Silvia Núñez del Arco regresa a la palestra con su nuevo libro titulado ‘Si me dejas me mato’, la cual fue presentada este viernes 6 de mayo, teniendo como compañero en este día tan especial a Jaime Bayly, reconocido periodista, conductor de TV y padre de su hija.
Si bien es cierto, la joven saltó a la fama por ser pareja del polémico personaje, la escritora ha demostrado tener una pluma bastante dinámica, creativa y sobre todo perseverante. Con 33 primaveras, la joven madre regresa después de 4 años de ausencia mucho más curtida, presentando en esta ocasión su quinta obra producida por la Editorial Planeta, donde nos relata el paso a la adultez de dos jóvenes que deben liberarse de la dependencia emocional para así hallar su lugar en el mundo.
“Su cabello rizado y su sonrisa despreocupada me condujeron a un amor por el que estaba dispuesta a abandonarlo todo… hasta a mí misma. Pero bajo la arena se escondían secretos que las olas no tardarían en desenterrar”, relata la autora en las primeras páginas de este esperado libro.
SILVIA NUÑEZ DEL ARCO, LA ESCRITORA
Cuando tenía 21 años, Silvia Núñez del Arco publicó su primera novela llamada Lo que otros no ven, en el 2010. Dos años despúés, lanzó su segunda propuesta, de nombre Hay una chica en mi sopa. Su tercera obra la publicó en el 2013, El hombre que tardó en amar. Para su cuarto libro se tardaría un poco más, presentando en el 2018 Nunca seremos normales. Este 2022, la escritora regresa con Si me dejas me mato, la cual ya se encuentra disponible en todas las librerías a nivel nacional, y fue presentada este viernes 6 de mayo a las 7:00 pm en Crisol del Ovalo Gutiérrez, en Avenida Santa Cruz 816 en Miraflores,
Ante ello, una emocionada Silvia Núñez del Arco compartió con Infobae el primer capítulo de su obra de ficción, la cual te invitamos a disfrutarla aquí.
PRESENTACIÓN DEL PRIMER CAPÍTULO DE ‘SI ME DEJAS ME MATO’
El chico de moda
1
Todo empezó con unas clases de surf. Era el segundo verano que llevaba clases de tabla. El primer año me matriculé con una amiga. El siguiente verano ella no se animó a continuar, así que decidí seguir las clases sola.
En mi grupo éramos unos quince chicos y chicas, todos entre doce y catorce años. Nos dividían por edades. Los profesores eran siempre los mismos. Se llamaban Niels y Andrés. Eran guapos, en sus veintes, con unos cuerpos increíbles. Yo tenía catorce años y era una niña para ciertas cosas, pero no para dejar de mirarlos. Me gustaba mirar sus cuerpos, las líneas de los abdominales que se perdían en el short de la ropa de baño, muchas veces sin un calzoncillo debajo. Andrés estaba un poco loco. Le gustaba hacer volantines en el aire, asustar de broma a las chicas, hacer voces divertidas, impresionarlas con trucos de tabla. Era muy guapo, pero para mí era difícil seguirle el ritmo, distinguir si se estaba riendo conmigo o de mí. Niels era más tranquilo. Era dos años mayor que Andrés, tenía veintidós.
A mí me gustaba Niels, pese a que era bastante mayor que yo. Me gustaba, no sé por qué. Era menos guapo que Andrés, pero en cierta forma más adulto. Aunque no daba la impresión de ser una persona demasiado seria. Tenía el pelo castaño y los ojos despiertos, con ese bronceado de quien se pasa el año entero corriendo olas, incluso en invierno. Nunca sentí que me mirara de una manera romántica o sexual. Creo que me veía como a una niña, o quizás no tenía idea de que a mí me gustaba, o quizás yo no le interesaba, punto. No sé si llegué a enamorarme de él, creo que no; lo que sí es cierto es que me pasaba el día pensando en él. Y ese primer verano que llevé las clases de tabla, me fui un poco triste del desayuno de despedida.
