Irán, Hezbollah y Nasrallah: el fin del apaciguamiento

Apaciguar es un concepto sin significado para el fundamentalismo islámico iraní y sus satélites

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Una mujer sostiene una imagen en la que se va al líder supremo de Irán, el ayatolá Ali Khamenei; y a los fallecidos Hassan Nasrallah, jefe de Hezbollah, y al general Qassem Soleimani, ex comandante de la Guardia Revolucionaria iraní (Majid Asgaripour/WANA via REUTERS)
Una mujer sostiene una imagen en la que se va al líder supremo de Irán, el ayatolá Ali Khamenei; y a los fallecidos Hassan Nasrallah, jefe de Hezbollah, y al general Qassem Soleimani, ex comandante de la Guardia Revolucionaria iraní (Majid Asgaripour/WANA via REUTERS)

El 27 de septiembre pasado Israel lanzó un ataque sobre el sur de Beirut. En el subsuelo de un edificio funcionaba la estructura de mando de Hezbollah. Allí cayó Hassan Nasrallah, su máximo líder político-militar, junto a otros veinte comandantes. En operaciones posteriores, dos sucesores ya designados para suceder a Nasrallah también fueron abatidos.

Irán se hizo cargo de la revancha, era de esperar. Buena parte de su estrategia político-militar se basa en el accionar de organizaciones terroristas, una suerte de red de “subcontratistas”: Hezbollah en Líbano y Siria, Hamas en Gaza, Kataib Hezbollah en Irak, Al Ashtar en Bahréin y los Houthis (Ansar Allah) en Yemen. Teherán lo llama el “eje de la resistencia”.

Hezbollah es la principal de todas ellas de ahí que Teherán haya sentido el golpe, respondiendo con una lluvia de misiles balísticos sobre Israel. No obstante, sin demasiados daños y con el saldo de sólo una víctima, se trató básicamente de una respuesta para consumo interno y las transmisiones en vivo de CNN.

La paradoja es que tanto el descabezamiento de Hezbollah como la posterior represalia iraní exponen su propia vulnerabilidad. En el primer caso por la eficacia de la inteligencia israelí; recuérdese también la ejecución en julio pasado de Ismail Haniya, líder político de Hamas, ocurrido en Teherán mismo y en ocasión de la toma de posesión del nuevo presidente. En el segundo caso por la sofisticación de la tecnología israelí para neutralizar los misiles.

Irán ya había atacado a Israel con drones y misiles en abril y octubre pasados, además de ataques similares lanzados por los “proxies”; o sea, los subcontratistas en Líbano, Irak y Yemen. La respuesta de Israel entonces fue un ataque de precisión a los sistemas antiaéreos de protección de las instalaciones nucleares. Sin otros daños ni víctimas, el mensaje a Teherán fue inequívoco.

Hay que agregar ahora las fallas de la propia inteligencia iraní, resultado de las divisiones al interior del elenco gobernante, la crisis económica y el descontento creciente de una población sometida a una teocracia represiva. La acefalía de Hezbollah, a su vez, agrega un grado más de fragilidad al régimen. De ahí que varios expertos militares hayan asumido que habrá una categórica respuesta de Israel, pues la oportunidad está a la vista.

Con lo cual el “desescalamiento” del conflicto que la Casa Blanca reclama desde el mismísimo 7 de octubre de 2023 y el ya histórico apaciguamiento de Irán en la política exterior del Partido Demócrata están cada vez más lejos. Es que “desescalar” y “apaciguar” son conceptos sin significado para el fundamentalismo islámico iraní y sus satélites subrogantes. Es una expresión de deseos, una noción inejecutable. En Gaza regía un prolongado cese del fuego cuando fue quebrado el 7 de octubre—por Hamas.

Tengo conmigo un resumen de los ataques de Hezbollah en el tiempo compilada por Tablet Magazine, @tabletmag. Tienen lugar a escala planetaria. Ya sea derribando aviones comerciales en Atenas y en Kuwait, atacando restaurants en España, asesinando al ex-primer ministro libanés en Beirut y a diplomáticos en Turquía y en Bangkok, ejecutando ataques suicidas en Bulgaria, atacando embajadas y diplomáticos israelíes, saudís y americanos, entre otros. Son más de cuarenta años ininterrumpidos de terrorismo, Hezbollah fue fundada en 1982. Nasrallah asumió el liderazgo en 1992.

