Es un arquitecto que va descalzo, con la camisa desabotonada y el cabello anárquico al sol. Es un carpintero vegetariano que raras veces come pescado y queso francés, y un barman que corre tabla y hace kitesurf cuando no diseña ni ejecuta planos.
Tiene una biblioteca profusa en su estudio que mira al mar, un hijo de cuatro años y tres mascotas —Tofu, Duchesse y Estela. Una mañana de noviembre de 2020, dos años antes de que instaure una agenda que lo mantendrá entre vuelos y el sopor del jet lag, sirve té verde y cruje una tostada.
—La vida debería ser así de simple— dice Tom Gimbert—, creo que siempre estuve en busca de un estilo de vida donde las cosas sean sencillas: naturales.
Es un profesor de Educación Física que tentó la Arquitectura por recomendación de su padre, con quien construyó —a los 12 años, durante un invierno— su casa familiar en Nantes, una ciudad francesa a orillas del río Loira. Y, sin embargo, vivió gran parte afuera: primero en Sevilla, donde aprendió castellano durante un intercambio estudiantil; luego en París, donde cursó la segunda carrera; y después en Barcelona, Oceanía, Chile y Perú, donde llegó hace más de una década, durante el período de prácticas universitarias, por encargo de un amigo. Viajó en bus desde Ecuador sin saber nada del país. Solo quería enfrentarse a las olas.
—Fue cool porque desde entonces me hice amigo de los pescadores —recuerda Tom Gimbert—. También conocí a otro francés que me ofreció trabajar en la construcción de un búngalo. Trabajaba y, por las tardes, iba al point a correr tabla. Máncora no era ni el rastro de lo que es hoy. Era un pueblo donde todos se conocían. Un lugar para estar en paz. Una vez que acabé el búngalo volví a Francia para culminar mis estudios, luego hice un par de idas y vueltas por años y finalmente me quedé. No busqué nada de lo que vino después.
Es un migrante que, una vez establecido, reunió cinco mil dólares para levantar un sofisticado bar de vinos —El Atelier— en un viejo quiosco que ya nadie miraba, pero donde había un letrero añejo que fotografió para recordarlo siempre: “Con creatividad todo es posible”.
Es un visionario que, tras ese primer éxito, vendió su apartamento en Nantes para comprar un terreno en el balneario; allí empezó a levantar, en 2010, un cubículo con bambú que devino en algo mayor: un hotel de excepción —el Ecolodge— a base de caña, madera, aserrín, barro, excremento de burro y follaje de algarrobo. No para abanderarse un título ecológico ni por vanagloria, sino por falta de presupuesto.
—Lo único que tenía claro es que quería construir mi casa y unos cuartos para recibir a mis amigos —dice—, algo bastante chill. Teníamos el material y definíamos ahí mismo. Quería hacer estructuras mixtas con bambú y madera. Solo utilizamos concreto para los cimientos y ladrillo, y granito para la piscina. Lo construimos en diez meses, entre cuatro personas, sin saber qué estábamos haciendo. A eso se llama construcción espontánea: usas lo que tienes disponible e inventas, según la energía del día.
Luego se corrige y sigue:
—Mejor dicho, más que inventar, pasé horas conversando con pescadores y ancianos para recuperar las técnicas ancestrales. ¿Cómo habían podido lograr construcciones de barro con acabados que no se rajaban? Busqué respuestas y experimenté con esos hallazgos junto con unos chicos que habían llegado de la selva, y que se convirtieron en mis grandes amigos.
Reivindicó una mezcla para tarrajeo con follaje y heces de burro, y un sistema de pared con estructuras de madera y aislamientos de aserrín que, desde entonces, les otorga a sus edificios una performance artística y térmica.
Además, estableció un protocolo que cumple hasta ahora: emplea la misma tierra extraída del terreno donde va a construir, recolecta la viruta que acaba en el fuego en algunos talleres de Máncora, y opta por la pintura orgánica al agua. Con esas iniciativas busca reconfigurar el turismo en una zona amenazada por la ola inmobiliaria y la contaminación.
Una vía carrozable conduce a Alma Loft, el hotel número veinte que Gimbert construyó en el país. Está ubicado al final de la playa Pocitas, a diez minutos de Máncora. Las once habitaciones que alberga fueron contempladas, en 2019, con técnicas de carpintería francesa y la ‘arquitectura vegetariana’ que promueve.
Tiene una piscina infinita, temperada, y una terraza elegante donde funciona el restaurante Bistró Alma, que sirve recetas franco-nikkei con productos del mar. Por allí duermen o juguetean Tofu, Duchesse y Estela. Es el proyecto más ambicioso de Tom Gimbert, director del Estudio Ecowekk y ASA Gimbert.
Las olas llegan con suavidad a su casa, erigida justo al lado de Alma Loft, donde ha ejecutado un innovador plan de sostenibilidad para mitigar la huella ambiental a través de la recuperación y reutilización de aguas negras y grises, la calefacción mediante radiación solar y la utilización del viento como energía renovable.
—Máncora no tiene agua y es un recurso caro— señala—. Lo que hacemos es recuperar el agua gris (de duchas, lavamanos y lavadora) para emplearla dos veces o tres. Al recuperarla en una cisterna, se procesa con un sistema de filtros orgánico y se reutiliza en el huerto o el wáter. Las aguas negras, en tanto, se envían a un biodigestor con ozono que permite crear compost. El turismo es una economía y Máncora vive de eso. Entonces, no podemos seguir participando de la economía sin sensibilizar a la gente.
Es un arquitecto peculiar: desde 2018 se dedicó a construir once viviendas para niños con discapacidad en el balneario. Fue un proyecto que desarrolló junto con la escuela de Arquitectura donde estudió, en Francia. Seleccionó las mejores propuestas y consiguió financiamiento para que los estudiantes viajaran a ejecutarlas.
En alianza con la Asociación Arquitectura para la Infancia, a la cual pertenece, recauda fondos para remodelar un orfanato en la India mientras coordina la implementación de un proyecto benéfico para refugiados, un condominio sostenible en Máncora y otro en Costa Rica, además de un resort ecológico en la isla de Koh Tao y otro en Pucón (Chile).
—Profesionalmente estoy en un giro porque quiero hacer solo proyectos de impacto cero. También estoy comiendo vegetariano, viviendo en una casa ahorradora, simple y cómoda. En Francia trabajo en un edificio de pisos con estructura de madera y aislamiento de paja. Cada vez más pienso en qué mundo le voy a dejar a mi hijo.
Cuando vuelva a Máncora, Tom Gimbert también espera habilitar habitaciones para voluntarios que apuesten por el coworking.
—La idea es anunciarlo en la web para que vengan una semana y crear una comunidad —adelanta—. De esa manera, comparto mi trabajo, crecemos juntos y contribuimos con proyectos a la comunidad.
Una tarde de 2020 avanza por la carretera, los lentes de sol sobre el cabello anárquico. Entonces, habla del optimismo en la reactivación turística y del poder terapéutico del mar:
—Cada vez que entreo con mi hijo pienso que uno es por esos momentos efímeros, a veces irrepetibles, donde está la felicidad. Y no se necesita más.
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