Poco antes de Navidad, el dictador Daniel Ortega ordenó encarcelar al obispo Isidoro Mora, de la Diócesis de Siuna, operativo policiaco ejecutado al culminar una misa de confirmación de 230 niños y de rezar por la salud del obispo de Matagalpa, monseñor Rolando Álvarez, al cumplirse doce meses de la condena a 26 años de prisión impuesta por un juez venal al servicio de la dictadura.
El “delito” del prelado fue negarse a subir a un avión con otras 221 personas deportadas a Estados Unidos, a quienes previamente retiraron la nacionalidad. Ante una decisión digna, soberana, libertaria, Ortega enfureció, tachando al sacerdote de “energúmeno” y “desquiciado”. Al día siguiente fue conducido a la cárcel bajo el ominoso cargo de “traición a la patria”, privandolo de por vida de todos sus derechos ciudadanos
Mayor infamia y perversión política, imposible.
Esos deplorables hechos sucedieron después de que el dictador centroamericano confiscó propiedades y dinero de la iglesia, monasterios y medios de prensa, reprimiendo a numerosos sacerdotes y deportando a las misioneras de la Orden de la Caridad Madre Teresa de Calcuta, que proveían de comida y medicinas a los más pobres.
Ortega también desterró al obispo de Managua, Silvio Báez y al Nuncio Apostólico, monseñor Waldemar Stanislaw. Ante la protesta del Vaticano, el sátrapa no vaciló en tachar a los miembros del clero de “terroristas con sotana”, “delincuentes” y “golpistas”, agregando que el Sumo Pontífice era “el jefe de una mafia que comete crímenes todos los días”.
La abogada Martha Molina Montenegro, en su libro “Nicaragua, una iglesia perseguida”, registra que 176 religiosos han sido expulsados o impedidos de ingresar al país; que las autoridades prohibieron la realización de 3,639 procesiones; que en los eventos por Semana Santa la policía reprimió brutalmente a creyentes y prelados; y que desde el 2018 la Iglesia católica ha sufrido 740 ataques del aparato sandinista.
Ortega, sin embargo, continúa avanzando en su política rapaz, sin mayor resistencia, y ahora ha expulsado al Comité Internacional de la Cruz Roja y cerrado sus oficinas, como ha hecho con otras 3 mil asociaciones, incluyendo 19 gremios empresariales.
Esta tragedia humanitaria ha provocado que 720 mil nicaragüenses - 9% de su población - emigren a Costa Rica porque se encuentran desamparados debido a que los gobiernos democráticos toleran con docilidad y en silencio esos atropellos, manteniendo relaciones al más alto nivel con el régimen de Ortega. Callan, no protestan; observan, pero no actúan, a pesar de que esos actos de terrorismo de Estado violan todos los principios internacionales.
Peor aún, los embajadores del dictador comparten fiestas nacionales, agasajos y eventos con las autoridades de los países donde se encuentran acreditados y con representantes diplomáticos de otras naciones.
El Vaticano, por su parte, tampoco adopta la decisión de excomulgar a este despreciable sujeto por su política agresivamente anti religiosa, que recuerda episodios de la guerra cristera en México - de 1926 a 1929 - , cuando miles de católicos tomaron las armas contra el gobierno de Plutarco Elias Calle, que los perseguía, muriendo, en ambos bandos, 250 mil personas.
El sátrapa nicaragüense actúa con sevicia e impunidad porque sabe que nada le sucederá considerando que cuenta con el respaldo de potencias extra continentales - Rusia, China e Irán-, de cuyos gobiernos recibe armas, apoyo económico, protección en Naciones Unidas y en otros foros multinacionales. Y, en el plano hemisférico, con el soporte del bloque del socialismo del siglo XXI, especialmente de Cuba y Venezuela.
En síntesis, Ortega goza de licencia para asesinar, encarcelar, torturar y deportar a quien le venga en gana.