En las Américas se cuentan la embajada de Israel y la AMIA en Buenos Aires, el ataque contra el vuelo de Alas Chiricanas en Panamá, y los fallidos atentados en São Paulo contra sinagogas y centros comunitario judíos en 2023. En Buenos Aires debería agregarse el asesinato del Fiscal Alberto Nisman en 2015, quien ya había acusado a Nasrallah en su informe a Interpol de 2006.

Vuelvo al apaciguamiento del fundamentalismo como problema cognitivo de la política exterior de Occidente. El origen del problema reside en los ataques de Al Qaeda en 2001 y la posterior guerra de la administración de George W. Bush. La caída de Saddam Hussein, Sunita, alteró el equilibrio del Medio Oriente en favor de los Shiitas; por ello Irán exhibe hoy desproporcionada influencia. La nueva constitución iraquí, cuyo primer borrador se escribió en Washington, y la supuesta democratización posterior abrieron la puerta para el ingreso de los Ayatollahs y Kataib Hezbollah.

No obstante, así abordó la cuestión la Administración Obama-Biden. Enfocados en Osama Bin Laden, sunita y de ciudadanía saudí, modificaron la interpretación acerca de la amenaza fundamental para la seguridad de Estados Unidos. Esta dejó de ser Irán y el fundamentalismo islámico, para quien propusieron negociación y apaciguamiento. Ello explica el levantamiento de sanciones y el plan nuclear iraní, así como la paralización de la “Operación Cassandra” de la DEA contra las actividades de narcotráfico y lavado de Hezbollah en las Américas.

La prensa con posicionamientos cercanos al Partido Demócrata, tanto americana como europea, ha reproducido esta interpretación desde entonces y hasta hoy. El New York Times reporta hoy la muerte de Nasrallah como la de un “orador poderoso y amado”; un “defensor de la igualdad entre musulmanes, cristianos y judíos”. Associated Press lo calificó como “carismático y astuto”; un estratega “idolatrado por sus seguidores chiítas libaneses y respetado por millones de personas en todo el mundo árabe e islámico”. Nada acerca de los millones que le temieron.

En temporada electoral, Washington siempre opta por la estabilidad. Ante la incertidumbre del resultado de la elección, que quede todo como está. Sean los criminales que mandan en Teherán, Gaza o Caracas, ellos parecen ser preferibles a lo desconocido. Ese es el sentido del “desescalamiento”. Netanyahu ha desoído a la Administración Biden, mucho más si ataca a Irán directamente como se especula.

Se verá quien tenía razón una vez que quede clara la reconfiguración ya en curso de todo el Medio Oriente a consecuencia de esta guerra en dos frentes, Gaza en el sur y Líbano en el norte. Por ahora sí sabemos que apaciguar a Irán y sus agentes subrogantes les ha dado el espacio y los recursos para someter a sus víctimas, sean los cristianos libaneses en Beirut, los sunitas sirios en Damasco o los palestinos en Gaza. Y los judíos, desde luego, sean los del Neguev, Buenos Aires o Bulgaria.

La Republica Islámica de Irán, Hezbollah en todas sus versiones y Hamas se proponen la eliminación del Estado de Israel y el exterminio de los judíos. No solo lo verbalizan, el 7 de octubre lo llevaron a cabo. Es difícil imaginar esto de apaciguar a quienes proclaman y ejecutan semejantes hechos.

Naturalizar el terror, relativizar el crimen, estandarizar el fanatismo; todo es posible en nuestra actual penumbra moral. Curiosamente, las organizaciones que conforman el eje de la resistencia de Irán se consideran al mismo tiempo “movimientos de liberación”. ¿Liberación? Es un término oximorónico para quienes son muy capaces de decapitar bebés, ejecutar ancianos y violar mujeres en masa.

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