Ningún ser humano bien nacido puede sorprenderse por el hecho de que la madre sea considerada como algo sagrado y hasta tal vez mágico.
Todos conocemos y vivimos la absoluta verdad de algunas frases hechas como, por ejemplo: “Madre hay una sola” (obviedad biológica, pero a la vez justiciero reconocimiento a la esforzada labor maternal) o “Pobre mi madre querida” (expresión tanguera de las condiciones sufrientes de la hacedora de los días del taita o del malevo) o “¡Madre mía! (interjección que demuestra que la cosa viene más o menos fea).
De una o de otra forma, la madre, italiana, la idishe o la criolla están siempre presentes en la vida de cualquier ser humano. A la madre la reconocen en su beatitud e intangibilidad desde el guapo de la esquina (“A la vieja no”) hasta el cantante Pappo (“No me toquen a la vieja”).
Este amor se plantea como un cariño casi animal, con elementos simples y pautas de reconocimiento social.
Por otra parte, cualquier texto básico que describa las diferencias entre un ser humano y un animal, afirma y plantea, entre algunas de esas diferencias, tal vez como las primordiales, la carencia de pensamiento abstracto y la imposibilidad de percibir un futuro consciente.
No obstante, aunque los animales, en términos generales, y a la luz de lo que parece suceder, no reconozcan a su madre como tal, fuera de su período de cría y amamantamiento, mantienen un marcado recuerdo de la imagen materna y de los días pasados con ella, desde su infancia hasta el final de sus tiempos.
El ser humano no tiene, aparentemente, memoria de sus días antes de los dos años de edad. No recuerda, en términos generales, nada concreto que haya ocurrido antes de esa edad. Esto no quiere decir que no haya marcas de episodios anteriores en el inconsciente que establezcan patrones de comportamiento, a veces muy serios e importantes.
Lo mismo ocurre en los animales. En ellos el placer supremo, la referencia de la extrema felicidad, siempre se vincula con el amamantamiento o con las conductas que ha desarrollado la madre con el cachorro.
Así se conservan en la memoria del gato adulto, probablemente en forma y profundidad casi inconsciente, aquellos momentos de felicidad y placer experimentados durante la primera etapa de su vida, cuando era cachorro y disfrutaba del alimento y del chupete biológico que le ofrecía la teta de mamá. Esos momentos, son para él un ícono del placer.
Todo acto que le dé placer en su vida cotidiana adulta, lo remontará a aquel placer de las sensaciones de la infancia y su intensidad resultará de la comparación de lo actual con esos hechos relacionados con la madre, ocurridos durante aquella época infantil.
De esa forma, cuando el gato adulto siente placer, sea por lo que fuere, compara esa sensación actual refiriéndola a otros hechos ocurridos en etapas iniciales de su vida. Dicho de otro modo, si un gato adulto lleva a cabo una acción cualquiera que le reporte placer actuará remedando aquellos momentos de amamantamiento que son, sin duda, su máxima referencia de felicidad.
Es por eso que a un gato “se le hace agua la boca” cuando se acerca a su dueño o cuando está en sus faldas “amasa” como cuando amasaba la teta de la mamá gatuna en su ya pasada infancia. De todos modos, es imposible de negar: en algunas especies, entre ellos el perro y el gato, la felicidad adulta está casi siempre asociada con la satisfacción percibida, alguna vez, como hijo durante el amamantamiento.
Como se ve, cuando se habla de gatos: también madre hay una sola y el hijo, aunque más no sea a través del recuerdo, claramente nos dice: “Como la vieja no hay”.
*El Prof. Dr. Juan Enrique Romero @drromerook es médico veterinario. Especialista en Educación Universitaria. Magister en Psicoinmunoneuroendocrinología. Ex Director del Hospital Escuela de Animales Pequeños (UNLPam). Docente Universitario en varias universidades argentinas. Disertante internacional.
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