Conocí a Joe Biden cuando él era senador de Estados Unidos y yo vicepresidente de Colombia. Se iniciaba la implementación del Plan Colombia y Biden era muy reacio a apoyarlo. El senador había asumido como propia la narrativa de la izquierda, que luego saldría a flote totalmente en su gobierno, sobre Álvaro Uribe y esta ayuda, que tanto sirvió a mi país. Sin embargo, tengo que ser honesto, el trabajo del entonces embajador en Washington, Luis Alberto Moreno, le haría cambiar de posición y Biden se convirtió en un gran apoyo para Colombia.
Esto cambiaría cuando un expresidente convenció a su conocido de entonces, Antony Blinken, de que el presidente Iván Duque había hecho campaña por Donald Trump, en especial en Florida en el 2020.
Obviamente, esto era mentira y jamás sabré las razones por las cuales lo hizo, pero le sirvió al entonces miembro de la campaña en Florida -donde Biden salió derrotado-, y responsable del voto latino, Juan González, para adjudicarle el fracaso de su trabajo a otros y no a su incompetencia, que luego mostraría con creces como funcionario de la administración.
El resultado fue que Biden no contestó la llamada de felicitación de Duque y, por ende, esa relación no solo se enfrió sino que también significó el fin del Plan Colombia que, sin siquiera un entierro, murió a manos de Biden, González y el sucesor de Duque, Gustavo Petro. Biden y González repetirían esto con el gobierno interino de Venezuela, que enterraron sin contraprestación alguna.
Estos antecedentes sirven para analizar los logros de Biden en sus cuatro años, en política exterior y en algunos elementos de su política interna que hoy hacen parte de un legado bastante mediocre, con muy pocas posibilidades de renacer con el paso del tiempo.
Lo primero es qué pasó en la región con un presidente que se hacía llamar ‘experto en América Latina’ y por ende generó grandes expectativas con su llegada. Comenzó nombrando a dos grandes mediocres en los cargos críticos para el manejo de la política hacia America Latina: Juan González, en el Consejo de Seguridad, y Brian Nicholls, en el Departamento de Estado. González cometió error tras error y el segundo, no existió.
Desde la Casa Blanca se manejó una política que dejó tres dictaduras consolidadas, Cuba, Nicaragua y Venezuela, y un deterioro democrático en la región solo comparable con el de los 70s en el cono sur.
Nicaragua expulsó a toda la oposición, encarceló a quienes no se fueron, creó un sistema idéntico al de la Cuba totalitaria y la respuesta de Biden fue mirar para el otro lado. El saliente mandatario trató de revivir la apertura con Cuba de Barack Obama, pero el rechazo fue tan grande que no pudo hacerlo. Y con Venezuela dejó a un Nicolás Maduro consolidado, con sus sobrinos libres de la cárcel, su principal asesor, Álex Saab, con perdón presidencial, de nuevo en Caracas lavando oro, coca y petróleo para el régimen, para los narcos y para los rusos y con alivios económicos que le dan los recursos a la dictadura para reprimir.
En Ucrania e Israel, donde la incompetencia de los funcionarios era muchísimo menor, tuvo éxitos importantes, pero limitados, que por la precariedad en el análisis y en la política hoy se pueden revertir. En Ucrania, el apoyo fue importantísimo para evitar el éxito de Putin al inicio de su invasión. Sin embargo, al no entregarle a Zelenski desde el principio armas ofensivas y de largo alcance, evitó que los costos para Rusia fueran tan altos que una negociación desde una posición de debilidad se volviera inevitable.
Biden a última hora entregó los armamentos necesarios, pero ya Rusia había consolidado sus conquistas y Ucrania, que está en una posición de debilidad, llega a las negociaciones que se vienen sin los éxitos que necesitaba para imponer una paz honrosa. Putin gana con lo que viene y la inestabilidad en Europa va a ser brutal.
El responsable principal es Biden, quien, además, con su salida apresurada de Afganistan, que se suma a la respuesta tímida de Obama a la toma de Crimea, mostró una gran debilidad e incentivó la actitud bélica de Putin, quien vio a unos Estados Unidos débiles.
Con Israel y la respuesta al ataque terrorista del 7 de octubre, Biden fue mucho más asertivo, pero, poco a poco, perdió esa fuerza y comenzó a tratar de frenar al líder Benjamín Netanyahu en su acción contundente contra los terroristas de Hamás, Hezbolá y su país de apoyo, Irán. Por cierto, Biden trató de revivir el acuerdo nuclear con Irán, cosa que tampoco pudo hacer, y liberó decenas de billones de dólares que tenían retenidos por sanciones, recursos que, sin duda, sirvieron para fortalecer a sus aliados terroristas.
Netanyahu hizo caso omiso a Biden y continuó con su ofensiva, que tiene a Irán en el momento más débil de su historia, a Hezbolá casi acabado y a Hamás en un retroceso sin igual. Biden, para cuidar su izquierda extrema, que apoya el terrorismo palestino y que ve a Israel como una nación genocida que debe desaparecer, trató, y a Dios gracias no pudo, de frenar la ofensiva militar de Israel.
Tres temas internos que dejan un sabor amargo, que la historia sin duda acabará de precisar y de catalogar, pero que hoy se ven como otra mancha negra en el legado de Biden. El primero, el manejo de la información sobre el covid, con el cual censuraron médicos, expertos y redes sociales que tenían una visión distinta a la del gobierno frente al manejo de esta enfermedad; la razón hoy la tienen quienes fueron censurados, pues su principal argumento era la inutilidad del cierre total, algo que hoy todavía tiene tantos efectos adversos, y el manejo enfocado en la protección a poblaciones más débiles. La Florida, donde nunca se cerró, pero sí se cuidó a la población vulnerable, tuvo menos muertos que California y Nueva York. La censura impidió el debate serio y científico.
El segundo gran hecho, y quizás de mayor trascendencia, fue el ocultamiento de la senilidad del presidente Biden, algo en lo que todos los funcionarios, y gran parte de los medios, fueron cómplices. Una mentira de esa naturaleza y de ese tamaño que duró varios años, pues en el 2021 ya muchos sabían de su deteriorado estado mental, es una vergüenza monumental en la primera democracia del mundo. El costo político ya lo pagó, con la llegada al poder del presidente Donald Trump, y el costo histórico también, pero, ¿los cómplices se van a salir con la suya? El descaro de la mentira en el poder y en su máximo nivel hoy no tiene castigo y pone al actual gobierno de Estados Unidos al nivel de cualquier líder de una república bananera, de una dictadura o de tipo populista, que mienten sin compasión pues saben que lo pueden hacer sin pagar ningún costo. Como dicen los americanos, “shame on you”. ¿Y los medios que fueron cómplices? Su credibilidad por el piso y su poder también.
Finalmente, el perdón presidencial de su hijo, que, además de tener grandes implicaciones éticas y morales, genera un precedente que de nuevo más parece una política de un dictador populista que del líder de la principal democracia del mundo. Sobre esto escribí hace una semanas por si quieren profundizar sobre el tema.
Termina un gobierno lánguido, y frases como la de Jake Sullivan, el consejero de Seguridad Nacional, una semana antes de la masacre de Hamas, “la región de Oriente Medio está más tranquila hoy de lo que ha estado en dos décadas”, son la radiografía de una administración desconectada que se creía sus propios cuentos. ¿Es el mundo más seguro hoy que hace cuatro años? Ciertamente no, y gran parte de la responsabilidad es de Joe Biden y sus funcionarios.