Faltan siete días para una elección como ninguna otra. Lo es para Venezuela, desde luego, así como para toda la región, teniendo en cuenta las relaciones orgánicas del régimen madurista con otras dictaduras y con el crimen organizado transnacional. De hecho, cómo concluya este proceso electoral tendrá un efecto directo sobre la viabilidad de las democracias hoy debilitadas en todo el hemisferio.
Ello además de las implicaciones para la propia integridad del Estado venezolano, fragmentado, sin control del territorio y exportador de crisis y de organizaciones criminales. Todo lo cual se agravaría exponencialmente si otra artimaña electoral volviera a burlarse de la voluntad popular. El éxodo es de 8 millones de personas, 25% de la población. La pregunta es a cuánto llegaría ante otro fraude, la continuidad del régimen e, inevitablemente, más represión. Ese número es hoy impensable.
Se dice que la democracia es producto de la incertidumbre de un resultado electoral amparado en la certeza de las reglas; o sea, las instituciones. En Venezuela ha sido a la inversa por décadas. La diferencia es que ahora el chavismo está más débil que nunca, la sociedad movilizada y “arrecha” como pocas veces, y la oposición unida y cohesionada detrás del liderazgo de María Corina Machado y la candidatura de Edmundo González.
De ahí que en esta elección “como ninguna otra” sea útil pensar en tres escenarios. Primero, si las elecciones del próximo domingo 28 efectivamente tendrán lugar. Segundo, cómo se contarán los votos. Tercero, cuál será el esquema de gobierno que se forme a partir del lunes 29, asumiendo la realidad irrebatible: que el régimen es profundamente impopular. Todo lo anterior, por cierto, hace que esta sea una historia con final abierto.
Sobre el primer escenario, abundan rumores de una suspensión. La beligerancia con Guyana, los fantasiosos intentos de asesinato de Maduro, la fábula de una guerra civil y la amenaza de un baño de sangre—como si no hubiera ya ocurrido en este cuarto de siglo—exhiben la verdadera agenda de campaña de la dictadura. O sea, una hipotética—y claramente fabricada—crisis de seguridad nacional que impediría votar.
Maduro es como un jugador de póker no sólo propenso sino adicto al “bluff”. Los relatos fantasiosos le son de utilidad, el absurdo es tal que nadie se molesta en rebatirlos. Así se normaliza la paranoia oficial, se banaliza el sentido de la palabra—como en el uso de “guerra civil” y “baño de sangre”—y la persecución se hace rutina. El propio régimen sabe que en la normalidad Maduro no puede ganar; según diferentes encuestas su derrota se encuentra entre 20 y 35 puntos. De ahí su apego por las crisis.
Nótese la intensificación de la persecución a los activistas del partido Vente una vez iniciada oficialmente la campaña, el secuestro del jefe de seguridad y el sabotaje a los vehículos de María Corina Machado, entre otros métodos represivos. O las burdas clausuras de hoteles, bares y el ahora famoso puesto de empanadas “Pancho Grill”, todos por atender a la caravana de la campaña.
A pesar de la constante intimidación, la multitud los sigue acompañando con convicción y un contagioso apasionamiento. Suspender los comicios del 28, por tanto, le significaría a Maduro un aislamiento casi completo del mundo democrático, incluso entre aliados latinoamericanos que lo han apoyado. Sin ir más lejos, Lula y Petro también se han pronunciado acerca de la necesidad de llevar a cabo elecciones libres y justas, y que se respete la voluntad popular. Es decir, que no haya fraude.
Con lo cual importa el segundo escenario: el escrutinio de los votos. Hay una sola manera de contarlos bien: llegar al número preciso por medio de procedimientos objetivos y neutrales previamente establecidos y garantizados, mesa por mesa y en la transmisión de los datos. Pero hay muchas maneras de contarlos mal, piénsese en una especie de escala de fraudes posibles, práctica en la que el régimen exhibe sobrada experiencia.
El rango va de los 2 o 3 puntos que robaron en 2013 para asegurar la victoria de Maduro, hasta el millón de votos que agregaron groseramente en la elección constituyente de 2017 y que fue denunciado por la propia empresa a cargo del sistema de voto electrónico, Smartmatic. Un fraude obsceno hoy podría partir de los inexistentes 10 millones de votos declarados por Maduro en ocasión del referéndum del Esequibo. Una masiva participación ciudadana el día 28 es imprescindible para neutralizarlo.
En mi irracional optimismo, sin embargo, anhelo otro diciembre de 2015, cuando los dos tercios obtenidos por la MUD fueron reconocidos por el régimen, claro que bajo presión del propio ejército. ¿No existen hoy oficiales legalistas?
Voy al tercer escenario: el día después y el largo periodo de negociación y transición que inevitablemente se abrirá, más allá de la falta de claridad sobre el punto de llegada. Quien asuma el nuevo periodo presidencial luego de esta elección lo hará recién en enero de 2025, ello abre una larga etapa de extraordinaria incertidumbre.
Maduro adelantó las elecciones para estar “ratificado” cuando se vote en Estados Unidos e intenta un referéndum el 25 de agosto para reciclar la etérea noción de “poder comunal”, suerte de soviets que el mismo Chávez invocaba con frecuencia. Pensada como reemplazo del sistema de representación democrático, siempre fue una idea confinada al dominio de la retórica. También lo es para Maduro.
Es que Venezuela ya está en transición, pues no es posible hacer indefinidamente lo mismo. A propósito, resulta inconcebible Maduro juramentándose el próximo enero y hasta el año 2031. El bloque autoritario está resquebrajado y dividido, piénsese en todos los jerarcas del chavismo que fueron purgados, encarcelados y exiliados por Maduro. No es casual que los chavistas de alcurnia hablen de “madurismo” y hayan tomado distancia del régimen. Quitar una pieza de ese mecanismo obligará a cambiar muchas otras, suerte de dominó del cambio.
Es una historia con final abierto, hasta soy capaz de imaginar un régimen de cohabitación. María Corina lo dijo más de una vez: todos necesitan garantías para avanzar hacia la reconciliación del país. Si no todo, mucho parece ser negociable en esta transición plagada de incertidumbres. Como dijo Luis Almagro hace ya dos años, “en el sistema venezolano actual, todos quieren el todo y prefieren la nada antes que ceder y renunciar a la posibilidad de tener el todo”. Tal vez eso haya cambiado.
Lo que no parece ser materia de negociación alguna para la sociedad venezolana es la reunificación familiar. Rayma lo resumió con una de sus conmovedoras ilustraciones. “¿Por qué votar?”, ella pregunta a sus personajes. “Porque vuelva mi nieta, mi hija, mi mamá, los presos políticos…” le responden.
Han sido 25 años en el poder, ocho millones de exiliados, miles de asesinados, torturados y encarcelados, familias enteras partidas; no sería justo que esas cantidades aumenten. Exactamente eso ocurriría con otra espuria victoria de Maduro.