Un enano con pies desiguales, un demonio o un duende, es como normalmente se le define a este ser que en la selva peruana se le denonima como Chullachaqui. El nombre proviene de dos palabras quechuas: chulla, que es disímil, desigual, disparejo; y chaqui, que significa pie; ambas palabras se juntan para formar pie distinto, una de las características de este personaje que obligó a varios a salir corriendo por miedo.
Según cuentan pobladores de Iquitos o Loreto, este ser tiene la habilidad de convertirse en cualquier persona y frecuentemente se transforma en un familiar o amigo cercano para engañar a los visitantes y llevárselos a la profunda y espesa selva peruana.
Por otro lado, se dice que su función principal es cuidar a los animales y plantas que se encuentran en el bosque. Por ello, aquel que tala árboles o caza, no están bautizados o no creen en Dios, son castigados por este ser místico. Además, a pobladores que son justos o de su agrado les da provisión para varias semanas.
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Ahora, los relatos son innumerables, pero, si debemos darle una apariencia general sería la siguiente: un ser masculino con rostro de adulto, cabello largo y barba, pero con cuerpo de niño y panza sobresaliente. A pesar de que puede cambiar de forma, lo único que se mantiene igual son sus pies, por eso los tiene cubiertos siempre. Un pie es como de humano y el otro como de un animal (cabra, cerdo, jabalí o algo similar).
Como su fin es proteger su territorio, es capaz de lanzar truenos y rayos que asustan a los hombres. Puede cambiar el clima y hacer llover en abundancia para apagar el fuego del bosque. Además, puede comunicarse con los animales y avisa a izulas y huayrangas (avispas gigantes cuyas picaduras produce fiebre) para que ataquen a extraños.
Julio y el Chullachaqui
En Contamana, una ciudad de la provincia de Ucayali, Loreto, vivía una familia de cuatro integrantes. Padre, madre y los hijos, Julio y Sebastián, de 14 y 12 años, respectivamente. Ambos siempre iban al monte para buscar provisiones, como frutas, verduras o carne.
El mayor, Julio, era quien siempre con llegaba con algo para la mesa. La familia no sabía cómo lo lograba, pero él aparecía con abundante comida. Sin embargo, un día no llegó a casa y al paso de las horas la preocupación creció. El conocía el bosque como la palma de su mano y era raro que esto sucediera, pero no llegaba.
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Desesperados tras varios y avisando a los vecinos, salieron a buscarlo. Luego de largas horas, uno tuvo la idea de disparar al aire con la escopeta, para que Julio pueda escucharlo y poder acercarse. Al instante apareció, con los ojos rojos e histérico, como aturdido. La familia lo sostuvo como pudo y lo llevó de vuelta a casa.
Julio se recuperó y contó: “Encontré a una hermosa señorita que calzaba botas aún con el calor del medio día, pero una de las botas le quedaba flojo. Se dirigió hacía mí y me dijo que me iba a dar todo el paraíso de la selva y sus manjares cada día, solo con la condición de que acompañara y no contara nada. Acepté, pero cada día nos íbamos adentrando más y más al corazón de la selva”. A pesar de que habían pasado varios días, para él solo fueron unas horas.
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