Me fui triste pensando en que ya comenzaba el colegio, queriendo que el año escolar terminase rápido para volver a verlo el próximo verano. A veces me torturaba pensando en qué pasaría si el siguiente año yo volvía a clases de tabla y él no estaba. Alguna vez escribí un poema pensando en él. Qué triste mi vida. Enamorarme o engancharme así con alguien con quien no había cruzado más de cuatro palabras, a quien solo había visto dos veces por semana durante tres meses y no había dado señales de interés en mí.
El siguiente verano volví a las clases. Ahora ya no estaba Andrés. Estaba solo Niels. En la segunda clase lo escuché decir que pronto se incorporaría un instructor nuevo. Su nombre era Matías. No me pregunté si el nuevo instructor sería tan guapo como Andrés, ni siquiera me imaginé que terminaría gustándome más que el mismísimo Niels. Estaba caminando con mi amiga Macarena por el club, rumbo a la «playa tres», porque mis clases estaban por comenzar, cuando un chico que no había visto antes pasó corriendo a nuestro lado sin camiseta. No nos saludó, no nos presentaron. Pero lo vi y supe que era el nuevo instructor de surf. Mi amiga me hizo notar que cada músculo de su espalda se marcaba cuando corría. Creo que su intención era justamente esa, usar su cuerpo para llamar nuestra atención. Y lo logró. No solo por su cuerpo, también por su forma de ser. Apenas comenzó la clase, se me acercó y me habló como si nos conociéramos de hacía años, como si no estuviera particularmente intimidado ni impresionado por mi presencia. A veces ocurría eso, que yo podía notar el nerviosismo de algunos chicos al hablarme, podía darme cuenta de si les gustaba, o si estaban inseguros de sí mismos. Con Matías no fue así. Y eso fue lo primero que me gustó de él, porque supongo que sentí que tenía que conquistarlo. Su exceso de confianza en sí mismo me pareció un reto y también una característica envidiable de su personalidad. No era particularmente guapo. Tenía el pelo ondulado, castaño oscuro, con algunos tonos más claros por el sol y el mar. La mirada intensa, las pestañas rizadas, los ojos marrones. Un lunar pequeño al lado de la nariz, las manos perfectas, la cintura estrecha, los abdominales marcados.
Él tenía dieciocho y yo catorce. A esa edad, unas de las pocas cosas que yo sabía sobre mí era que tendía a depender emocionalmente de la gente a la que quería. Y yo empezaba a querer a alguien cuando, de una manera o de otra, esa persona no estaba disponible para mí. No sé si esa conducta tenía una explicación psicológica, probablemente sí. Lo que sí sabía era que yo siempre había sido así, desde muy niña. La primera vez que lo noté, o que me lo hicieron notar, fue con una amiga en segundo grado. Era mi mejor amiga. Era muy inteligente, pero muy distraída. A veces ocurría que nos metíamos a las duchas del club por separado y un rato después yo ya estaba cambiada y ella todavía no se había pasado el jabón, porque se quedaba parada bajo el chorro de agua tibia, con la mente en otra parte. Entonces yo, desde afuera de la ducha, la ayudaba a ponerse el champú en la cabeza, le hacía acordar de tomar su pastilla para la concentración, le preguntaba si no estaba olvidando nada en el camerino. Yo tenía ocho años, igual que ella. Pero ella era distraída en extremo y yo no, y yo hacía el papel de madre precoz, de hermana mayor sin que nadie me lo pidiera. En el colegio hacía lo mismo con las tareas y trabajos. Tan pendiente estuve de ella, que las profesoras llamaron a mi madre; aparentemente les preocupaba que a tan corta edad tuviera esa relación maternal con ella. Mis relaciones de afecto estaban basadas en esa premisa: si te quiero, voy a cuidar de ti.
