Cada tarde, con la caída del sol, la sabana resuena con el mugido desesperado de un búfalo. Pero no es más que una treta ya que este sonido difundido por altavoces sirve para abrir el apetito de los leones y poder contarlos en esta reserva de Sudáfrica.
Colgados de un árbol, como crucificados, dos impalas con las tripas abiertas expanden un olor que atrae a los felinos. Iluminados por los faros del todoterreno, la imagen parece la escena de un crimen. Dentro del coche, varios guardias armados, equipados con prismáticos de visión nocturna y poderosas linternas, esperan.
“Conocemos a todos los leones, pero este censo anual nos sirve para tener noticias suyas”, explica Ian Nowak, responsable de la reserva privada Balule, de 55.000 hectáreas, situada en los confines del parque nacional Kruger, un terreno inmenso sin vallas que se extiende por 2,5 millones de hectáreas, hasta Mozambique.
Junto a los guardias, una investigadora en veterinaria vigila el menor ruido, los bramidos de los elefantes, los sonidos en las hierbas altas. Descifrando los movimientos en la oscuridad, lista para fotografiar a los leones, un trabajo que servirá para identificarlos por sus cicatrices, la forma de sus orejas u otros detalles distintivos.
La espera es larga. El equipo jura que algunas noches han visto hasta 23 leones, luchando descarnadamente por atrapar un trozo de antílope.
“Los leones son nocturnos”, dice Ian Nowak. “A veces ya han comido así que no se molestan en venir. Sobre todo los machos, los muy vagos”, bromea.
El año pasado, contaron a 156 leones en la reserva, creada hace 20 años en unas tierras de cultivo. “Están muy bien”, apunta. A diferencia de sus congéneres en otras zonas de África, mucho más amenazados.
La situación en esta reserva es una consecuencia del trabajo del Gobierno, que ve el potencial de los ingresos turísticos, pero también de los propietarios privados.
Siete leonas y un hipopótamo
Más allá de la política de conservación, los leones prosperaron en esta reserva gracias a una sequía de varios años. Hambrientos, los antílopes y búfalos, se convertían en presa fácil de los reyes de la sabana, a pesar de su escasa competencia como cazadores.
Su mayor amenaza, para el personal del parque, es la reducción de su hábitat frente a la explosión demográfica mundial.
Por los altavoces sigue mugiendo el búfalo, lo que consigue engañar a un chacal, que quiere atrapar un pedazo de impala pero desaparece a toda velocidad ante el menor ruido.
Gracias a los prismáticos, la veterinaria identifica un movimiento. El todoterreno enciende sus faros y ante el coche aparece la melena clara y despampanante del rey de la sabana, que se mueve desconfiado y tranquilo, a la vez.
“Se asegura de que no hay leones de otra manada”, susurra el guardia Nick Leuenberger. “Analiza los olores”. De repente, abre sus fauces y salta sobre el viente del impala suspendido del árbol.
Después de comer, se extiende a los pies del árbol. Ya terminará el resto más tarde. Pero para los guardias, no sirve de nada quedarse a mirar, ningún otro animal se atreverá a acercarse.
A la noche siguiente, siete hienas llegan para devorar a los impalas. Ni un solo león en el horizonte. En el viaje de vuelta, el todoterreno se ve obligado a frenar en seco. A la izquierda, a poca distancia, un hipopótamo abre su boca y ruge con furia.
En la parte derecha de la carretera, entre los matojos, siete leones levantan la cabeza al mismo tiempo. ¿Un peligro para el hipopótamo? “No, haría falta el doble de leones. Les está recordando quién es el jefe aquí”, susurra Ian.
Unos minutos después, la tensión se evapora. Un león macho surge tras un arbusto y bambolea su cintura por la carretera. Se le une una hembra. El todoterreno avanza por la carretera lentamente, hasta que desaparecen cada uno por su lado, en la noche de la sabana.
Con información de AFP
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