Ganó Trump. Me perdonan empezar por lo obvio, pero el impacto de esta victoria parece tan descomunal que se hace imposible pasarlo por alto. Donald Trump ha logrado, una vez más, desafiar las convenciones, derrumbar los pronósticos y arrasar en unas elecciones en las que las encuestas proyectaban, si acaso, un empate técnico. Es cierto que su victoria no ha alcanzado las magnitudes de los triunfos históricos de Nixon o Reagan; sin embargo, el hecho mismo de que haya logrado lo que parecía imposible, retornar al poder después de una derrota y hacerlo con una ventaja arrolladora, dice mucho más de lo que indican los números en sí.
Trump no solo ha ganado; ha reescrito las reglas de la política estadounidense contemporánea, desbaratando algunos mitos políticos que parecían grabados en piedra. Primero, ese mito de que ningún candidato derrotado puede volver a competir, y mucho menos ganar, ha quedado pulverizado. En segundo lugar, ha destruido la idea de que las elecciones estadounidenses dependen de unos cuantos estados indecisos. Pintó el mapa de rojo, con solo unas pocas chispas de azul, tomando estados históricamente demócratas que se daban por perdidos en su columna y que, sin embargo, voltearon a su favor. ¿Qué significa este cambio tan rotundo? ¿Qué revela sobre el estado de la democracia estadounidense? Y, sobre todo, ¿qué implica para el resto del mundo, particularmente para América Latina y para el régimen dictatorial de Nicolás Maduro en Venezuela?
Para responder estas preguntas hay que desprenderse de prejuicios y de lecturas superficiales. No basta con achacar el triunfo de Trump a la irracionalidad del electorado o a su desprecio por la corrección política. Hay algo más profundo que explicar. Primero, hay que entender el pragmatismo de sus votantes. Los ciudadanos estadounidenses han demostrado, una vez más, que están dispuestos a sacrificar ciertos valores simbólicos —el respeto por las instituciones, la civilidad en el discurso político, incluso ciertos derechos sociales— si a cambio perciben un beneficio real y tangible en sus vidas. La primera presidencia de Trump, guste o no, representó para muchos una época de bonanza económica y un freno a ciertas políticas que ellos consideraban inaceptables, como la apertura a la inmigración irregular. Frente a los problemas económicos actuales, los votantes han preferido lo conocido, lo probado, aunque sea a costa de la división social que ese líder trae consigo.
Por otro lado, no se puede negar que Trump ha demostrado una habilidad política asombrosa, una capacidad de conectar con las emociones y con el resentimiento de una buena parte del electorado, y esto ha sido clave para su regreso. Consciente de que el país está profundamente polarizado, Trump ha sabido posicionarse como el líder de aquellos que se sienten excluidos o incomprendidos por la élite política y mediática. Este discurso, aunque polémico, se ha mostrado efectivo; Trump ha convertido sus defectos en atributos y sus errores en muestras de autenticidad, y los votantes han respondido de forma masiva. Así, al ganar, no solo se reafirma él, sino que vuelve a instalar un tipo de política que se creía excepcional y temporal en los Estados Unidos: la política del populismo iliberal, del desafío constante a las normas y del rechazo a la corrección política.
El papel contra el régimen de Maduro
Pero la victoria de Trump también implica una reconfiguración en el tablero global, y aquí es donde América Latina cobra un papel relevante. Durante su primera presidencia, Trump fue un crítico implacable del régimen de Nicolás Maduro en Venezuela. Bajo su mandato, Estados Unidos lideró la presión internacional para reconocer a Juan Guaidó como presidente interino y aplicó sanciones a los funcionarios de Maduro. Sin embargo, el final de su mandato dejó esa política a medias, y la llegada de la pandemia permitió a Maduro afianzarse en el poder. Ahora, con Trump de regreso, cabe preguntarse si esa estrategia se retomará con más vigor o si se adoptará un enfoque diferente, quizás más pragmático, que busque un cambio más gradual pero definitivo en Venezuela.
Trump, al igual que en su política doméstica, tiende a ver las relaciones internacionales en términos de poder y pragmatismo. Es probable que intente establecer una posición aún más dura respecto a Maduro, no solo porque representa una amenaza para sus valores, sino también porque una solución en Venezuela podría frenar la migración hacia Estados Unidos. Consciente de la presión que esto genera en la frontera, Trump podría usar ese argumento para movilizar el apoyo interno en favor de una política de confrontación hacia el régimen chavista.
Esto abre, sin embargo, varias preguntas inquietantes. ¿Se mantendrá Trump en una posición exclusivamente diplomática y económica, o buscará presionar de forma más contundente? ¿Estará dispuesto a asumir los riesgos que ello implica, tanto a nivel internacional como en su propia administración? Y, finalmente, ¿podrá mantener la cohesión de una sociedad tan polarizada como la estadounidense si decide embarcarse en una confrontación con Maduro?
En definitiva, el regreso de Trump a la Casa Blanca representa una oportunidad para replantear muchas de las políticas actuales, tanto en Estados Unidos como en el exterior. Su victoria no solo es un triunfo personal; es el reflejo de un cambio en la sociedad estadounidense que debe ser comprendido y analizado. No se trata de una simple victoria política; es una transformación en el modo de hacer política, un testimonio de la capacidad de adaptación de un líder al nuevo escenario global.
Si la historia de Estados Unidos en los últimos años nos enseña algo, es que las victorias pueden ser efímeras y que el poder, en política, siempre tiene un precio. Trump ha ganado, pero su retorno a la presidencia le exige afrontar los desafíos que dejó sin resolver y, en muchos casos, que él mismo ayudó a crear. Para América Latina, y especialmente para Venezuela, esta nueva etapa ofrece una esperanza de cambio, pero también conlleva el riesgo de una política exterior que, en su afán por resolver problemas internos, ignore las complejidades y la autonomía de sus vecinos. Solo el tiempo dirá si esta segunda oportunidad de Trump será un éxito duradero o una victoria más en el largo y complicado camino de la política estadounidense.