Casi todos conocemos el cuento “El rey desnudo”, de Hans Crhristian Andersen. A un monarca, un par de pícaros le aseguran que lo acaban de vestir con una tela suave y delicada, e inexistente. El rey sale a caminar y todos alaban su supuesto traje, hasta que un niño se anima a decir: “Pero si va desnudo”. El cuento fue publicado en 1837, pero hoy se puede extrapolar a la situación de la Corona británica. Parafraseando a ese niño, Meghan Markle se animó a decir: “Pero si los royals son racistas”. Una verdad intuida pero silenciada.
Mientras el príncipe William aseguró: “No somos una familia racista”, y el palacio de Buckingham emitió un comunicado expresando su “preocupación” y “entristecimiento” por las acusaciones de los duques de Sussex, varios hechos demuestran que la discriminación racial no les era ajena.
Aunque como suegro fue todo un caballero, Felipe de Edimburgo en varias ocasiones tuvo expresiones que para algunos sectores solo eran “meteduras de pata” y para otros, sencillamente afirmaciones racistas. En una reunión de la Commonwealth, el marido de la reina Isabel le preguntó a un hombre negro: ¿De qué exótico lugar del mundo es usted? Su interlocutor era lord Taylor de Warwick, y le contestó “De Birmingham”. A un estudiante británico que había estado en Nueva Guinea le lanzó: “Entonces, te las arreglaste para que no te comieran”. Al presidente de Nigeria, que traía puesto su traje tradicional, le comentó: “Parece que estás listo para meterte en la cama”, y se negó a acariciar un koala en una visita a Australia porque, dijo: ”Seguro me agarro una enfermedad horrorosa”.
La princesa Miguel de Kent, casada con el primo hermano de la reina Isabel también es conocida por sus actitudes racistas. Dueña de dos ovejas negras no se le ocurrió mejor idea que bautizarlas Venus y Serena, los nombres de las dos tenistas afroestadounidenses. Pero sin dudas el momento más incómodo lo protagonizó cuando la Reina la invitó al Palacio de Buckingham para una recepción donde presentaría formalmente a Meghan. Para la ocasión, la royal lució un prendedor que representaba el busto de un joven negro con una corona adornada con piedras preciosas. La pieza original del siglo XVI había sido objeto de controversia durante años porque se consideraba que fomenta el racismo y la discriminación. El revuelo fue tal que Kent tuvo que aclarar que estaba “arrepentida y apenada”.
Aunque para la Corona y para los británicos del siglo XXI resulta inaceptable ser acusados de imperialistas, esclavistas y racistas, no se puede negar que su historia está atravesada por esos términos y avalada con hechos. Hasta el día de hoy en sus ciudades se pueden encontrar calles y esculturas que llevan los nombres de traficantes de esclavos.
En la ciudad de Bristol, la estatua de Edward Colston, un famoso traficante de esclavos, ocupaba un lugar de privilegio hasta que en medio de las protestas por la muerte de George Floyd fue arrojada al río Avon. El primer ministr Boris Johnson y la ministra de Interio, Priti Patel por un lado condenaron el hecho, pero por otro no destinaron fondos a reflotarla. El alcalde de Bristol, Marvin Rees, de origen caribeño, afirmó en la BBC: “Esa estatua ha sido una ofensa para mí cada vez que he pasado junto a ella, y lo he hecho muchas veces”.
En la ciudad de Oxford, se puede ver una escultura de Cecil Rhodes, fundador de Rodesia (hoy Zimbabue), político y explotador de minas en África. Hace tiempo le colocaron una red metálica para evitar que los estudiantes la derribaran. Es que para muchos representa la supremacía del hombre blanco sobre el negro y, concretamente, la explotación de África por parte del Imperio británico.
Este pasado racista parece que empieza a ser cuestionado. La miniserie Small Axe se convirtió en fenómeno en el Reino Unido. En cinco capítulos retrata la situación de los inmigrantes negros llegados a Inglaterra desde el Caribe tras la Segunda Guerra Mundial y la de sus hijos. Como señala el diario El País: “Small Axe es, sobre todo, un recordatorio del racismo sistémico planeado y ejecutado durante décadas para mantener a los negros británicos como ciudadanos de segunda clase”. El primer capítulo muestra que en 1948 la Cámara de los Comunes elevaba una propuesta para “disuadir a las personas irresponsables” que estaban llevando “a ciudadanos de las Indias Occidentales” sin que hubiera trabajo para ellos, aunque la respuesta del Gobierno fue: “los ciudadanos de la Commonwealth no pueden ser rechazados”.
La generación retratada en la serie es la llamada Windrush Generation, la de los antiguos combatientes negros que pelearon en la guerra por los británicos pero que cuando acuciados por el hambre se quedaron en el Reino Unido, descubrieron que sin uniforme ya no eran soldados de la Reina sino extranjeros de segunda. Ellos y sus hijos británicos son los que hoy descubren en Meghan a una aliada.
Sin embargo, al principio no fue así. La ex actriz parecía una privilegiada. Famosa, estadounidense, rica, birracial pero con un tono de piel claro. Pocas personas negras se identificaban con ella. Pero ante los titulares racistas de cierta prensa y la falta de una condena firme de la Corona a estas prácticas, muchas personas negras se sintieron identificadas porque ellos tampoco reciben apoyo institucional.
La pregunta acerca del racismo de la familia real no tiene una respuesta clara. La revista Vanity Fair explica que “una de las explicaciones de los tropezones de los royals contra el racismo es su falta de consciencia de estar haciendo algo ofensivo o inadecuado” y recuerda la vez que el príncipe Andrés se puso a hacer chistes sobre camellos en un banquete de Estado con el rey de Arabia Saudí.
Otra gran metida de pata para algunos o microrracismo para muchos más ocurrió durante la primera visita de Barack Obama. El futuro rey de Inglaterra y su mujer invitaron al primer presidente negro de Estados Unidos al palacio de Kensington. En su salón se veía un cuadro con dos hombres blancos que hablan tranquilamente mientras un criado negro les cuida los caballos. Para colmo la obra se llama El paje negro, y en inglés se usa el término negro, de forma ofensiva: The negro page.
Lo insólito es cómo se resolvió la situación. Uno de los empleados se dio cuenta de que el cuadro llevaba una placa con el título, y optó por una decisión que es otra metáfora del problema royal: quitar con un destornillador la placa, poner una maceta para que no se notasen la ausencia ni los agujeros pero dejar el cuadro en su sitio. Es decir, cambiar un poco para que no cambie nada.
La relación compleja de algunas miembros de la Corona británica con las personas de color no es nueva. La Commonwealth o Mancomunidad de Naciones es una organización compuesta por 54 países soberanos independientes y semiindependientes que, con la excepción de Mozambique y Ruanda, comparten lazos históricos con el Reino Unido. Esos lazos históricos suelen ser un eufemismo para denominar lo que fue una relación colonial e imperial y con una jerarquía racista institucionalizada.
Para promover “el desarrollo, la democracia y la paz”, Isabel II estableció giras donde los miembros de la Corona visitan los territorios que fueron colonias. Ella misma dio el ejemplo cuando el mismo año de su coronación visitó doce países en un viaje que duró seis meses.
En estas visitas ocurre algo extraño. A pesar del pasado colonial, muchos habitantes de los países visitados suelen recibir con simpatía a los miembros de la Corona. Sin embargo, algunas naciones comienzan a mostrar su disconformidad. Barbados anunció que quiere destituir a la Reina y así dejar atrás su pasado colonial. En el verano de 2020, el gobernador general de Jamaica, sir Patrick Allen, renunció “al uso personal” de la insignia de la Orden de San Miguel y San Jorge, que la Reina le había otorgado en 2009, señalando el racismo de la medalla. En la condecoración aparecía la de un hombre rubio con alas y una espada que representaba a San Miguel, que le pisa el cuello a la figura de un hombre negro al que tiene postrado y con una cadena al cuello que sería el diablo.
Lo insólito fue la respuesta del Gobierno británico ante las críticas a esa medalla. Indicaron que el diseño estaba “desfasado” y realizaron uno similar donde un hombre rubio le pisa la cabeza a un señor moreno, pero eso sí, ambos tienen casi, casi el mismo tono de piel. Nuevamente cambiaron un poco para no cambiar nada.
Es en este contexto que las revelaciones de Meghan contando que durante su embarazo “hubo (...) preocupaciones y conversaciones sobre lo oscura que podría ser su piel cuando naciera” resonaron tan fuerte. Para muchos, Meghan es un buen ejemplo de lo que hoy es el racismo. Es decir, nadie se animaría a tratarla abiertamente de “negra”, pero tampoco la defenderá y mucho menos condenará sutiles agresiones como realizar bromas raciales sobre tu hijo.
Priyamvada Gopal, docente de estudios coloniales en la Universidad de Cambridge explica que “en el fondo la monarquía es una institución que está completamente ligada a la ideología de sangre y linaje. Así como también a la raza”. Para la estudiosa: “Esa es una herida que se ha abierto. No se trata de qué miembro de la familia haya sido, no se trata de un racismo personal, estamos hablando de una institución que está profundamente ligada tanto al Imperio como a la supremacía blanca”. Quizá la Corona se perdió una oportunidad histórica al no saber retener y contener a Meghan y transformarla en ejemplo de la diversidad de la Commonwealth. Pero, ya lo escribió Marx. “La historia ocurre dos veces: la primera vez como una gran tragedia y la segunda como una miserable farsa”. El racismo vivido por Meghan es prueba de ello.
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