Sérvulo Gutiérrez fue de esos personajes que pasan por este mundo como una estrella fugaz. Brilló en cada cosa que se propuso mientras estuvo en vida. Como deportista calificado, pintor y poeta. Y tras su partida del plano terrenal dejó tras de sí una estela de talento que aún hoy, 61 años después de su muerte, sigue dando que hablar entre los amantes de las artes plásticas.
Nacido en Ica un 20 de febrero de 1914, fue miembro de una familia de 16 hermanos. Sus padres, Daniel Gutiérrez Fernández y de Lucila Alarcón Valverde, también estaban ligados a la artesanía y a la restauración artística.
Cuando todavía era un púber, se vio obligado a emigrar a Lima tras la muerte de su madre. En la capital, y viviendo con uno de sus hermanos mayores, comenzó a interesarse en las artes. Pero las circunstancias lo llevaron a trabajar para sobrevivir. Así, tuvo diversos oficios como mozo en el restaurante de su padre, peón en la construcción de la carretera Pisco-Castrovirreyna y fabricante de huacos.
Justamente en esta última labor comenzaron a resaltar sus dotes artísticas. Y es que sus huacos alcanzaron tal perfección que los expertos dudaban si era original o réplica. Solo el mismo Sérvulo se vio en la necesidad de salir a aclarar que solo se trataba de una reproducción.
SABÍA DE GOLPES
El inquieto espíritu aventurero de Sérvulo Gutiérrez lo llevó a probar suerte en el deporte de manera amateur. Fue en el boxeo que destacó. Este muchachito sí que sabía usar las manos en muchos sentidos. Y vaya que era bueno pues llegó a coronarse campeón nacional en la categoría gallo. Gracias a este acontecimiento es que forma parte de la selección peruana que disputó el campeonato sudamericano en la ciudad de Córdoba, Argentina. Allí consiguió el subcampeonato en su categoría.
En lo más profundo de su ser, Sérvulo sabía que su destino reposaba literalmente en sus manos. Pero no en el deporte de las narices chatas, sino en algo más trascendental. Y fue a orillas del Río de la Plata cuando vio el futuro ante sí y dijo: “Pintor quiero ser”.
Justamente aprovechando el fin del torneo sudamericano de boxeo en el que había participado, decidió quedarse en la Argentina a perfeccionar su arte. Por varios años trabajó al lado de Emilio Pettoruti aprendiendo todo lo que era posible sobre su nueva profesión.
Esa influencia se vio reflejada en el rigor clásico de los retratos y bodegones que pintó por esos años. En tierras gauchas conoció al primer amor de su vida y se casó con Zulema Palomieri, con quien tuvo una hija, llamada Lucy.
A PARÍS
En esos tiempos, la capital de Francia también lo era de todo tipo de arte. Sobre todo de la literatura y la pintura. Es precisamente que el peruano se mueve para allá en 1938. Allí estudió pintura y escultura. Pero el destino lo traería de vuelta a la patria.
En 1940 explota la Segunda Guerra Mundial y regresa a Argentina, donde conoce a otro de sus grandes amores, Claudine Fitte. De su mano, emprende el camino a Lima –a fines de 1940- en donde se dedica de lleno al arte y a la vida nocturna.
LLEGAN LOS RECONOCIMIENTOS
En 1942, Sérvulo Gutiérrez obtuvo el primer premio en una exposición sobre motivos amazónicos, con motivo del cuarto centenario del descubrimiento del río Amazonas. Esas obras se encuentran actualmente en el Museo de Historia Natural Javier Prado, de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.
Para 1954, organizan una exposición de sus obras en la entonces Galería Lima que fue muy sonada en la sociedad de la época.
Para la última etapa de su vida, el artista regresa a sus raíces iqueñas y los paisajes más característicos de esa localidad se vuelven cada vez más protagonistas de sus obras.
Su arte también ocupó una etapa católica logrando gran reconocimiento sus pinturas de Santa Rosa o los Cristos que pinta sobre cualquier soporte que tiene a la mano: paredes, servilletas, periódicos, etc.
Decía de él el periodista Enrique Maticorena Estrada: “pintor, escultor, poeta, decimista, recitador, boxeador, bohemio y amante empedernido es la figura peruana más típica entre los años cincuenta y sesenta…y el mejor exponente del expresionismo peruano”.
Hasta que un día como hoy, 21 de julio de 1961, la muerte lo sorprendió tras contraer una infección hepática. Tenía tan solo 47 años. Se fue en la flor de la vida con todavía mucho por ofrecer como artista. Y es que así son las estrellas fugaces. Llegan, impresionan a todos y se van tan rápido como vinieron. Solo para seguir viviendo en el recuerdo de su obra extraordinaria.
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