Cuando el príncipe Harry anunció que se casaría con una mujer divorciada quizá su longeva abuela pensó: “Oh, no, otra vez pasar por eso no”. Es que Isabel sabía que si ella era reina se debía en gran parte a que su tío Eduardo VIII no lo fue. Y no lo fue, no por herencia sino porque eligió abdicar al trono para poder estar con Wallis Simpson, una mujer que como Meghan Markle era plebeya, estadounidense y divorciada, un combo que en los años 30 fue mucho más letal que en Buckingham que cualquier bomba neutrónica o golpe palaciego.
El destino de Eduardo de Gales estaba señalado desde que nació: como hijo primogénito de Jorge V y su esposa María, era el heredero natural al trono británico.
Sus padres se preocuparon en brindarle una educación acorde a su destino. Pero desde chico Eduardo demostró que aunque inteligencia no le faltaba, lo que le escaseaba era la constancia y el esfuerzo. No se distinguía como estudiante pero sobresalía por su simpatía y sociabilidad. O sea no era el alumno ideal pero sí el muchacho del que todos querían ser amigos y al que sus maestros no podían no querer.
Ya de joven Eduardo siguió siendo encantador pero también comenzó a mostrar actitudes que hicieron dudar qué tal sería como rey. Si para muestra basta un botón alcanza esta anécdota reprochable. De visita en Australia y en un encuentro con los pueblos originarios exclamó: “¡Son la forma más repugnante de seres vivos que he visto! ¡Son la forma más baja conocida de seres humanos y son lo más parecido a los monos!”.
Buen mozo, alegre y desprejuiciado comenzó a vivir diversos romances, la mayoría con mujeres casadas. Su secretario llegó a decir que creía que “por alguna razón hereditaria o fisiológica su desarrollo mental normal se detuvo en seco al llegar a la adolescencia”. O quizá simplemente Eduardo deseaba hacer lo que quería y en ese querer no entraba ser rey. O le gustaban los privilegios de su rango pero no sus responsabilidades.
Mientras del otro lado del océano, en Estados Unidos, la joven Bessie Wallis Warfield también llamaba la atención. Miembro de la alta sociedad de Baltimore perdió a su papá de muy pequeña. Estudió en una de las escuelas más caras de Maryland donde se destacó por su inteligencia y por estar siempre impecablemente vestida. No era dueña de una belleza que encandilaba pero sí por personalidad y porte.
A los 20 años se casó con Earl Spencer, un piloto de la Armada estadounidense. Fue un matrimonio complejo, con rumores de infidelidades mutuas. Se dijo que ella fue amante de un conde italiano, quedó embarazada y por un aborto mal hecho perdió su capacidad de concebir. Lo que no era un rumor era el alcoholismo de Earl, las peleas y las reconciliaciones eran frecuentes hasta que en 1927 la pareja se divorció.
Al año Wallis se enamoró de Ernest Simpson un empresario de transporte, casado. Él dejó a su esposa y se casaron en julio de 1928. Wallis pasó a ser “la señora Simpson”. Con apellido de casada o no seguía siendo magnética. Un diplomático que la conoció contó que “su charla era brillante y tenía la costumbre de traer a colación el tema correcto de conversación con cualquier persona que entrara en contacto con ella y entretenerlos con ese tema”.
Simpson era un hombre rico pero la gran depresión del año 30 afectó sus negocios y se mudó al Reino Unido. Aunque no eran multimillonarios seguían siendo muy ricos y fueron aceptados en el círculo de la aristocracia británica. Thelma Furness era una de las amigas de Wallis pero también una de las amantes del príncipe Eduardo. En un momento tuvo que viajar a Estados Unidos y le pidió a su amiga un extraño favor: entretener a su amante. Wallis aceptó. Y este sí no haría arder Troya pero sí tambalear la corona británica.
Al conocer a Wallis, ese príncipe que vivía sin compromisos y alternando camas y amantes se enamoró de la estadounidense. No solo se enamoró sino que también lo declaró públicamente.
Sin información y mucho menos pruebas, pero con todo el prejuicio de la época, la prensa la llamó lesbiana, bruja, ninfómana, hechicera sexual, advenediza, ordinaria, espía nazi y hasta hermafrodita. “Son pocos los improperios aplicados contra mi sexo que no se encontraran en mi correo diario”, contó en sus memorias.
El escándalo y el morbo por la figura de Wallis era tal que hasta se habló de la existencia de un informe, el “Expediente China”, país en el que un tiempo vivió. En ese informe se realizaba un recuento de brujerías y prácticas sexuales que decían habría aprendido en el país asiático, si estuvo embarazada y abortó y si sufría el síndrome de insensibilidad a los andrógenos, es decir, que era hermafrodita. Todas habladurías que se demostraron con los años que eran mentira y que sin embargo, en el momento dañaron de un modo atroz e irreparable.
Eduardo se mostraba completamente enamorado. La posibilidad que se casara con una mujer divorciada y extranjera sumada a la falta de confianza a la capacidad de reinar del príncipe, puso a todos en estado de alerta. Eduardo consiguió algo así como “la triple corona” pero del enojo. El gobierno, la Iglesia y la gente se oponían a su decisión. Podían tolerar todas las amantes que el príncipe quisiera tener pero casarse era otra cosa y poco importaba el amor.
