Esta historia comenzó hace millones de años cuando un animal muy pequeño, del tamaño no mayor al de una liebre actual , llamado Eohippus, corría por las llanuras atestadas de monstruos gigantescos Correr era su defensa y la adaptación a través del paso del tiempo no tardó en llegar.
Creció, perdió dedos que poco servían para la carrera de huida y formó los cascos .
Con el devenir de los milenios nació el caballo actual, pariente inequívoco de aquel pequeño fugitivo.
Cuando Pedro de Mendoza fundó Buenos Aires, en 1536, traía con él y su tripulación 100 caballos y algunas vacas.
Años después, Juan de Garay fundó por segunda vez Buenos Aires, en 1580 y aquellos caballos y vacas que habían quedado en nuestro territorio se reprodujeron en cantidades. Muchos de ellos fueron domesticados por los aborígenes y posteriormente fueron fieles compañeros de los gauchos.
Desde esa sangrienta conquista los caballos fueron protagonistas principales de la vida de nuestro país.
Los hombres Pegaso desconocidos por los habitantes originarios tomaban ventaja marcada hasta que fueron objeto de arrebato por parte de los aborígenes y se transformaron en cómplices de la defensa de los derechos de los que estaban desde el inicio.
Esos caballos se asilvestraron a veces y otras fueron parte de una cría dejada al azar de la naturaleza.
Así entra en esta historia de Argentina don Emilio Solanet, que compró caballos a los caciques tehuelches y cimentó a una raza de caballos de galope largo y aliento fiel que forjó el país: el caballo criollo.
Es por entonces, muy poco tiempo después, que aparece en la historia Aimé Félix Tschiffely , un suizo enamorado de la Argentina que decidió ir a caballo a Nueva York, con Mancha y Gato, dos caballos criollos que Solanet había obtenido de un cacique patagónico. Dos caballos criollos de ley.
Salió de Buenos Aires a Nueva York a caballo, tramo que realizó en poco más de tres años.
Realizó un intenso recorrido que se prolongó desde abril de 1925 hasta septiembre de 1928, demostrando de esa forma la resistencia de los caballos criollos.
Actualmente, Mancha y Gato se encuentran taxidermizados, en exposición en el Museo de Transportes del Complejo Museográfico Provincial Enrique Udaondo de Luján.
Sus restos descansan en la estancia El Cardal junto al andariego profesor extranjero que los llevó por horizontes lejanos a la Argentina. Son un símbolo de la entrega y la fidelidad del caballo a las causas nobles que hicieron historia.
Años después de culminada la travesía y de regreso en Argentina, Aimé concurrió a la estancia El Cardal.
Visitó a sus amigos, a quienes hacía mucho no veía, y con quienes compartió tantas alegrías y sinsabores. Se bajó en la entrada de la estancia, lanzó un silbido y al momento se le acercan al trote Gato y Mancha.
Iban al encuentro de su preciado compañero. Aquellos caballazos criollos no lo habían olvidado.
La historia del caballo y la Argentina siguió teniéndolo como protagonista hasta que don Julio César Falabella se empecina en crear dos razas nuevas: el caballo más grande y el más pequeño.
Perdido en la noche de los tiempos el gigante creado en las llanuras argentinas desapareció, pero el diminuto Falabella, que así se llamó la raza, surcó mares y cielos llegando como embajador argentino a todos los rincones del mundo.
Un caballo rústico y resistente y otro del tamaño de un perro para asombro del planeta hablan del mismo animal que todos los 20 de septiembre recibe su homenaje en el Día Nacional del Caballo, protagonista indudable de nuestra historia.
*El Prof. Dr. Juan Enrique Romero @drromerook es médico veterinario. Especialista en Educación Universitaria. Magister en Psicoinmunoneuroendocrinología. Ex Director del Hospital Escuela de Animales Pequeños (UNLPam). Docente Universitario en varias universidades argentinas. Disertante internacional.
Fotos: Getty Images
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