Esa tarde en la clase de tabla ocurrieron dos cosas. La primera, mi mirada giró de Niels a Matías sin que yo misma fuera consciente de lo que me estaba pasado. La segunda, al terminar la clase pisé una avispa. El aguijón se me quedó clavado en el pie. Cuando todos se habían ido a vestir, me quedé sentada en el muro que dividía la zona de parqueo y la playa, con el wetsuit hasta la cintura, con una pierna cruzada, la planta del pie hacia arriba y mis dedos tratando de sacar el maldito aguijón. Matías se me acercó y me preguntó qué me había pasado. Le dije que había pisado una avispa. Mi respuesta no pareció alarmarlo o preocuparlo. «¿Eres alérgica al polen?», me preguntó. Le dije que no sabía. «Vas a estar bien», me dijo y siguió caminando, y yo me quedé ahí sentada, con el aguijón todavía adentro de mí.
2
El padre de Matías había fallecido cuando él tenía nueve años. Fue una de las primeras cosas importantes que supe sobre su vida. Me lo dijo una tarde, mientras caminábamos por el club, en un tono de voz despreocupado, como quien cuenta algo que ya tiene superado. No me dejó ver, o escondió muy bien, que esa era su más grande herida; la misma que sería luego la causa de nuestras peores peleas. Me contó también que vivía con su madre y su hermano, tres años menor que él. No le pregunté de qué había muerto su padre. Me pareció imprudente, porque no sabía si le gustaba hablar del tema. Aunque la confianza en sí mismo que proyectaba me hacía pensar que no se iba a incomodar ni ofender si se lo preguntaba.
Fue con esa misma seguridad que solo él parecía tener que un día me dijo para almorzar juntos antes de que empezara la clase. Sería exagerado decir que fue un almuerzo formal, porque en realidad solo sacamos un sándwich y una gaseosa cada uno del quiosco del club, y comimos sentados en un muro que bordeaba la playa, mirando el mar, con los pies llenos de arena. Ese día me sentí especial. De todas las chicas lindas que él conocía, que no eran pocas, había elegido ir a almorzar conmigo. Desde que lo conocí, me había resultado inalcanzable. Y ese almuerzo me hizo sentir que un poquito de interés debía tener en mí. Me enganché con él. Me olvidé por completo de Niels, que también seguía siendo mi profesor.
Los días más felices eran aquellos en los que tenía clases de tabla. La emoción de qué pasaría ese día con él me mantenía interesada. Me preguntaba si me iba a contar algo más de su vida, si volveríamos a almorzar juntos. Empecé a esperarlo cada mañana al llegar al club. Yo llegaba a eso de las nueve de la mañana, me sentaba en la «playa tres» a mirar el mar. En realidad, estaba esperando a ver si él aparecía, a ver si lo veía, aunque fuera de lejos.
El club tenía tres playas, o tres salidas a la playa. La «playa uno» era la más tranquila, donde iban las señoras y señores mayores a tomar sol, de donde salían algunas pequeñas embarcaciones. La «playa dos» era un poco más familiar, iban mamás con sus hijos pequeños a bañarse en la orilla. Ahí también se reunía el grupo de los chicos cool del club. A ese grupo pertenecía Andrés y luego supe que Matías también (Niels no, porque era algo mayor que ellos).
Mis clases eran por la tarde, pero yo desde la mañana estaba pendiente de verlo llegar, sin que se notara, por supuesto. A veces pasaba frente a la «playa dos» a ver si estaba ahí. Habíamos salido a almorzar esa vez, pero ya habían pasado dos semanas y no se había repetido el almuerzo. Cuando me lo cruzaba, tenía la esperanza de que me dijera para ir al quiosco juntos, pero no me decía nada. Me saludaba con entusiasmo y me decía que nos veríamos luego. Yo solo quería estar con él, saber de él, hablar con él. Aunque no siempre la conversación fluyera, aunque no siempre me diera toda su atención, porque, claro, él, siendo el chico popular que era, se detenía a cada ratito a saludar a alguien, hombre o mujer, joven o adulto. Todo el puto club lo conocía.
¿Por qué me enganché así con él? No lo sé. Pero no podía ser una buena señal. Y yo era muy chica para darme cuenta.
