“Mientras el corazón lata, mientras la carne palpite, no me explico que un ser dotado de voluntad se deje dominar por la desesperación”, esta cita del escritor Julio Verne describe perfectamente la extraña aventura que le tocó vivir a la bióloga Juliane Koepcke, quien a la edad de 17 años fue protagonista de uno de los misteriosos casos que ocurrieron en nuestro país. Aferrándose a la poca fuerza que le quedaba, la peruana logró lo imposible: sobrevivir en la selva. Esta es su historia.
HEREDERA DE UNA PASIÓN POR LA NATURALEZA
Desde su nacimiento, en el año 1954, se familiarizó con los seres vivos y el cuidado de los mismos. Mientras otras niñas tenían de mascota a un perro o un gato, ella ya cuidaba de un pequeño tucán. Al cumplir los catorce, acompañó a sus padres a la estación biológica de nombre Panguana, espacio natural en el que exploraron de cerca el bosque lluvioso tropical que hasta ese momento no había tenido intervención del hombre. Es en este lugar donde comenzó a tener una relación cercana con los animales que allí habitaban.
UN SALTO AL VACÍO
Rápidamente se adaptó al ritmo de vida de sus padres, quienes por su trabajo tenían que realizar viajes frecuentes. En uno de los vuelos programados, Juliana acompañó a su madre en la ruta de Lima a Pucallpa, abordando un avión de la compañía Líneas Aéreas Nacionales SA (LANSA). Más de 90 personas se encontraban ansiosas de pisar tierra, lo que parecía ser un desplazamiento ordinario, terminó en tragedia cuando se adentraron a una nube oscura en la víspera de Navidad de 1971.
”Hubo una fuerte turbulencia y el avión se movía arriba y abajo. Maletas y paquetes caían de los compartimentos. Salieron volando regalos, flores y pasteles”, detalló a la BBC.
Esta escena la impactó. Desde su asiento pudo ver rayos alrededor del avión. El temor se apoderó y solo atinó a tomar de la mano a su madre, los nervios terminaron silenciándolas y no podían emitir palabra alguna. El entorno era caótico, gritos y diálogos que nadie entendía mientras los absorbía la incertidumbre. Una falla en el motor exterior fue la causante de la desgracia. La peruana no imaginó que las últimas palabras de su madre serían: “Esto es el fin, se acabó”.
En un abrir y cerrar de ojos, se encontró volando por los aires sujetada a su asiento. Era solo ella y el sonido del viento. Desde lo alto, a más de 3 mil metros, anticipó lo que ocurriría, su cuerpo se iba a estrellar y morir instantáneamente. Julia no recuerda lo que pasó, perdió la conciencia y cuando despertó, al día siguiente, en lo único que pensó fue en que era una sobreviviente del accidente que partió el avión en varias partes a unos 3 kilómetros de altitud. Aunque intentó localizar a su mamá con gritos, nunca obtuvo respuesta.
ATRAPADA EN UN LABERINTO
No pasaron muchas horas para que su cuerpo le advirtiera que no se encontraba en buen estado. Las secuelas de su caída fueron notorias: se había roto la clavícula y el ligamento de la rodilla que le impedía caminar; además de unos cortes profundos en las piernas. Sufrió otro corte en el brazo, el cual se infectó y albergó gusanos de un centímetro de largo.
IMPROVISANDO UN MANUAL DE SUPERVIVENCIA
De la tragedia intentó rescatar lo positivo. Su objetivo era sobrevivir y buscar ayuda de inmediato. Recordó que había aprendido lo necesario para vivir en la selva gracias a los consejos de sus padres. Aun cuando para muchos puede ser un “infierno verde”, ella no lo calificó como peligroso o letal para el ser humano.
Por los sonidos de los aviones que sobrevolaban la zona sabía que estaban buscando los restos de la nave. Para su infortunio, la selva era muy densa y le estorbaba la visibilidad para decidir qué camino seguir.
En los primeros días, combatió al clima con un vestido corto y un solo zapato. No podía ver con claridad porque perdió sus lentes. Siguió su instinto y caminó por un arroyo, exponiéndose a que los animales la ataquen, como las serpientes que por su piel logran camuflarse fácilmente en las hojas secas. Sobre su alimentación, lo único sólido que consumió fueron unos caramelos que encontró por casualidad.
Durante su travesía se escondía de los buitres que se posaban sobre los pasajeros que no escaparon de su destino trágico. A su corta edad, tomó el valor de revisar los cadáveres con el propósito de reconocer si uno de ellos le pertenecía a su progenitora. Las largas caminatas formaron parte de sus mañanas y noches por 10 días.
LA ESPERANZA DE SER SALVADA
Tras casi dos semanas de encontrarse sola en el Amazonas, Juliane Koepcke no tenía la fuerza para continuar, por lo que se recostó en la orilla de un río. Una silueta le pareció familiar, se trataba de un barco. Se aproximó a la brevedad y reconoció un camino que se dirigía a una cabaña. Lo primero que hizo fue curar la herida de gravedad que tenía en el brazo, el cual roció con gasolina para cicatrizarlo.
Cansada de arrancar los gusanos que querían penetrar su piel, se quedó profundamente dormida. Al día siguiente, escuchó unas voces al exterior de la construcción. Unos hombres se acercaron a ella y no podían creer lo que estaban viendo: habló en castellano y contó a detalle lo que había sucedido.
Sus salvadores le revisaron las heridas, la curaron y le proporcionaron alimentos. Pasaron 24 horas para que se reincorpore a la civilización. El primer contacto cercano fue con su padre, a quien le dio un eterno abrazo. Pese a los intentos de encontrar a su madre con vida, la mala noticia fue notificada el 12 de enero cuando ubicaron su cadáver. Sobre su muerte se sabe que también salió con vida del accidente, pero los daños en su cuerpo la llevaron a una agonía que le arrebataron sus ganas de luchar.
Los medios de comunicación la acecharon durante muchos años, pero Julia prefería no revivir el trauma. En 2011, publicó “Cuando caí del cielo. La increíble historia de supervivencia que se convertirá en película” en Alemania; luego se publicaría en castellano en varios países, incluido Perú.
Actualmente vive en Munich. Estudió zoología y biología y se desempeña como bibliotecaria en la Colección zoológica del Estado de Baviera. Además, dedica su tiempo a la Fundación Panguana, con la que protege áreas naturales e impulsa investigaciones científicas.
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