La niña Alicia era una verdadera princesa, hija del príncipe Luis de Battenberg y de la princesa Victoria de Hesse, que a su vez era hija de la princesa Alicia del Reino Unido, que era la segunda hija de la reina Victoria. Cuando la niña Alicia comenzó a crecer, sus institutrices descubrieron que lo que sus hermanos aprendían con facilidad a ella le costaba mucho más. No era por pereza, sino por una sordera congénita. Hizo de su debilidad una fortaleza. Aprendió a leer los labios y a hablar en inglés, alemán, francés y griego.
Alicia creció y se enamoró de Andrés, un príncipe no salido de un cuento, pero sí de Grecia. Se casaron, tuvieron cinco hijos. Pero luego de la guerra con Turquía, Andrés tuvo que exiliarse. El príncipe derrotado y la princesa partieron, o mejor dicho huyeron, en un barco inglés. El hijo más pequeño, de apenas 18 meses, no fue colocado en una cuna de oro, sino en un cajón de naranjas. Ese niño crecería y se enamoraría de una princesa que sería reina de una de las naciones más poderosas del mundo. Ese niño renunciaría a su apellido y aceptaría caminar siempre tres pasos por detrás de la mujer que amaba. Ese niño se convertiría en Felipe de Edimburgo, el fiel compañero de la reina Isabel, asistiría a 22.219 actos oficiales, colaboraría con 780 organizaciones benéficas, y al final de su vida, solo agradecería haber tenido con su esposa lo que nunca tuvo con sus padres: una familia.
Los príncipes exiliados se instalaron en Francia. Con títulos de nobleza, pero despojados de su nacionalidad y sin cuentas bancarias, París no era una fiesta. Al tiempo Alicia comenzó a mostrar signos de depresión. Cuando Alicia fue internada en un centro de salud mental, su marido no solo la abandonó, sino que siguió mostrándose con su amantes y viviendo de la generosidad de sus parientes. Un tío asumió la responsabilidad de Felipe, que con diez años fue enviado a Alemania a estudiar.
Al cumplir los 12, lo anotaron en la escuela Gordonstoun, en Escocia. Pupilo, la escuela tenía más de infierno que de centro educativo. La institución sostenía que los retos físicos forjaban el carácter. Con prácticas que definían espartanas y hoy se considerarían inhumanas, los alumnos eran obligados a vestir pantalón corto todo el año, mantener las ventanas abiertas aunque afuera nevara, correr por las mañanas antes de desayunar, sin importar si llovía, nevaba o granizaba, para luego ducharse con agua helada. Además, no se permitían las visitas familiares.
Al terminar eso llamado escuela, Felipe se unió a la Marina Real Británica. La Segunda Guerra Mundial se vislumbraba, pero todavía no era un monstruo. En el verano de 1939, Jorge VI, monarca del Reino Unido, visitó con sus hijas la Universidad Naval. Isabel, la primogénita, tenía 13 años, y la llamaban Lilibet. Un cadete de 19 años, con un metro ochenta y tres y una elegancia natural, fue designado para entretener a Ia adolescente y a su hermana Margarita. Cuando Isabel lo vio quedó deslumbrada. Pasaron el día juntos. Al despedirse, ella subió al Victoria & Albert, el yate real, y Felipe la siguió en un bote de remos mientras la futura reina usaba unos binoculares para no perderlo de vista.
Isabel se mostró deslumbrada por el cadete, pero él no tanto. Quizá porque ese niño que nunca se sintió amado se había convertido en un hombre amable y cordial pero que prefería esconder que mostrar, silenciar que expresar y, sobre todo, que confundía amor con vulnerabilidad.
Pero, y a pesar de sus peros, comenzó a intercambiar cartas con esa adolescente que se estaba convirtiendo en mujer y, sobre todo, con esa princesa que sería reina. Entonces estalló la guerra. Aunque tenían la posibilidad de instalarse en Canadá, Isabel con su familia se quedó en su país. En 1940, en medio del conflicto, hablaron por la radio, dando un mensaje de esperanza a sus compatriotas. Cinco años después se capacitó como conductora y mecánica en el Ejército. Mientras mostraba su compromiso con el país, su corazón seguía comprometido con Felipe, que servía en la Marina.
El amor se expresaba mediante largas y continuas cartas. También pudieron verse en distintas ocasiones en el castillo de Windsor. Muchos observaban el idilio con desconfianza. Pasó la guerra, Isabel creció, y el amor se consolidó. Jorge VI aceptó a Felipe como novio de su primogénita a regañadientes. El candidato no tenía ni tierra ni fortunas, pero contaba con una cualidad única: el amor incondicional de Isabel.
El 20 de noviembre de 1947, dos años después de terminada la guerra, Felipe se casaba con Isabel. El novio le regaló a su futura esposa un brazalete de diamantes diseñado por él y la promesa de dejar de fumar. Recibieron diez mil telegramas de felicitaciones y 2.500 regalos de todo el mundo, que iban desde una máquina de coser hasta un caballo de carreras; una cabaña de caza en Kenia; un televisor, un juego de café de oro; un abrigo de visón; cristales y vajillas poco comunes. Isabel llevó un vestido realizado por 25 costureras y 10 bordadoras. Para dar el ejemplo pagó una parte con cupones de racionamiento. Felipe vistió su uniforme naval.
