Resulta interesante contar una anécdota de la realidad a la hora de ilustrar el comportamiento reproductivo de los gatos y amenizar un poco acerca de las ingenuas creencias populares al respecto.
Vamos a la anécdota.
Era una tarde de invierno y la cita había sido formalmente acordada. Toqué el timbre del portero, poco antes de la hora pactada y, en medio de una confusión en la entrada, me encontré subiendo en el ascensor antes de lo esperado, rumbo a lo que suponía una visita de rutina.
Era una clienta nueva. Nunca antes la había atendido.
Una antigua y fiel devota mía la había recomendado con halagos que no me cabían en el cuerpo y que comprometían seriamente mi libertad de movimiento que, según esos antecedentes, debería versar entre la magia y los milagros.
Al abrir la puerta del departamento me recibió una verdadera abuelita de los cuentos, con rodete y perfume a Heno de Pravia, como el de mi propia abuela.
La sonrisa franca y los modales suaves, capaces de enternecer al más duro de los infantes de marina de un destructor, marcaban el clima de la consulta profesional.
Se trataba de una gata.
Una gata, gorda, panzona para más datos que había generado su voluminoso abdomen en los últimos tiempos, para ser más precisos en el último mes y medio.
La palpé. La ausculté. La revisé concienzudamente y mientras realizaba las últimas maniobras, esbozaba una sonrisa que anticipaba mi certero diagnóstico: “Esta gatita esta preñada, abuela. Tiene gatitos en su panza”.
“Ay! No, hijo mío. No puede ser. La gata no sale del departamento y estamos en un séptimo piso”, aseguró la anciana con cara de lástima absoluta por lo que evaluaba como mi fracaso diagnóstico juvenil.
Mientras trataba de encontrar una explicación y repensaba una posibilidad que encajara en la lógica del caso y aún estaba agachado sobre la paciente del ahora dudoso embarazo, un hermoso gato con su cola levantada y mostrando intactos sus juveniles testículos, pasó por un pasillo lateral como orgulloso de su territorio y de algo más...
“Abuela, allí está el padre de los gatitos. Ese gato es el responsable de esta panza”, aseguré presuroso recuperando parte de la confianza en mis habilidades diagnósticas.
“Pero, no, hijito, eso no puede ser, porque ese gato es el hermano”, me replicó inocente la abuelita de los cuentos.
Un ejemplo más de la humanización de los animales y una anécdota tierna y graciosa que guardo en mi corazón profesional tantas veces castigado por especulaciones demasiado ingratas de los dueños de algunos pacientes.
Lo cierto es que la reproducción del gato es cosa seria.
Como ocurre invariablemente en la naturaleza no se gasta pólvora en chimangos y la sexualidad está íntimamente ligada a la reproducción. El encuentro del macho y la hembra felina está siempre ligado a la vocalización. Los gatos para amarse se hablan, discuten, se llaman, se gritan, conversan.
El macho, al descubrir a una hembra en celo, la llama con un maullido único y persistente que lo transforma en protagonista casi exclusivo de la vocalización del barrio, por las noches. A su vez, la hembra deseosa de llamar la atención, como un árbol cargado de frutas maduras, maúlla respondiendo, y realizando las más insólitas contorsiones, rolidos y meneos.
Todo se asemeja a una escena de altísimo contenido erótico humano y es allí de donde surge, en gran parte, la calificación comparativa que establecemos con las gatas y nuestras relaciones sexuales y amorosas.
De pronto, en algún techo del barrio, porque hablamos de gatos que hacen vida de barrio o de tejado, se encuentran la hembra y los sucesivos machos que respondieron a los cantos de la sirena en calores, y al estilo del moderno poliamor, los machos rodean a la hembra y quedan a la expectativa.
De allí en más, la hembra acepta, más bien elige, al macho de sus sueños por ese corto lapso. El galán, entonces, avanza, mordiéndola en el cuello, para sujetarla, como una burda imitación de los traslados maternos en la infancia y ejecuta de esa forma un apareamiento que a la luz de lo que vemos parecería hasta forzado y doloroso.
El hecho que resulte doloroso a la gata es absolutamente cierto, ya que el pene del gato tiene como pequeñas espinas córneas que tanto al penetrar como al salir deben generar roce fuerte a la vez que doloroso responsable principal del comportamiento eficaz y eficiente del gato, en el sentido reproductivo.
Por cierto, las gatas vírgenes, aunque hayan tenido celos, nunca han ovulado. La ovulación es inducida por el apareamiento y las espículas córneas del pene del macho al rozar en la vagina generan un estímulo que desencadena la ovulación a las veinticuatro o cuarenta y ocho horas del hecho.
Luego de ese primer apareamiento, las gatas, lejos de permanecer fieles y con un solo marido, irán en busca de los que quedaron segundos en la selección y así sucesivamente, reforzando el concepto de que los gatos no pierden oportunidad en confites, ni gastan pólvora en chimangos.
*El Prof. Dr. Juan Enrique Romero @drromerook es médico veterinario. Especialista en Educación Universitaria. Magister en Psicoinmunoneuroendocrinología. Ex Director del Hospital Escuela de Animales Pequeños (UNLPam). Docente Universitario en varias universidades argentinas. Disertante internacional.
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