Una de las cosas que identifica a los peruanos es la amabilidad para tratar al forastero. Generalmente esta situación se ve con los extranjeros que llegan a la capital. Pero en provincia, al menos la mayoría de veces, no sorprende a nadie que todos los habitantes de un determinado pueblo se traten con mucha cortesía.
Justamente esta característica algunas veces nos puede jugar una mala pasada, pues podríamos darle nuestra atención a la persona equivocada.
Tal como le pasó a un sujeto que, por querer hacer un favor, se llevó un susto de muerte. Por lo menos, eso es lo que dice la leyenda en torno a un hecho ocurrido en la hacienda de Lauramarca, en la localidad de Quispicanchis, en el Cusco.
Aguacero gris
Cuenta la leyenda que este sujeto administraba una hacienda de varias hectáreas llamada Lauramarca. A pesar de que en tan vasta extensión de tierra vivían unas cinco mil personas, él vivía prácticamente solo en la casa de la hacienda.
Unas de las costumbres que tenía para pasar el tiempo era fumar cigarrillos, hasta dos cajetillas diarias.
Cierto día, y cuando ya le quedaban pocas provisiones de su vicio favorito, decidió ir a comprar un par de cajetillas más. La tienda más cercana estaba a un par de kilómetros, por lo que tuvo que usar su camioneta para trasladarse.
Había comenzado el camino, y sabiendo que tenía que apurarse pues el grupo electrógeno que brindaba la luz se apagaba a las nueve de la noche, pisó a fondo el freno de su camioneta para realizar la misión lo más rápido posible.
De repente, se inició un duro aguacero y, mientras avanzaba, vio la figura de un hombre que caminaba bajo la lluvia. Apiadándose de él, el conductor se le acercó y lo invitó a subir al vehículo para acercarlo a su supuesto destino.
“¿A dónde va, amigo, con esta lluvia tan condenada?”, le preguntó para hacer algo de conversación.
Pero este ser, haciendo una mueca de fastidio, como si le molestara entablar conversación con su ocasional benefactor, y con una voz y carrasposa, respondió: “¿Cómo dice usted?”
Entonces el buen samaritano recién le prestó atención al ser que había subido a su Mercury rojo. Solo en ese momento se percató que su acompañante vestía un abrigo largo y un sombrero color negro. Además, lo más extraño a pesar de la incesante lluvia, era que estaba totalmente seco.
Sus ojos eran demasiado saltones, tanto que no parecían humanos. Su piel pálida tenía un tono verdoso. Entonces el miedo se fue apoderando poco a poco de él.
¿A dónde fue?
La situación llegó a un clímax cuándo pasaban por el cementerio. “Sí me pide bajar aquí me va a dar un infarto”, pensó el hombre mientras aceleraba aún más para alejarse rápido del camposanto.
Hasta que por fin, llegaron al tan esperado tambo. Se estacionó cerca de la puerta y sin mirar atrás bajó en busca de su producto.
Apenas entró le dijo al tendero que se acercara a ver a su extraño pasajero. Pero al salir a ver, no había nadie en el auto.
“¿Oigan, ustedes vieron bajar al hombre que venía conmigo en el carro?“, le preguntó a unos pobladores que se protegían de la lluvia bajo el tejado de la tienda.
A lo que uno de ellos respondió: “No doctor. Justamente nos preguntábamos qué hará el doctor por acá solo, a esta hora y con este aguacero”. Entonces fue el hombre el que se puso pálido.
Aun así tuvo que regresar a su casa a seguir trabajando para sacar las cuentas del día. Pero su mente ya estaba en otro lado y no lo dejaba tranquilo. La imagen fantasmal se repetía una y otra vez en su cabeza, preguntándose sí había sido real lo que acababa de vivir o todo fue producto de su imaginación.
Luego de varias noches de angustia, dejó de comentar el tema para que los demás no lo tilden de chiflado.
En más de una ocasión escuchó hablar a la servidumbre sobre el aparecido del cementerio. Según estos relatos, se trataba de un hombre que murió desbarrancado y que solo quería encontrar el camino de vuelta a casa.
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