A la boda asistieron dos mil invitados, que quedaron impresionados con la seguridad de la futura esposa, de apenas 21 años. Fue la primera boda real transmitida a todo el planeta. Más de 200 millones de personas de todos los continentes escucharon la transmisión radial. Aunque los invitados eran cientos y los oyentes eran millones, Felipe se sentía acompañado pero solo. Su padre no estaba porque había muerto en brazos de una amante. Sus tres hermanas –casadas con alemanes sospechosos de simpatizar con el nazismo– no fueron invitadas. Solo estaba su madre, que le entregó una pulsera para que el hijo se la regalara a Isabel.
Las secuelas de la guerra todavía se respiraban. Por austeridad, Isabel y Felipe pasaron la luna de miel en el Reino Unido. No pareció importarles, se amaban. Un año después de la boda, el matrimonio anunció la llegada de su primogénito, Carlos
En 1949, Felipe fue enviado a Malta. El matrimonio se instaló en Villa Guardamangia. Vivían felices, sin embargo, Felipe, de vez en cuando, mostraba que detrás de sus ademanes de caballero había un hombre de temperamento complejo. “¿Es qué todavía no es suficiente?”, protestó molesto cierta vez, harto de posar para unos fotógrafos. “Felipe, solo están haciendo su trabajo. Ahora que te casaste conmigo, tendrás que acostumbrarte”, cuenta la leyenda que le respondió su mujer. Pese al mal carácter de su marido, Isabel lo amaba y él valoraba que ella por fin le diera lo que nunca había conocido: una familia.
La relación parecía armoniosa, pero en 1952, Isabel tuvo que suceder a su padre. La que era princesa se transformó en reina, y su marido, en príncipe consorte. El problema es que Felipe descubrió que mientras su mujer reinaba, él no tenía mucho más trabajo que acompañarla como un marido ejemplar o también como un lindo adorno. Para casarse con ella debió renunciar a su religión, que era la ortodoxa griega, y perdió el título de príncipe de Grecia, a cambio le dieron el de duque de Edimburgo.
Ya como príncipe consorte, preguntó si podía quedarse en la Marina, y le respondieron que no. Palabras más, palabras menos, le informaron que debía limitarse a acompañar a la monarca calladito y modosito, y siempre caminando tres pasos por detrás de su esposa. No era por patriarcado, matriarcado, machismo ni feminismo, sino por algo mucho más anacrónico y rígido: por protocolo.
Si su estima andaba por el suelo, quedó definitivamente pisoteada cuando supo que tanto Carlos como Ana llevarían el apellido de su madre: Windsor, pero no el suyo: Mounbatten. Esto provocó tal enojo que pronunció una frase que aunque no pasó a la historia hizo historia: “No soy más que una maldita ameba. Soy el único hombre en el país al que no se le permite darles a sus hijos su apellido”.
Harto de su rol protocolar o de adorno de lujo, entre 1956 y 1957, Felipe decidió realizar un largo viaje sin su esposa. Los rumores comenzaron a proliferar: el príncipe viajaba solo pero no tan solo. Según las crónicas de la época, tuvo algunas amantes, como Daphne du Maurier, cuyo marido trabajaba en su oficina; su amiga de la infancia Hélène Cordet, madre de uno de sus ahijados, y Pat Kirkwood, una estrella de musical que poseía unas piernas consideradas " la octava maravilla del mundo”. Se dijo que estuvo con Zsa Zsa Gabor y hasta que mantuvo un idilio con Susan Barrantes, madre de Sarah Ferguson, quien años después sería su nuera.
Fue entonces que Isabel comprobó que no solo era la reina de una de las naciones más poderosas de la Tierra, sino también la esposa de uno de los hombres más frustrados del mundo. Por eso, cuando nacieron sus hijos Andrés y, luego, Eduardo, no hubo primer ministro ni protocolo que se impusiera. Llevaron el apellido de su padre, y en primer lugar. Además, le concedió a su marido el título de “príncipe del Reino Unido”.
A partir de esos gestos, Felipe pareció aceptar su destino. Visitó todos los continentes del mundo. En 1962 llegó a la Argentina por negocios y política. Como existían rumores de un golpe militar, el príncipe fue acogido en la estancia La Concepción, en el partido de Lobos. En el lugar conoció a su dueña, Malena Nelson, viuda de Blaquier, una mujer con una belleza de esas que dejan sin recursos. Se habló de un affaire entre ellos. Algo que Malena negó en alguna entrevista: “Lo único que me une al duque es nuestra pasión por el polo”.