Había detenido mi vida para girar alrededor de él, esperando que se fijara en mí. Esperar. Ese es el verbo que mejor define mis obsesiones. Esperar a que me llamen, a que me busquen, a que me den ese abrazo, ese beso. Hacer todo lo posible por llamar la atención de esa persona, que note mi presencia, que me mire. Y lo malo de vivir esperando la siguiente clase, la siguiente vez que iba a verlo, era que las semanas pasaban rápido. Ya febrero estaba por terminarse y yo solo había ido a almorzar con él una vez. ¿Cómo iba a hacer para verlo cuando acabara el verano? Me angustiaba pensar en eso. Pero luego me decía «tranquila, un día a la vez, ya se irá viendo».
Un viernes por la noche hubo una fiesta en el club. Yo fui con mi amiga Macarena. Por supuesto, lo único que hice desde que llegué a la fiesta fue pensar en él, a qué hora iba a llegar, o si iba a llegar, porque no tenía ninguna seguridad de que iba a aparecerse —aunque algunos de sus amigos estaban ahí, lo que me hacía pensar que sí, que era posible que llegara—. Por supuesto en mi mente el escenario ideal era verlo llegar, ver en sus ojos un deslumbramiento con lo linda que me había puesto para él, que me hablara un rato, llevando él la conversación, con esa elocuencia y facilidad de palabra que yo no tenía; que me sacara a bailar, me pidiera mi número para agregarme al WhatsApp y poder seguir hablando luego. Yo quería que nos hiciéramos más amigos, más cercanos, y así tener un motivo para seguir viéndonos en invierno. No estaba dispuesta a dejarlo ir. Lo quería para mí. Pero esta vez, a diferencia de lo que había hecho con antiguos afectos, no le conté a nadie que me gustaba Matías. Ni siquiera a mi amiga Macarena. No quería por ningún motivo que esa información se filtrara, que alguien nos hiciera una broma de que yo le gustaba. No quería que él lo supiera, porque veía que era un espíritu libre y no quería asustarlo ni alejarlo. Solo quería estar cerca de él y que la amistad siguiera fluyendo.
Ese día en la fiesta, me pasé la mitad de la noche confundiendo a Matías con otros chicos. Lo veía en cada esquina poco iluminada, lo veía bailando con otra, lo veía pidiendo una cerveza, lo veía conversando con amigos. Cada chico de pelo semilargo y ensortijado era él por unos segundos. Desilusión total. Pasada la medianoche, ya me estaba yendo cuando me lo crucé en medio de un tumulto de gente. Estaba serio, muy serio, más serio que de costumbre, porque él siempre estaba sonriendo. Saludó a mi amiga al paso, luego me saludó a mí. Siguió caminando. No sonrió, no se detuvo a hablarme.
Volví a mi casa con el corazón roto. Él había llegado tarde a la fiesta, a pesar de que yo le había dicho que iba a ir. Llegó tarde, a duras penas me saludó. Me ignoró por completo. No se deslumbró con la ropa que me había puesto para él. No bailamos, no conversamos, no me dio su celular para seguir hablando luego. «Ya fue, no le gusto», pensé. 18
3
Durante ese verano se puso de moda ir a un determinado centro comercial todos los martes por la noche. No había un plan específico, solo estar ahí, en el segundo piso del mall, al aire libre, conversando. Estaban quienes llevaban alcohol y bebían a escondidas, porque algunos eran menores de edad y además no estaba permitido hacerlo ahí. Yo no era de las que bebía, yo no bebía en general, no me gustaba el sabor del trago ni la idea de perder el control sobre mí. En el primer piso del mall había dos discotecas de moda. Eran pocos los afortunados que lograban entrar en ellas, porque era para mayores de dieciocho: la edad de Matías. Y muchas veces estaba un rato en el segundo piso del mall conversando con quienes se encontraba, y luego bajaba a alguna de las discotecas. Era poco el tiempo y pocas las veces que nos encontrábamos y conversábamos. Yo siempre iba con alguna de mis cinco amigas cercanas, porque no tenía un grupo grande de amigas como muchas de las chicas de mi edad, y por supuesto no conocía ni a la tercera parte de gente que Matías conocía. Las veces que más pude conversar con él, unos veinte minutos, no más, fueron al lado de mi amiga Macarena, que aparentemente era más elocuente que yo. Era más fácil cuando estaba ella, porque yo intervenía con comentarios, pero no tenía el control de la conversación.
No sé si Matías estaba realmente interesado en mí. Por lo menos no lo demostraba. Era amable, bromista, pero hasta ahí nomás.
Nunca me llegó a pedir mi número, pero me dio el suyo y me dijo «agrégame». Era lo que hasta ahora yo había querido, pero no logré emocionarme, porque en mi mente, en las expectativas que yo me había hecho, era él quien me agregaba a mí, y porque también le dijo lo mismo a mi amiga Macarena. Yo no tenía una sola señal, salvo el día que habíamos almorzado juntos, de que yo también le gustaba a él.
Recuerdo que tenía un mininfarto cada vez que veía que estaba en línea. Primero un subidón de ánimo, seguido de un ataque de ansiedad. ¿Me hablará? ¿Le hablo yo primero?, ¿y si le hablo y me chotea?, ¿y si piensa que soy una intensa? Algunas veces me hablaba, pero brevemente. Las conversaciones eran básicas, las típicas: qué tal, bien, ¿y tú?, bien también. Otras veces se desconectaba y era el bajón, la desilusión. No entendía cómo podía estar tan enganchada con un tipo que ni siquiera me había dado un beso. Sufría un poco, pero no se lo decía a nadie. Y lo peor era que mi mayor preocupación era completamente absurda: ¿cómo voy a hacer para verlo cuando se acabe el verano?
Nada tenía mucho sentido, pero lo cierto era que en mi mente ahora solo estaba él; ya había olvidado a Niels. Mis pensamientos eran él, él, él. ¿Estará conectado?, ¿me lo encontraré en el club esta tarde?, ¿qué estará haciendo hoy sábado por la noche?, ¿estará saliendo con alguien?, ¿habrá besado a alguien anoche?, y la peor y más quemante de todas: ¿le gusto?
Debí darme cuenta en ese momento de que no valía la pena sufrir ni pensar en él. Debí seguir con mi vida y no detenerme siquiera a mirarlo. Pero me enredé en su telaraña cuando pasó corriendo sin camiseta a mi lado, o quizás cuando me habló con absoluta naturalidad la tarde que pisé una avispa, o cuando me dijo para almorzar juntos a mí y no a alguna de esas chicas, muchas de las cuales eran más lindas que yo.
A veces pienso cómo hubiera sido si hubiese elegido de primer amor a uno de esos chicos que me trataban bonito y no escondían que me deseaban, que me querían, que estaban interesados en mí. Si Matías me hubiese dicho que le gustaba al poco tiempo de habernos conocido, no sé si me hubiese enamorado. No sé bien por qué, pero siempre me he sentido atraída por lo difícil; me ocurrió que quedé atrapada en ese laberinto de emociones que él proyectaba. Pero algo bueno de ese laberinto fue que a mediados del verano conocí a sus amigos, a los chicos cool de la «playa dos». No los conocí a todos, pero sí a la mayoría, y algunos siguen siendo mis amigos hasta el día de hoy. Mi amiga Macarena, por supuesto, estaba encantada con la situación, porque de pronto estaba rodeada de chicos guapos, uno de los cuales terminó siendo su novio por nueve años.
Yo no le decía a nadie que me gustaba Matías. La única de mis amigas que sabía que me gustaba era mi amiga Pía, confidente y casi hermana desde que teníamos tres años. Nos conocimos en el nido, fuimos al mismo colegio por un tiempo, porque luego mis padres decidieron cambiarme de colegio cuando tenía diez años, y aunque por épocas cada una tuviera a otra amiga más cercana, nunca se rompió ese lazo de confianza. Ella siempre fue como una hermana para mí. La persona que siempre me dijo las cosas con absoluta franqueza, según cómo las veía ella. Y fue ella quien entonces me dijo: «Matías no será tuyo, pero tampoco será de nadie más. Matías no es de nadie, es del viento que pasa». Y la verdad, en el fondo, creo que esa frase, en lugar de lograr que me olvidara de estar con él, porque creo que fue esa la intención, avivó aún más mis ganas de conquistarlo. Pero al mismo tiempo yo era muy niña como para pensar en tácticas de seducción. Entonces empecé a vivir el momento, porque no tenía el coraje o la locura de decirle de frente «me gustas» y arriesgarme a que me dijera que no. Yo tenía claro que no debía precipitarme ni saltar al vacío.
