El planeta vive en una zona de conflicto permanente

La violencia se reinstaló en la escena internacional; los odios que antes se disimulaban, hoy se los alimenta olímpicamente sin velos, ni adjetivaciones

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Desde la invasión a Ucrania
Desde la invasión a Ucrania y terminando en la agresión de Hamas a Israel, nada positivo sobrevino luego de esos momentos (EFE/EPA/Mohammed Saber)

La información -o deformación de datos- en el presente es impactante, difícil de comprender y acumulativamente tensa. La temperatura del planeta aumenta y con ella la política internacional y sus conflictos.

Nos impacta “la información” porque la violencia se reinstaló en la escena internacional y los odios que antes se disimulaban, hoy se los alimenta olímpicamente sin velos, ni adjetivaciones. Época sin retórica, ni diplomacia muy efectiva, es más, estamos en una época donde el derrape y la descalificación se instalaron como relato cotidiano. Y los pensamientos dogmáticos son las estrellas.

Hay un deseo explícito por controvertir en clave de desprecio hacia el otro, nada se oculta y las intuiciones y percepciones cobran carácter de políticas de estado. Imponente a lo que nos estamos acostumbrando en buena parte del planeta y en nuestro continente. (Algo querrán decir semejantes desmesuras en las que las sociedades se deslizan en lo narrativo; está claro que hay malestar y broncas varias por todos lados).

Es cierto, se vive en una zona de conflicto permanente. Si no hay conflicto no tiene demasiado sentido el juego existencial de la gente y de los gobiernos. Los algoritmos lo alimentan y la maledicencia se reproduce en sus sesgos. Resurgen los sentimientos de odio racial, étnico y religioso, lo advierte cualquiera. Se ha perdido la vergüenza, todo es ostensible y se puede manifestar bravatas antisemitas sin consecuencias demasiado estridentes.

Y en el juego binario -que nadie parece decidir de manera demasiado organizada- donde todos deciden a su vez la locura del presente. Lo ecléctico es síntoma de cobardía y lo moderado de imbecilidad. Si todos son hinchas y barras bravas se pone difícil salir del túnel sin abucheo y pilas que se tiran. El islamismo radical encuentra socios insospechados, pero están por allí, ahora se nota con claridad.

Cuando los radicalismos ganan las partidas, cuando lo étnico es definitorio y cuando los odios de gobiernos para con gentes (u otros gobiernos) irrumpen en escena de forma abierta, el pronóstico es reservado. Desde la invasión a Ucrania y terminando en la agresión de Hamás a Israel, nada positivo sobrevino luego de esos momentos. Nada. Y lo peor es que nada de lo irracional y violento se desmonta fácilmente. Los conflictos internacionales son como la droga: se sabe cuándo se ingresa, pero nunca es claro cuando se sale.

Se hace difícil de comprender porque los que tienen que explicar -al tener posición asumida en los conflictos ya no explican toda sus verdades- solo ideologizan y brindan la interpretación desde sus bibliotecas iracundas. Imposible entender la verdad si la verdad es dinamitada y nunca asumida con aproximaciones comprobables. Ya de por sí es difícil entender la verdad, imagine el lector si tiene que andar haciendo investigaciones para saber quien la dice. Tarea titánica.

Los silogismos casi no son presentados, todo es inferencia y las inferencias son conjeturales. Entramos en el mundo del pelotazo al arco desde el centro de la cancha buscando el gol del milagro. Claro, en el medio del vendaval de confusiones las víctimas sí son ubicables y son carne de cañón del delirio. Siempre se impone hacer un alto en el camino ante las víctimas inocentes que nada tuvieron que ver ante la insania mental de quien les quitó la vida. Las víctimas son aquellos que mueren a consecuencia de la locura de otros. Pero, convengamos que siempre hay un agresor primigenio que empuja el dominó y hace añicos todo. Ese empujón inicial es la foto de la imputación mayor: todo lo que sobreviene luego tiene un disparo de arranque que hizo venir la tormenta. No lo olvidemos nunca.

La tensión de la sociedad nunca fue tan intensa como en el presente, fruto de los conflictos (repito: bélicos, étnicos y religiosos) de una época que los aviva permanentemente. Solo previo a la segunda guerra mundial se vivió en un clima de inquietud similar, ya en las épocas posteriores fueron conflictos localizados. Es que la guerra fría focalizaba a los conflictos, es verdad, también los ubicaba de manera binaria, pero sin procurar desencriptarlos y sacarlos de zona. Allí está la diferencia con el presente: hoy todo afecta todo, lo que destroza una cadena de suministros, a su vez incrementa costos de tránsito y logística de lo que sea, mientras distorsiona los precios del mercado internacional y sigue derramando sangre sin piedad. Y por supuesto, la existencia de recursos (por diversos lados) para alimentar una batalla cultural contra “el mal”, es siempre una muletilla que, si se puede colar, se cuela. Ya lo vimos todos, ahora no es invento.

A su vez, la lógica bélica del presente incrementó la carrera armamentista, cohesionó a países que sin esa amenaza no se tomarían de la mano y coordina otros ejes políticos que solo deberían inquietar (y mucho) porque lo que viene son cada vez más “nacionalismos” duros por casi todos lados. Un juego diabólico donde Latinoamérica si no toma recaudos tiene mucho para perder y donde nadie deja de dormir pensando en nosotros.

Este es el mundo que nos tocó vivir. Nadie se puede mudar de barrio. Solo hay que entender que: sin mayor complementación económica, sin más conciencia democrática y sin más creatividad e innovación tecnológica, estaremos pasándola mal como continente. Tres ejes simples de constatar y difíciles de coordinar entre nosotros para luego saltar al mundo con ellos. O los asumimos o seguiremos corriendo la liebre.

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