Dice A. de Saint Exupery que ”cada uno es responsable para siempre de aquello que ha domesticado”. Nunca mejor aplicado este concepto cuando nos preguntamos cómo llegó el perro, nuestro compañero cotidiano, a estar con nosotros en América.
No hace tanto tiempo descubrieron en uno de los centenares de túmulos mortuorios conocidos como “cerritos de indios” en el departamento de Rocha, Uruguay, unos restos óseos que a los ojos del profano podrían haber sido sólo unos huesos más.
Cuando los científicos analizaron lo que, a todas luces, era un simple esqueleto de perro, hicieron uno de los descubrimientos paleontológicos capaces de cambiar las bases mismas sobre cómo vivían nuestros pueblos originarios del continente sudamericano.
El análisis completo de uno de los descubrimientos paleontológicos más curiosos de los últimos tiempos, registrado allí, en el humedal de Potrerillo de Santa Teresa en la costa nordeste de la Laguna Negra (Uruguay) podría cambiar una vez más la visión de los hombres de ciencia acerca de la prehistoria uruguaya, argentina y regional.
Después de dos meses de trabajo finalmente pudo desenterrarse en un cubo de tres metros cúbicos el esqueleto de un perro (Canis familiaris), es decir un antepasado de nuestro archiconocido mejor amigo del hombre.
El análisis del período en el que vivió ese animal por medio de la prueba del carbono 14, determinó que andaba ladrando por estos campos hace entre 2.500 y 3.000 años. Quizás nada curioso si obviáramos que hasta hace algunos años se creía que los perros eran desconocidos por los aborígenes americanos.
Se hablaba, cayendo en un error grave, que los primeros perros conocidos en América fueron traídos por los españoles. Se trataba de esas variedades feroces que combatían junto a los conquistadores y que se hicieron famosas por su belicosidad contra los pueblos originarios.
Los aborígenes, según los cronistas del siglo XVI, se aterrorizaban incluso más con los perros que con los también desconocidos caballos, ante la ferocidad de esos mastines.
El perro descubierto en Uruguay difiere totalmente en su anatomía con respecto a las variedades de cánidos silvestres que deambulaban por las praderas del sur hace tres milenios. Se parecería mucho más a un dogo, que a cualquiera de sus lejanos parientes conocidos, según afirmaron los técnicos que durante dos meses removieron con pincel y espátula el enterradero.
Las circunstancias en las que fue hallado profundizan el cambio de interpretación de lo que ocurrió en nuestras eras anteriores. El perro fue encontrado en la tumba de una mujer aborigen, en uno de los famosos “cerritos de indios”, esos túmulos mortuorios en los que se enterraban quienes vivieron en el área rochense de los bañados, en aquel tiempo.
Es muy difícil determinar si murieron juntos o si fue enterrado como una ofrenda. Pero los interrogantes van mucho más allá ya que en el mismo estrato geológico del túmulo aparecieron huesos roídos. ¿Eran usados como animales de caza, o tenían alguna función similar a las de sus archi tataranietos en nuestros días? Y la pregunta con respuesta más compleja es: ¿cómo llegaron aquí?
Aunque aún se maneja en el terreno de las hipótesis, lo más firme es pensar que estos animales llegaran al área americana con los trashumantes “asiáticos” que cruzaron el Estrecho de Bering, cuando la conexión más septentrional de Asia y América estaba unida. De allí en más, la distribución humana y de lo que con ellos traían se desplazó casi en la única dirección posible: el Sur.
*El Prof. Dr. Juan Enrique Romero @drromerook es médico veterinario. Especialista en Educación Universitaria. Magister en Psicoinmunoneuroendocrinología. Ex Director del Hospital Escuela de Animales Pequeños (UNLPam). Docente Universitario en varias universidades argentinas. Disertante internacional.
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