz especial”.
SEGUIR LEYENDO: