“En lo personal, adoro las grandes historias de amor”, le dijo Meghan Markle a Vanity Fair en septiembre de 2017. Llevaba un año de novia con el príncipe Harry, pero ya tenía claro que enamorarse de un miembro de la realeza no necesariamente sería un cuento de hadas. El hijo menor de Lady Di, que había aprendido eso con su propio dolor, no estaba dispuesto a repetir la tragedia de su madre: su primer comunicado oficial sobre la entonces actriz de “Suits” no fue para oficializar la relación, sino para exigirle a los tabloides que terminaran con la “ola de abuso y acoso”, y el sexismo, la xenofobia y el racismo de los que sentía que no era capaz de protegerla. Es difícil no ver ahora una línea directa entre aquella declaración y la última que hizo antes de renunciar por completo a la familia real británica la semana pasada: tal vez fue la única manera que encontró para cuidar a esa otra familia elegida que formó junto a Markle más allá de cualquier título.
En medio de una ola de críticas por la frialdad y “el resentimiento” del comunicado con el que Meghan y Harry renunciaron a su rol (“Todos podemos cumplir con una vida de servicio”, dijeron, como si desconocieran, según señalan algunos, el sacrificio y la entrega de la Reina Isabel II), su tía, la princesa Ana, no dudó en apoyarlos. “Creo que la mayoría de la gente podría reconocer que pertenecer a la realeza tiene su costado negativo. Así que puede que para ellos esta haya sido la decisión correcta”, declaró. Ella misma admitió alguna vez que se pasó la vida tratando de cumplir con las expectativas ajenas. Algo que, después de un año en Los Angeles –la ciudad natal de Meghan en la que se instalaron tras un breve paso por Vancouver, Canadá– y lejos de las internas palaciegas, los duques de Sussex concluyeron que no están dispuestos a hacer.
Las cosas se dieron rápido después de aquel primer comunicado: en noviembre de 2017, el príncipe Carlos anunció el compromiso de su hijo con la actriz californiana. La boda real fue el 19 de mayo de 2018 en la capilla de St. George, en el castillo de Windsor. Markle se convirtió así en la primera estadounidense en casarse con un miembro de la realeza británica desde la boda de Wallis Simpson con el rey Eduardo VIII más de 80 años atrás. Como Simpson, Meghan era divorciada (su matrimonio con el productor cinematográfico Trevor Engelson, en 2011, duró dos años). Y aunque Harry –sexto en la línea de sucesión– no tenía corona a la que abdicar para casarse con ella, estaba tan determinado a renunciar a todo por amor como su tío abuelo. La prueba es tan tautológica como el diario de la semana pasada: acaba de ser despojado de sus tres títulos militares honorarios –The Royal Marines, RAF Honington, Royal Navy Small Ships and Diving– y sus patrocinios con la Rugby Football Union, la Rugby Football League y la London Marathon.
A la vista del mundo, el año que siguió a la boda no podía haber sido más exitoso. Feminista, birracial, cercana y comprometida con la filantropía incluso antes de conocer a Harry, Meghan parecía traer a la monarquía el aire fresco que necesitaba para reciclarse. Hubo anuncio de embarazo (Archie llegaría el 6 de mayo de 2019), actos oficiales, vestidos de gala, sonrisas junto a la reina Isabel II y hasta una larga y exitosa gira real por Australia, Fiji, Tonga y Nueva Zelanda. Puertas adentro, en cambio, hasta el propio servicio se le volvió en contra, y pronto, las críticas se imprimieron nuevamente en los tabloides: “Más que un soplo de aire fresco, se transformó en un vendaval”, filtraron los asistentes de Harry. Es que Meghan estaba acostumbrada a manejar su agenda: quería escribir sus discursos, elegir los temas, proponer ideas, coordinar sus entrevistas; en suma, saltearse el protocolo. Algo que se hacía evidente sobre todo en sus roces con la Reina por su vestimenta. Mientras marcaba tendencia en las revistas y opacaba con su carisma y su estilo a su cuñada Kate Middleton, trascendió que desde el día de su casamiento, cuando eligió un vestido blanco de Claire Waight Keller, diseñadora de Givenchy –marca emblema de Audrey Hepburn y un guiño a la carrera de actriz que estaba dejando atrás–, tuvo discusiones con Isabel II que no consideraba que el color fuera apropiado para una divorciada. También desde ese día se salió con la suya.
En honor a esas anécdotas, los empleados de Kensington habrían apodado a la duquesa como “Me-Gain”, un juego de palabras con su nombre que en español se traduciría como “Yo-Gano”. Entonces, los medios volvieron a atacarla. Su falta de docilidad, como le ocurre muchas veces a las mujeres, se tradujo como lisa y llana ambición. Se ganó otro sobrenombre: “Duchess Difficult”, la Duquesa Difícil. Los especialistas en la casa real ya no ahorraban sus duros juicios: “Creo que Meghan debe darse cuenta de que no puede vivir en la familia real como una estrella de Hollywood de primera categoría”; “Tiene unos estándares demasiado altos”.