El escándalo seguía cuando el 20 de enero de 1936 el rey Jorge V murió. Su hijo primogénito subió al trono con el nombre de Eduardo VIII. Su primera aparición pública fue desde una ventana del palacio St James, a su lado estaba Wallis. En la intimidad anunció que se casaría con ella apenas se resolviera su divorcio.
Los planes de casamiento escandalizaron. Como rey, Eduardo también se había convertido en la máxima cabeza de la Iglesia anglicana, una religión que no permitía a los divorciados volverse a casar. Tampoco era cuestión de imitar a Enrique VIII que decapitaba esposas aunque en este caso serían esposos.
Ante la imposibilidad de casarse, Eduardo tomó una decisión que hizo historia. El 10 de diciembre de 1936, menos de un año después de haber heredado la corona, renunció al trono, que quedó en manos de su hermano Alberto (“Bertie”), padre de la actual monarca, Isabel II.
“Me ha resultado imposible soportar la pesada carga de la responsabilidad y desempeñar mis funciones como rey, en la forma en que desearía hacerlo, sin la ayuda y el apoyo de la mujer que amo”, fueron las palabras que dijo en un discurso radial donde explicó su decisión.
Luego de renunciar, Eduardo abandonó el Reino Unido y, unos meses más tarde, en junio de 1937, logró casarse con Wallis que había obtenido su divorcio.
Se casaron en Francia, mientras esperaban volver al Reino Unido. Sus planes se vieron frustrados por el nuevo rey, quien tomó el nombre de Jorge VI en honor a su padre. Su hermano, ahora monarca, prohibió a otros miembros de la casa real asistir a su casamiento y ordenó que la pareja no volviera al país.
Para que su decisión no fuera tan cruel nombró a la pareja duques de Windsor, aunque a Wallis no se le concedió el honor de ser llamada “su alteza real”. También financió sus gastos con fondos propios, luego de que Eduardo dejara de recibir fondos públicos. Cuando el rey Jorge falleció a su hermano mayor se le permitió asistir al funeral pero sin su esposa. Algo que a ella mucho no le importó porque respondió “Odio este país. Seguiré odiándolo hasta la tumba”.
Los duques se instalaron en Francia. En 1937 visitaron a Alemania y se reunieron con Adolfo Hitler. La repercusión en Inglaterra fue inmediata. Acusaron a Wallis de ser una agente alemana con amantes nazis. Dicen que en esa época la reina Isabel llegó a decir que “las dos personas que más problemas me han causado en mi vida son Wallis Simpson y Hitler”.
Durante la Segunda Guerra la pareja vivió en Francia y Portugal. Al finalizar el conflicto se instalaron en una mansión en un castillo en Bois de Boulogne (Francia) donde solían organizar grandes reuniones sociales con aristócratas, millonarios y algún científico como para poder hablar de algo distinto. En esos encuentros el duque solía emborracharse y comenzaba a cantar canciones alemanas. Wallis decía: “Oh David”, y se iba de la habitación.
Según cuentan la convivencia no era fácil. En su libro sobre los duques de Windsor, Andrew Morton asegura que Wallis tenía sometido al duque a un régimen que comenzaba a las 11:30 a.m., cuando le dictaba todo lo que debía hacer en el día. “Le armaba bronca por lo más mínimo, odiaba que cantara jingles y nada era suficiente para ella”, escribe Morton pero sin citar fuentes. “¡Lárgate, mosquito!”, le gritaba al mandarlo a dormir para quedarse bailando con sus amigos. Dicen que Eduardo acuñó una pregunta: “¿Me voy a ir a la cama llorando esta noche?”
Lord Lichfield, un primo de la reina, que solía visitarlos encontraba a Wallis intimidante. “En el funcionamiento de su casa, ella era más formal que cualquier miembro de la realeza: quería que las cosas se hicieran al instante. Todo estaba tan inmaculado que me sentí avergonzado incluso apagando un cigarrillo. Sentí que estaba arruinando su mundo perfecto”.
“El duque era muy vanidoso, muy elegante”, relató Litchfield. “Siempre llevaba una falda escocesa para la cena y tenía una enorme colección de trajes inmaculados. La duquesa hablaba y hablaba constantemente”
Pero según reconstruye Vanity Fair, otros la amaban. El diseñador de interiores Nicky Haslam la conoció en 1962, cuando trabajaba para American Vogue: “La amaba. Era amable, divertida, atrevida. Cuando entraba en una habitación, algo destellaba. Siempre tenía el último chiste y la ropa más maravillosa. Era muy informal y abierta”.
Salvo organizar reuniones e ir de compras el matrimonio no tenía otras actividades. Vivía de rentas, no participaba de organizaciones solidarias ni lideraba emprendimientos propios. Para algunos esa vida era un sueño para muchos más, una pesadilla.
Eduardo murió en París el 28 de mayo de 1972 y Wallis catorce años después el 24 de abril de 1986. Dicen que todos esos años antes de irse a dormir pasaba por la habitación que había ocupado con su marido y se la oía decir: “Good night, dear David” (“Buenas noches, querido David”, el nombre con el que lo llamaba).
Wallis fue sepultada junto a Eduardo en el cementerio real. El féretro, cuyo único adorno era una sencilla corona de flores enviada por la reina, llevaba una simple inscripción: “Wallis, duquesa de Windsor”. Ni siquiera después de muerta se le concedió el título de her royal highness (alteza real), pedido una y otra vez para ella por su marido. ¿Le habrá importado? Permítame el lector, dudarlo.
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