En el avión, camino a Israel, me preguntaba qué país encontraría al llegar.
Si bien diariamente hablo con amigos y familiares en Israel, veo los noticieros y leo los periódicos, esta era mi primera visita desde la atroz masacre del 7 de octubre.
“Un país entero con stress postraumático”, le comenté a un amigo israelí hace unas semanas. No –me corrigió– “este es un país entero sumido en un trauma diario”.
En un país de tan solo 10 millones de habitantes, 1.200 de ellos fueron asesinados en un día. En términos per cápita, su magnitud es unas 15 veces superior al 11 de septiembre en Estados Unidos, tragedia con la que ha sido frecuentemente comparada.
Más de 240 personas fueron secuestradas violentamente y llevadas como rehenes a Gaza, y más de 200.000 israelíes fueron evacuados de sus hogares por temores a ataques masivos tanto de Hamás como de Hezbolá –y aún no han podido regresar a lo que hoy son pueblos fantasmas. En efecto son hoy desplazados internos.
En otras palabras, no hay familia en Israel que no haya sido impactada por los horrores del Sábado Negro del 7 de octubre: ya sean familiares o amigos de los asesinados o secuestrados, o de los reservistas que tuvieron que sumarse a la guerra contra el terrorismo, poniendo sus vidas en suspenso.
Desde que aterrizas en el Aeropuerto David Ben-Gurion, cercano a Tel-Aviv, se puede sentir la magnitud de la tragedia: en las salas de llegadas y salidas cuelgan fotografías de los secuestrados, y más arriba, se despliega un cartel luminoso con la bandera israelí y la frase “Juntos venceremos”, que se repite en espacios públicos a lo largo del país.
El conductor que me trasladó al kibutz donde me crié en la Galilea, relató que las ambulancias cambiaron el sonido de sus sirenas para que la gente no entrara en pánico y pensara que era una alarma de ataque de misiles, mientras que las aplicaciones de movilidad urbana de tránsito ya no muestran los atascos vehiculares para evitar que sean blanco de ataques con cohetes lanzados por Hamás o Hezbolá.
A cada paso, hay carteles que indican dónde está el cuarto de seguridad blindado más cercano para refugiarse de los ataques aéreos.
En la entrada del kibutz me recibieron enormes barricadas de hormigón, un portón cerrado y dos guardias armados controlando el paso. Uno de ellos, amigo de la infancia, me acogió con una gran sonrisa. Probablemente notó la conmoción en mi rostro y me reiteró una frase común en Israel: Hakól Iyé beseder – Todo estará bien. “También superaremos esto”, aseguró.
Durante mi breve visita a Israel, presencié un descomunal sentido de dolor y conmoción, junto con una falta de comprensión colectiva de cómo ocurrió un desastre tan letal en un país democrático y desarrollado con un ejército fuerte y avanzado.
Me reuní con las desesperadas familias de los secuestrados que desde el 7 de octubre desconocen de sus paraderos y conversé con familias afligidas por la trágica pérdida de sus seres queridos. Padres y madres de soldados y reservistas compartieron conmigo su preocupación por sus hijos e hijas, mientras que activistas por los derechos de las mujeres me confesaron que se sienten traicionadas por la comunidad internacional que ha ignorado la violencia sexual sufrida por las mujeres israelíes a manos de los terroristas islámicos.
El último día visité, junto con una delegación de la Liga Antidifamación (ADL), el Kibutz Kfar Aza, una comunidad agrícola limítrofe con Gaza llena de gente que creía en la paz, donde el 10% de sus residentes fueron masacrados o secuestrados por los terroristas de Hamás.
En la entrada principal de esta bella comunidad todo parece normal: hierba, árboles y pequeñas casas. Pero, súbitamente, te das cuenta de que se trata de un espejismo: más adelante se revela la magnitud de la destrucción: casas incineradas, muebles destruidos, bicicletas, zapatos y libros rotos que sobrevivieron y se convirtieron en testimonios de los horrores vividos por mujeres, jóvenes, abuelos y familias enteras.
El barrio juvenil está completamente destruido y en cada casa hay una gran pancarta con la foto del joven o la joven que vivía allí y fue masacrado o secuestrado. Un gato gris era el único signo de vida en el lugar que alguna vez floreció.
Han transcurrido tres meses desde el comienzo de la guerra y cada día que pasa los locutores nos narran noticias más trágicas: secuestrados que han sido identificados como asesinados y que ya no volverán con sus familias, tres rehenes que lograron escapar de Hamás y fueron accidentalmente asesinados por un soldado israelí que creía eran terroristas, testimonios de personas que fueron secuestradas y liberadas, quienes dan fe de un terrible cautiverio en las garras de Hamás.
El trauma continúa y se acumula.
Más allá del duelo, la conmoción y el dolor, también encontré rayos de luz que simbolizan la fuerza mental y la resiliencia colectiva de esta nación que llora y del pueblo judío en general.
Por ejemplo, la enorme y rápida movilización social de organizaciones e individuos que desde la masacre han tendido una mano de apoyo segura y duradera a los familiares de los asesinados y secuestrados, a los soldados y reservistas, y a los evacuados de sus hogares.
Vi esperanza en la hermosa familia de un oficial druso israelí asesinado por Hezbolá mientras defendía la frontera norte: una familia unida y orgullosa de que dos de sus hijos, además el difunto, sirvan en el ejército israelí defendiendo a su país.
Me colmó de optimismo una conversación con un taxista árabe-israelí que contó que, desde el 7 de octubre, hay quienes cancelan sus viajes al ver su nombre árabe; no obstante, él comprende el miedo y sigue amando a Israel. En su espejo delantero colgaba una plaquita de oración por el regreso de los secuestrados y una pequeña bandera israelí. Le expresé mi empatía por la discriminación en su contra y le conté que en Estados Unidos hay judíos que cambian su nombre en la aplicación de Uber por miedo a ser atacados. Al final del viaje nos sonreímos y sentí una unidad de destino conjunta.
Mi última noche caminé por Tel Aviv: calles abarrotadas de gente disfrutando, bebiendo en bares y escuchando música a todo volumen. Me quedé estupefacta al ver a una pareja joven comiendo en un lugar concurrido, cada uno portando un fusil M-16, por el contraste que esa escena representaba entre el trauma y la normalidad. Precisamente, ese es el vigor del Estado de Israel, un país que fue atacado innumerables veces, incluso antes de su establecimiento, y que nació de las cenizas de pogromos y del Holocausto.
“¿Cómo estás?”, le pregunté esa noche a una amiga por WhatsApp. “Es difícil –respondió– pero si sobrevivimos al faraón [en la época de Moisés], pasaremos esto también. Así es Israel”.
*Marina Rosenberg es la Vicepresidenta Sénior de Asuntos Internacionales de la Liga Antidifamación (@ADL_es)