“La gente de un mismo quehacer económico rara vez se reúne, aún por diversión y entretenimiento, sin que la conversación termine en una conspiración contra el público, o en alguna artimaña para subir los precios”. Célebre cita, es de Adam Smith en 1776, libro I de La Riqueza de la Naciones.
Entender por qué ocurre, analizando cómo y con qué consecuencias para la economía y la sociedad ha sido la tarea de todo un campo de estudio: la economía “política” neoclásica. En sus diversas vertientes, este enfoque operacionaliza el comportamiento de los grupos de interés en el mercado y en la arena política. Grandes nombres, y varios Nobel, se encuentran en esta literatura.
Su objeto de estudio es el comportamiento de dichos grupos con base en los incentivos que se les presentan. Postulan que, dados los costos de organización, sus preferencias serán invertir recursos en grupos reducidos. Estos permiten distribuir premios y castigos entre sus miembros con eficiencia, facilitando la acción colectiva; es decir, su capacidad de influenciar al gobierno.
Con ello persiguen políticas que les garanticen reservas de mercado, sectores con altas barreras de entrada. Así concentrarán los beneficios, distribuyendo los costos entre la sociedad en su conjunto. El ingreso irá desplazándose en favor de estas “coaliciones distributivas”, grupos organizados cuya tajada crece por encima de la tasa de crecimiento del pastel.
En este escenario los grupos de interés extraen rentas y los gobiernos las distribuyen. Las ineficiencias se acumulan, la colusión se generaliza y la corrupción se institucionaliza. Las racionalidades individuales se traducen en una monumental irracionalidad colectiva. De ahí que las sociedades rentísticas estén condenadas a ciclos pronunciados de auge y caída, “boom and bust”, y en el largo plazo, al estancamiento.
Estas proposiciones teóricas, no obstante retratan la economía política de la historia argentina casi a la perfección. Una realidad que se ha reproducido con gobiernos militares y civiles, peronistas y radicales, populistas y neoliberales, aquellos que nacionalizaron tanto como los que privatizaron.
Con la sustitución de importaciones clásica, las rentas provenían del proteccionismo para los sectores industriales favorecidos y, desde luego, para los sindicatos oficialistas con el monopolio de la representación, la “patria sindical”.
En los setenta, con el Proceso, se consolidó la “patria contratista”, rentas en obra pública para beneficio de un puñado de conglomerados, y después de 1981, con la “patria financiera”, la nacionalización de la deuda externa privada, previamente tomada en dólares, en favor de bancos y otros intermediarios financieros que transfirieron el riesgo del tipo de cambio al Estado; es decir, a la sociedad.
En los noventa se vendieron empresas públicas, pero liberalizando a medias, privatizándolas como monopolios y garantizando rentas en la forma de acciones reservadas para los mismos grupos que anteriormente se habían beneficiado con la obra pública y la nacionalización de la deuda privada. Argentina es un paraíso de subsidios, rentas para aquellos con acceso, la casta que habita en la base económica y que ha financiado a la política, la casta en la superestructura.
A partir del último cuarto del siglo XX, la persistencia de la inflación otorgó primacía a los fenómenos monetarios en el conjunto de la política económica, incluyendo el uso del tipo de cambio como ancla nominal para estabilizar y como diseño institucional para recuperar credibilidad. Ello generó una tendencia a la apreciación y al consumo que fue premiada en las urnas—o, alternativamente, la devaluación castigada—por el grueso del voto urbano.
Esto generó una suerte de “maldición del dólar barato”—al estilo de la maldición del recurso—que ha hecho las veces de subsidio al consumo por medio del endeudamiento externo y el consiguiente déficit de cuenta corriente. Al clientelismo del empleo público, los sindicatos, los contratistas del Estado y los planes sociales, entre otros, agréguese entonces el de la apreciación cambiaria. Ha sido, en definitiva, otra coalición distributiva.
Dicho arreglo macroeconómico ha desincentivado el ahorro y la inversión, estimulando el consumo, con deuda, es decir, con un pasivo para las generaciones venideras, y reduciendo la competitividad del sector real y la capacidad exportadora. Argentina es hoy la economía más cerrada del continente. Y si el país es tan populista como se dice, pues es porque todos los gobiernos han recreado un verdadero edén para los buscadores de rentas hundiendo a la economía en la improductividad.
Esta es la realidad del último medio siglo, si no más. Y aquí llego al estadista inesperado, Javier Milei, aquel candidato volátil e impredecible que en dos semanas se ha convertido en un presidente serio y responsable. Y además cumplidor, comienza a implementar sus promesas de campaña, no siempre sucede. En todo caso esa sería la mayor sorpresa.
El valor de su decreto y su proyecto de ley ómnibus es presentar la realidad a la sociedad con crudeza y responsabilidad, inclusive con la austeridad de imagen que comunicó el discurso con el gabinete. Si Milei le dio malas noticias al país, pues no hizo más que contarle la realidad, por eso también le propone cambiar de una vez.
Los presidentes no acostumbran tratar a sus sociedades como adultos, prefieren alimentar su fantasía. Suelen confundir realidad con deseos, eligen reproducir cada día aquellas “Desventuras en el país Jardín de Infantes”, de la gran María Elena Walsh. Ningún presidente anterior ha presentado la realidad con la crudeza que lo ha hecho él, prometiendo su “sangre, sudor y lágrimas” desde el primer día. Su capacidad para diagnosticar el cuadro completo lo hace estadista.
Y además aquel candidato volcánico se ha convertido en un presidente empático. No hay más que volver a ver la emoción compartida con Mirtha Legrand, la gran Mirtha, y el anhelo de ver al país florecer. Ojalá así sea, Javier Milei.