Dos decretos del presidente Daniel Noboa, declarando estado de excepción en Ecuador y luego conflicto armado no internacional, pusieron al país en la mira del mundo.
Nunca los hechos que desbordan el vaso explican la situación. Sería demasiado simple decir que la fuga del dirigente de un Grupo de Delincuencia Organizada (GDO) provocó la declaratoria o que el asalto a un canal de televisión durante una transmisión en vivo desborda la conmoción interna.
Pero sí reflejan que Ecuador es presa de un narcoterrorismo regional que ha venido consolidándose desde hace por lo menos una década.
Era un momento histórico en el que las corrientes democráticas y progresistas marcaron políticas de protección de derechos de amplio espectro que iban desde las minorías de todo tipo hasta los de la naturaleza. Recordemos que varios países venían saliendo de dictaduras o conflictos armados. Entonces surgieron conceptos como ciudadanía universal, equidad de género, igualdad o paridad generacional, las drogas como tema de salud pública, entre otros, que -si bien son consecuentes con el contexto- fueron relajando la norma, de manera especial en los temas de control y fiscalización.
Sus productos son evidentes: una constitución exageradamente garantista, un estado en extremo presidencialista, nueva función o poder adicional del estado para control ciudadano… lo cual trajo como consecuencia la facilidad de gobernar autoritariamente, elevando el populismo y la demagogia a la categoría de revolución ciudadana y a la pomposa calificación de un nuevo socialismo, esta vez del siglo XXI.
Hubo aciertos y beneficios para la población así como obras de infraestructura y calidad en ciertos servicios públicos (fruto del precio mundial del petróleo, del sobreendeudamiento en el exterior y el dinero de instituciones como el Seguro Social, la Corporación Financiera Nacional y el Banco Central) y fue -precisamente en nombre de esos logros- que se generó permisividad en el enriquecimiento personal, acaparamiento de poder en las funciones del estado y -tratando de ser medido en la calificación- lo que yo llamaría una ceguera o falta total de visión en las consecuencias de pactar con las organizaciones delictivas.
El concepto de ciudadanía universal abrió las fronteras para el holgado paso de quienes quisieran entrar e instalarse en Ecuador sin necesidad de documento alguno; la idea de la autodeterminación de los pueblos infló un nacionalismo político que rechazó toda ayuda externa para combatir los azotes -ya para entonces mundiales- como el tráfico de drogas y personas; la corriente de empoderamiento de los otrora excluidos puso de moda los diálogos, la búsqueda de consensos y los intentos de inserción social y pacificación (inclusive en ayuda a naciones hermanas) que lastimosamente, en muchos casos, se probaron vanos.
Así se cocinó el caldo de cultivo para que los GDO hicieran de Ecuador un cómodo sillón desde donde observar y dirigir el tráfico ilícito, y de sus cárceles, hoteles de lujo todo incluido para impartir órdenes y organizar el sicariato. Del narcotráfico pasamos a la narcopolítica y de ella al narcoestado. Inútil mencionar que todo lo que tiene relación con lo narco es sinónimo de corrupción y terrorismo, y que siempre logran amplificar su imagen y propósitos a través de desinformar en redes y, en no pocas ocasiones, lograr el apoyo de movimientos sociales y organizaciones políticas que gustan de pescar a río revuelto.
Es por esto último que, desde hace algunos años, el mundo mediático de los GDO en Ecuador transcurre entre las cárceles y las calles. Cada vez que quieren someter al gobierno de turno, generan batallas entre bandas con imágenes de contenido escabroso que viralizan rápidamente.
Igual sucede cuando pactan con caudillos o politiqueros para bajar la imagen de alguien, desacreditar o amedrentar a alguna figura y, lo que es peor, acribillar en lugares concurridos a autoridades o candidatos.
La percepción ciudadana es que la seguridad está en peligro, no solo la del país sino la personal y familiar. Y tienen razón. Por eso fue su mayor demanda para las últimas elecciones. El presidente Noboa ofreció un plan para combatirla y parecería ser que estas últimas medidas forman parte de ese proyecto.
Hasta el momento ha logrado un apoyo mayoritario de la población y de los actores políticos tanto dentro como fuera del país. El dolor de Ecuador es el mismo que, en su momento, tuvieron Colombia, México y El Salvador. Ellos conocen lo que estamos viviendo y han ofrecido su contingente también.
En Ecuador, las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional todavía tienen un buen grado de aceptación. Hace bien el Presidente en apoyarse en ellas y considerarlas el eje y pivote de todas las operaciones.
La situación ha llegado a tal punto que los ecuatorianos ya no tienen conmiseración con los delincuentes. Han sufrido tanto que aplauden cualquier represalia y castigo, por inhumanos que fueran. Inclusive han recurrido en no pocas ocasiones a la justicia por mano propia que, ya conocemos, es violenta e inmisericorde.
Podemos hacer algunas observaciones sobre las consecuencias de los decretos del Presidente Noboa, pero estamos conscientes de que ante un clamor tan potente, la autoridad tiene que actuar con mano firme.
Personalmente, solo quisiera decirle al presidente que no debemos etiquetar a los seres humanos porque se podría caer en la injusticia. No todos los que conforman una banda, y que adoptan su nombre o etiqueta, son consumados delincuentes, expertos en puntería o degollamientos. Por ello, no deben ser clasificados por la banda a la que pertenecen sino por el grado de peligrosidad para la sociedad, tal y como lo establecen los protocolos de los centros penitenciarios.
Carlos Sánchez Berzain (Infobae, 10.01.2024) califica a la situación ecuatoriana como un caso de guerra híbrida, noción que surgiera en el 2014 como un nuevo tipo de enfrentamiento con elementos no convencionales, dirigido, sea a desestabilizar un gobierno, a debilitar la cohesión social o a generar desconfianza en la democracia.
Está en lo cierto; pero la historia de mi país nos demuestra que siempre hemos sido un pueblo solidario, que sabe superar las circunstancias con la milenaria “minga”, esa institución andina de trabajo conjunto y apoyo mutuo, porque -en pleno siglo XXI- todavía nos tratamos unos a otros como vecinos de una comunidad que es nuestra familia grande.
Un pueblo que decidió en consulta popular, mientras fui su presidente, restituir en el país la institucionalidad democrática, el manejo responsable de las cuentas públicas, el respeto a la libertad de expresión y la eliminación de las reelecciones indefinidas.
Entonces se convirtió en ejemplo para América Latina de cómo evitar convertirse en otra dictadura autocrática, y quién sabe si hoy podría ser ejemplo de cómo no sucumbir al terrorismo que siempre ha procurado instalar un narcoestado con sus tentáculos de corrupción.
* El autor es expresidente de Ecuador (2017-2021)