Quizás por eso, no de una manera consciente, preferí replegarme esa tarde en que fuimos con sus amigos a saltar por el muelle del club. Era un salto de tres metros, en la «playa uno», de donde salían las pequeñas embarcaciones. Estaba prohibido, pero algunos pocos valientes o rebeldes lo hacían. No había mayor peligro, porque el mar en ese punto era profundo, pero si saltabas en la dirección incorrecta, o si el impulso de una ola te arrastraba, podías terminar en las rocas que estaban pegadas al muelle. Había que saltar alto y lejos, sobre todo lejos de las piedras.
Esa tarde saltaron casi todos los chicos del grupo, algunos pocos se quedaron con nosotras. El primero en saltar fue Matías. Mi corazón dio un respingo cuando lo vi caer en el agua. Salió a flote en pocos segundos, hizo un movimiento con la cabeza para revolver su pelo mojado y sonrió extasiado. Estaba feliz. Parecía un chico feliz, sin preocupaciones, sin heridas. Tenía la personalidad que yo siempre había querido tener. Los chicos nos animaron a nosotras a saltar, pero nos negamos, riendo. Luego volvimos caminando en grupo a la «playa dos» y me senté con ellos en ese lugar donde solían quedarse conversando. En ese lugar que yo había visto muchas veces de lejos, cuando pasaba caminando. Había otras chicas, no nos presentaron, y ellas no hicieron preguntas sobre nosotras. Matías agarró uno de los pareos de las chicas y se lo amarró en la cabeza como hindú. Hacía ese tipo de cosas absurdas que todas encontrábamos graciosas. En un momento se sentó a mi lado, pero eso no significaba nada para mí, porque, así como se sentaba a mi lado, lo hacía al lado de cualquier otra chica, y rápidamente cambiaba de lugar. Nunca se quedaba mucho tiempo en un solo sitio, no conversaba largo con nadie. Cuando me tocó estar a su lado, le pregunté si sería profesor el año que venía, me dijo que no creía, que pensaba irse todo el siguiente verano a Colán, una playa al norte de Lima. Por supuesto la noticia me dio pánico, pero no hice ni dije nada. Lo tomé como quien recibe un golpe en el dedo pequeño del pie y trata de hacer como si nada hubiese pasado. En esos momentos daba la impresión de que nada podía atarlo.
Y así, con besos en la mejilla, miradas inocentes, conversaciones cortas y brisa de mar, se pasaban los días sin que pasara nada realmente. Todos los días eran la misma interacción infantil de siempre. A veces lo veía de lejos hacerles bromas a las chicas lindas. A veces se ponía a mi lado, mientras esperábamos una ola. A veces me animaba a correr una ola más grande. A veces caminaba a mi lado antes de clase. A veces se sentaba un rato a conversar, mientras fumaba después de clase. Él fumaba y yo lo miraba. Lo miraba como si él tuviera claro qué hacer con su vida, como si tuviera todas las respuestas a mis preguntas, como si solo él fuera capaz de rescatarme de una soledad que nunca había sentido hasta conocerlo. Y así llegó el último día de clases. Volví a sentir un vacío parecido al del año anterior, pero esta vez peor, mucho peor. Hicieron el bendito desayuno de despedida. Él llegó tarde, en sandalias y traje de baño. A duras penas hablamos. No se quedó mucho rato. Se fue diciendo que tenía que ir a no sé dónde, tan contento y animado como siempre. A mí se me borró la sonrisa cuando cruzó la puerta, tuve unas ganas repentinas de irme a mi casa. Esperé veinte minutos sin probar ni uno de los bocaditos de la mesa, pedí mi Taxi Seguro y me fui de ese lugar, desolada, pensando que no lo vería más.
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