Sin embargo, cuando se definía a sí misma en su blog, muchos años antes, la entonces actriz parecía tener ambiciones mucho más simples: “Soy una chica californiana que vive bajo la idea de que la mayoría de las cosas pueden curarse con yoga, un poco de playa o algunas paltas”. Markle creció en View Park-Windsor Hillson, Los Angeles, con su madre, Doria Ragland, una asistente social e instructora de yoga afroamericana, que se divorció de su padre, el director de iluminación Thomas Markle –blanco y nacido en Pennsylvania–, cuando ella tenía dos años. Ahora se sabe que Meghan y su padre se distanciaron cuando él vendió una serie de fotos a la prensa antes de la boda real a la que finalmente no asistió, pero lo cierto es que fue por acompañarlo a los sets de “Casados con hijos” y “Hospital General” que encontró su vocación de actriz. “Durante diez años fui todos los días al salir del colegio –contó Markle antes de la pelea–. Estar en el estudio de ‘Casados con hijos’ era realmente divertido y también un lugar bastante perverso como para que se criara una chiquita con uniforme de colegio católico.”
Por entonces, Meghan aseguraba que nunca había visto pelear a sus padres, y que pese a que se habían separado antes de que ella tuviera uso de razón, siguieron yéndose de vacaciones y comiendo juntos (“los tres mirando Jeopardy! con una bandeja cada uno”) todos los domingos durante años. A los 18, entró a Northwestern University, en Evanston, Illinois: iba a convertirse en la primera persona de toda su familia en lograr un título universitario, en Teatro y Relaciones Internacionales. Fue esa última especialidad la que la llevó a trabajar durante un año en la Embajada de los Estados Unidos en la Argentina, en donde conoció “un mundo totalmente diferente”.
En 2015, cuando ya era una de las estrellas de la serie Suits, escribió un ensayo para la revista Elle sobre lo que significaba haber encontrado su voz como una mujer mestiza: “‘¿Qué sos?’ es una pregunta que me hacen todo el tiempo, antes de que empiece mi danza verbal: ‘Soy una actriz, soy una escritora, soy la editora de mi marca de lifestyle The Tig, soy una cocinera bastante buena y una firme creyente en las notas escritas a mano’. Pero entonces la gente sonríe, asiente gentil y al final, va al grano: ‘Sí, ¿pero qué sos? ¿De dónde son tus padres?’ Siempre sé lo que viene, y podría contestar ‘Pennsylvania y Ohio’ para seguir la danza, pero en cambio les doy lo que están buscando: ‘Mi papá es caucásico y mi mamá es afroamericana. Soy mitad negra y mitad blanca’”. En ese texto, Markle cuenta que, por su piel clara, su mamá tuvo que acostumbrarse a que pensaran que era su niñera, incluso aunque creció en un barrio progresista.
Ser la estrella de una serie popular no la había convertido en una celebridad internacional cuando unos amigos le presentaron a Harry en Londres. Cuando los primeros rumores sobre la pareja comenzaron a circular, ella todavía era “la chica de Suits” y los paparazzi persiguiéndola llegaron recién con su noviazgo con el niño mimado de los Windsor. Para alguien que siempre había buscado una carrera popular, que la fama llegara atada a un protocolo que le impedía disfrutarla, parecía casi un castigo. Tal vez fue en parte eso, sumado a las tensiones dentro de Buckingham, lo que empujó al Megxit, la forma en que desde el comienzo la prensa bautizó a la salida de los duques de Sussex de la familia real.
Un año atrás, en su primera declaración pública después del anuncio que esta semana terminó de concretarse, Harry sostuvo: “La mujer que elegí como esposa defiende los mismos valores que yo. Y esa es la misma mujer de la que me enamoré. Ambos hacemos todo lo posible para cumplir con orgullo nuestros roles en este país. Una vez que Meghan y yo nos casamos, estábamos emocionados, teníamos esperanzas y estábamos aquí para servir. Por esas razones, me da mucha tristeza que hayamos llegado a esto. Pero no tomé esa decisión a la ligera, realmente no había otra opción”.
Mientras la pareja acaba de anunciar que espera su segundo hijo –Meghan contó recientemente que perdió un embarazo en julio de 2020–, el próximo 7 de marzo se terminará el misterio: después de más de un año de especulaciones, la cadena CBS emitirá el programa especial en el que los propios duques de Sussex confiarán a su amiga Oprah Winfrey su versión de la historia. Lo que ya sabemos es que aquella chica californiana que cree que las cosas son más fáciles si uno está cerca de la playa ya tiene una nueva mansión en Santa Bárbara y un contrato millonario con Netflix junto a su marido para hacer con su productora docuseries, películas y programas infantiles, a los que, dicen, se sumaría, un show sobre su verdadera historia. Ya sabemos también que lo que Markle adora son, precisamente, las grandes historias de amor.
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