Un Premio Nobel que habría hecho muy feliz a Borges

John Hopfield y Geoffrey Hinton fueron galardonados con el Premio Nobel de Física

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John J Hopfield y Geoffrey E Hinton reciben el Premio Nobel de Física de este año (TT News Agency/Christine Olsson via REUTERS)
John J Hopfield y Geoffrey E Hinton reciben el Premio Nobel de Física de este año (TT News Agency/Christine Olsson via REUTERS)

“El premio de este año es sobre máquinas que aprenden”, expresó el secretario general de la Real Academia Sueca de las Ciencias al anunciar que los profesores John Hopfield y Geoffrey Hinton habían sido galardonados con el Premio Nobel de Física.

Geoffrey Hinton nació en Wimbledon, al suroeste de Londres, hace 76 años. En 1970 recibió su licenciatura en Psicología Experimental en el Kings College de Cambridge. Ocho años después obtendría su doctorado en Inteligencia Artificial en la universidad de Edimburgo. Hizo un trabajo posdoctoral en la Universidad de Sussex y la Universidad de California en San Diego.

Desde el año 2013 trabajó para Google cuando el gigante informático le compró a Hinton su empresa, DNN Research, que había fundado junto a dos de sus estudiantes de la universidad de Toronto. En 2018 este descendiente directo de dos luminarias de la ciencia universal fue galardonado con el Premio Turing por sus grandes contribuciones al saber científico conocido como Deep Learning.

Hinton es considerado el pionero de la investigación de redes neuronales y aprendizaje profundo, técnicas que abrieron las puertas para el desarrollo de los sistemas actuales de Inteligencia Artificial (IA) como ChatGPT. El científico afirmó que los sistemas de IA “a menudo aprenden un comportamiento inesperado de la gran cantidad de datos que analizan y las personas y las empresas permiten a los sistemas de IA no solo generar su propio código, sino también ejecutar ese código por su cuenta”.

El llamado padrino de la inteligencia artificial, ni más ni menos que el tataranieto Charles H. Hinton y bisnieto de George Boole, revolucionó el ámbito científico internacional cuando declaró su preocupación ante la posibilidad de que las máquinas se conviertan en una amenaza real para los humanos. “La mayoría de la gente pensó que esto estaba muy lejos. Yo también. Pensé que faltaban entre 30 y 50 años o incluso más. Obviamente, ya no pienso eso”.

Por tal motivo, el profesor emérito de la Universidad de Toronto aclaró que renunciaba a Google para poder hablar con tranquilidad sobre los riesgos crecientes de la IA sin comprometer al holding informático, cuya sede central está en la localidad californiana de Mountain View.

Tal vez la advertencia de Hinton sobre los riesgos que implica el desarrollo de la inteligencia artificial sin una conciencia ética nos demuestra el angosto sendero que separa el bien del mal en materia de progreso científico. Y los riesgos para el futuro de la humanidad que esto conlleva.

Borges y su admiración por los antepasados de Hinton

El máximo exponente de la literatura argentina vislumbró desde muy joven el sendero de salida del laberinto ético en que se ha convertido la inteligencia artificial. Para avanzar por sus pasillos hay que bucear en la filosofía que emerge de sus cuentos, plagados de algoritmos literarios, que nos muestran una realidad paralela a la existente.

Además de sus lecturas de los empiristas ingleses (Berkeley, Hume, Locke, Bacon y Hobbes), Borges analizó con agudeza los ensayos y las obras de ciencia ficción de Charles Howard Hinton (1853-1907), un notable matemático británico egresado de la Universidad de Oxford que fuera el primero en conceptualizar la idea de la cuarta dimensión. Precursor del género de la ciencia ficción, los textos de Hinton fueron de una gran influencia para H.G. Wells en la creación de su obra magna, La máquina del tiempo, publicada en 1895.

Entre 1933 y 1934, junto a Ulises Petit de Murat, Borges dirigió la Revista Multicolor de los sábados, el suplemento cultural del diario Crítica. En uno de sus últimos números publicó un artículo titulado La cuarta dimensión. En el texto detalla los ejercicios de “lenta coordinación de elementos táctiles y visuales” que Hinton llevaba adelante con el fin de establecer un “un sistema completo de pensamiento tetradimensional que comprenda a la vez mecánica, ciencia y arte”.

Hinton se casaría con una de las hijas de George Boole, el gran precursor de la lógica matemática y del álgebra del sistema binario, saber elemental para el desarrollo de las ciencias de la computación. A su vez, la hija menor de Boole fue la esposa de Wilfrid Michael Voynich, el poseedor del famoso manuscrito de autor desconocido. El misterio de este manuscrito es tan grande como el misterio de Tlön, que Borges decidió guardar (¿en la ficción?) en un libro de C.H. Hinton.

La navegación en las aguas profundas de la metafísica, anclada en el idealismo inmaterial del intelectual británico que diera origen a la universidad californiana que lleva su nombre, será el faro que alumbre la inspiración de su cuento Tlön, Uqbar, Orbis Tertius. Este texto, publicado por primera vez en 1940, se convertiría en una obra maestra de la epistemología del siglo XX al intentar decodificar una ontología superadora capaz de esclarecer la interacción entre el lenguaje, el pensamiento y la realidad.

A Thomas De Quincey, otro académico británico de enorme influencia en sus textos, y “con quien es tan vasta mi deuda que especificar una parte parece repudiar o callar las otras”, Borges le atribuye la idea de que la historia es inagotable, ya que las interminables diversidades de combinación y permutación de unos mismos hechos la hacen virtualmente infinita.

A lo largo de su obra en prosa y en verso, arma y desarma el concepto del tiempo a partir de las teorías de otro autor, John William Dunne (1875-1949). Este ingeniero aeronáutico irlandés afirmaba la linealidad constante del tiempo presente. Y argumentaba que a través de los sueños podíamos acceder al pasado y al futuro.

En el prólogo a Un experimento con el tiempo, publicado por Dunne en 1927, Borges escribe que el autor “nos propone una infinita serie de tiempos que fluyen cada uno en el otro. Nos asegura que después de la muerte aprenderemos el manejo feliz de la eternidad. Recobraremos todos los instantes de nuestra vida y los combinaremos como nos plazca”.

Adolfo Bioy Casares recordó oportunamente que el 14 de junio de 1986, día de la muerte de Borges en Ginebra, se encontró con su hijo Fabián y le regaló un ejemplar del libro de Dunne. El suyo personal lo guardaba en su biblioteca. En su interior habían anotado junto a Borges y a Silvina Ocampo un par de máximas sobre los estilos literarios.

Umberto Eco señaló en El péndulo de Foucault que “el mundo de las máquinas trata de encontrar el secreto de la creación: letras y números”. De acuerdo al gran semiólogo italiano, para Borges no existe ninguna clasificación del universo que no sea arbitraria e hipotética. Y a su vez, tan relativa como la certeza que pueda brindarnos la inteligencia artificial sin el control humano.

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