Años después, Concepción Cochrane de Blaquier, una de sus nietas, diría que sí habían tenido un amorío. Dicen que la pasión de ambos por el polo, por los caballos y su calidad fue el punto de unión entre Malena y Felipe. De hecho, la argentina viajó a Windsor en más de una oportunidad. Si alguien le insinuaba a Felipe que la fidelidad no era una de sus características, respondía: “¿Se han parado a pensar que en los últimos 50 años nunca he podido salir de casa sin que me acompañara un policía?”, la respuesta sería creíble. Pero entonces el lector recuerda las escapadas de Carlos con Camila o las del rey de España con sus amantes, y mejor no hablar de ciertas cosas.
Aunque nadie lo confirmó ni lo desmintió, dicen que Isabel siempre supo de las infidelidades de su marido. Sin embargo, las toleraba. Es que en público, Felipe cumplía con todo lo que se le exigía por cargo y rango. Incluso se arrodillaba ante su esposa si el protocolo lo exigía, todo con una sonrisa y sin perder su elegancia. Pero además, Isabel lo amaba, y como aseguraba cierta diva argentina “al fin de cuentas ellas son amantes y yo soy la esposa”.
Y sí, quizá Felipe no le era fiel a Isabel, pero que le era fiel a la reina no había dudas. En su vida pública participó de 22.219 compromisos reales tanto que solía decir de sí mismo que era “el descubridor de placas más experimentado del mundo”.
Entre tantas actividades tuvo tiempo para “metidas de pata” monumentales. Como cuando preguntó “¿La van a meter en el horno?”, al ver a una anciana en silla de ruedas que se protegía del frío con un material parecido al aluminio. Durante un viaje a Kenia en 1984, al aceptar una estatuilla de manos de una mujer, preguntó “Eres una mujer ¿no?”.
Cierta vez, al hablar de las finanzas de la familia real británica, dijo: “Vamos a entrar en números rojos el año que viene, probablemente tendré que renunciar al polo”. Otro de los momentos “trágame tierra” fue en 2009. El presidente Barack Obama le contó que se había entrevistado con el entonces primer ministro Gordon Brown, el político David Cameron y Dmitri Medvédev, “¿Es que puede distinguir a unos de otros?”, le lanzó sin sonrojarse.
Si sus frases eran polémicas, mucho más complejo fue el vínculo que mantuvo con Carlos, su primogénito. Si bien le enseñó a disparar, cazar y nadar, también lo intimidaba con su enérgica personalidad. Cuando tenía 20 años, en una entrevista le preguntaron a Carlos si el príncipe Felipe en algún momento le había dicho de forma dura “Siéntate y cállate”, a lo que él respondió: “Sí, todo el tiempo”.
Felipe también era sarcástico con su hija Ana, pero ella, lejos de callarse, le respondía, mientras que Carlos se retraía. Carlos temía andar a caballo, mientras que su hermana realizaba las proezas ecuestres que hacían que Felipe viera en ella un espíritu similar al suyo, por su confianza y arrojo, y en su primogénito, un muchacho débil. Mientras Felipe brillaba en todos los deportes, su hijo era el auténtico “patadura”.
Intentando cambiar lo que consideraba debilidad, Felipe decidió que su primogénito necesitaba una educación espartana y ruda. Lo inscribió en Gordonstoun, sí, el internado infierno en el que había sido alumno. Cuando se lo anunciaron a Carlos, él lo sintió como una “sentencia en prisión”.
Aunque Felipe seguía siendo una persona muy poco amorosa, Carlos lo idolatraba. El joven príncipe adoptó sus gestos, forma de caminar y hasta arremangarse el brazo izquierdo. Poco a poco el vínculo entre padre e hijo se hizo más que distante. Felipe admitió que podían pasar largas temporadas sin verse ni hablar. Carlos tampoco le perdonó que lo presionara para casarse con Diana Spencer, aun sabiendo que, según la opinión de su progenitor, se trataba de una “joven presumida, poco inteligente y neurótica”. Solo en los últimos años recompusieron su relación.
Con sus otros hijos, logró un mejor vínculo. A Ana la respetaba por intrépida, a Andrés lo quería por simpático, y a Eduardo por ser el más pequeño. Sin embargo, luego de los escándalos por los divorcios de Carlos, Ana y Andrés, dicen que dijo “¡Y nosotros que creíamos haberlos educado tan bien!”.
En 2017, Felipe decidió retirarse de la vida pública. Se dejó ver en algunos eventos familiares, como el festejo de su aniversario de bodas número ¡setenta! el 17 de febrero de 2021. A pocos meses de cumplir 100 años fue internado en el hospital privado King Edward VII en Londres, “como medida de precaución” tras “sentirse mal”.
Alguna vez le preguntaron sobre el secreto de su longevo matrimonio y respondió “La tolerancia es el ingrediente esencial. La Reina tiene la cualidad de la tolerancia en abundancia”. Si ella fue tolerante hay que reconocerle a Felipe su capacidad de renunciar a todo protagonismo para acompañarla o simplemente para agradecerle que aunque como reina no le dio trono ni reino, como esposa le dio amor y, sobre todo, una familia tan humana como real.
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