Probablemente nadie en la historia reciente de los Estados Unidos y del mundo haya mantenido una influencia en los asuntos globales comparable a la ejercida por Kissinger casi cincuenta años después de haber culminado sus funciones de gobierno.
Escritor incansable, nos legó infinidad de obras de inmenso valor habiendo llegado a publicar la última, “Leadership”, al borde de cumplir su cumpleaños número cien.
Controvertido y genial, polémico y brillante, Kissinger será objeto de extendidos homenajes. Hace algunos meses, en estas columnas, y en ocasión de su centenario, elegí evocar el que considero una de las claves de su pensamiento estratégico por entender que encierra una lección fundamental del tiempo que vivimos.
Admirador del sistema de balance de poder, a lo largo de toda su carrera promovió la búsqueda de la estabilidad a través de un marco de legitimidad aceptable por parte de los actores centrales del sistema.
Un asunto clave que desarrollaría en A World Restored. The Politics of Conservatism in a Revolutionary Age (1954), en el que explicaría los problemas del orden europeo tras las convulsiones de la Revolución francesa y las guerras napoleónicas.
Un ensayo extraordinario sobre la centralidad de la legitimidad. Un concepto que no necesariamente es equiparable con “lo justo” sino con la capacidad de alcanzar un marco de entendimiento mínimo entre los Estados. En el que éstos acepten un conjunto de normas y reglas al punto de que ninguno de ellos esté tan insatisfecho como para verse tentado de iniciar un curso de acción tendiente a desafiar dichos cánones. Como ocurrió con Alemania después del Tratado de Versalles.
Al punto de que los arreglos de 1919 serían acaso los opuestos a los del Congreso de Viena de 1815. Cuando una Francia vencida y responsable de haber roto el orden europeo, fue admitida como gran potencia. Gracias al talento del que quizás haya sido el diplomático más admirado por Kissinger: K. Metternich.
Porque, como escribió Kissinger, si la estabilidad de Europa fue rescatada del caos, ello fue posible por la obra del ministro británico Castlereagh y su par austríaco. El que explicó magistralmente que los estadistas deben procurar reconciliar lo que es considerado justo con lo que es posible. En un mundo en el que mientras lo primero depende de la estructura doméstica de cada Estado, lo segundo surge de la relación de fuerzas derivadas de los recursos, la posición geográfica y la determinación de los distintos miembros de la comunidad internacional.
Quienes aplicarían su talento político para advertir que más allá de sus deseos, para superar los traumas de la era revolucionaria y dotar al sistema de un marco de estabilidad era necesario alcanzar un balance de poder. El que surgiría de organizar un orden europeo en torno a cinco grandes potencias integradas por Gran Bretaña, Rusia, Austria, Prusia y una Francia dentro de sus fronteras naturales.
Después de Waterloo, la caída de Francia debía ser seguida por un nuevo equilibrio. Una realidad advertida por Metternich quien detectó que era Austria, con su posición geográfica eventualmente condenada a la devastación, la más interesada en su restauración. Era el suyo el Estado pivot sin cuya asistencia ninguna de las otras potencias podría alcanzar una victoria decisiva. Lo que lo obligaba al ejercicio de la más sofisticada diplomacia.
Un entendimiento al que Metternich había invitado infructuosamente al propio Napoleón. Al ofrecerle un esquema en el que Francia abandonara sus conquistas más allá del Rhin cesando en su política revolucionaria. Lo que hubiera implicado -en palabras de Kissinger- que Napoleón dejara de ser Napoleón. Acaso tal vez permitiendo salvarse de sí mismo.
Pero aquel genio no podía detenerse. Incapaz de entender el sentido de la proporción, y convencido de que su poder provenía de una serie incesante de campañas militares, no pudo conformarse -como advirtió Talleyrand- con ser rey de Francia. Entregándose a una carrera que lo llevaría de la república a la dictadura militar, de la dictadura militar a la monarquía universal y de la monarquía universal al desastre de Moscú.
Porque -como escribió Kissinger-, al estilo de una tragedia griega, las advertencias de los oráculos no siempre son suficientes para evitar el desastre. Toda vez que la salvación no reside en el conocimiento sino en la aceptación de la realidad. Al punto que Napoleón se convertiría en incompatible con la paz de Europa.
El Congreso de Viena estaría llamado a restaurar el equilibrio de poder. Porque la lógica de la guerra es el poder, mientras que la lógica de la paz es la proporción. Y mientras que el triunfo en la guerra es la victoria, el triunfo en la paz es la estabilidad. La que debía ser conservada a través de una fórmula de legitimidad que impidiera que uno de los actores del sistema se viera tentado de volver a desafiar el orden europeo.
Kissinger advirtió que todo entendimiento internacional aceptable implica algún grado de insatisfacción para las partes. Porque -paradójicamente- si una potencia estuviera plenamente satisfecha, todas las otras estarían totalmente insatisfechas y una situación revolucionaria sería acaso inexorable.
La estabilidad -para Kissinger- surgiría de un orden en el que sus miembros perciban que disponen de una seguridad relativamente aceptable. En la que si bien persisten reclamos e insatisfacciones parciales, es esencial la ausencia de quejas de tal magnitud que los conduzcan a buscar destruir el sistema en vez de enmendarlo.
Kissinger reconoció que el del Congreso de Viena era un esfuerzo por alcanzar la estabilidad y no la venganza. Lo que implicaba que Francia no debía ser despedazada sino llevada a la aceptación de sus límites. Su mérito se apoyaría en la consigna de evitar las insatisfacciones extremas que pudieran llevar a algún actor al punto de buscar derribar el acuerdo en vez de enmendarlo diplomáticamente. Un entendimiento que -en lo esencial- funcionaría durante casi cien años, dotando al sistema de un tiempo de paz y prosperidad relativas casi irrepetible.
Quiso el destino que las carreras de dos gigantes como Richard Nixon y Henry Kissinger se cruzaran a fines de 1968, cuando el primero de ellos accedió a la Presidencia de los EEUU. Para convocar a aquel talentoso profesor de Harvard al que prácticamente no conocía más que por sus escritos y quien había servido como asesor a nada menos que su rival interno, el gobernador de Nueva York Nelson Rockefeller.
Porque cuando la hora de la Historia marcó la necesidad de realizar la apertura a China Popular, los EEUU tuvieron la fortuna de contar en la Casa Blanca a aquellos estadistas. Los que entendieron cabalmente las virtudes del balance de poder. Lo que en otras palabras equivalía a comprender que los intereses de los EEUU estarían mejor atendidos en la medida en que Washington consiguiera una mejor relación con Moscú y con Beijing que la que éstas mantenían entre sí.
Enseñanzas que vuelven a tener relevancia en el mundo de hoy. Cuando el tercer actor más importante del mundo entiende -con o sin razón- que el orden global surgido al final de la Guerra Fría contiene dosis de ilegitimidad inaceptables. Con el agravante de conducirla a adoptar una política revisionista. Al extremo de poner en entredicho el fundamento mismo del sistema de Estados soberanos basado en la inviolabilidad de las fronteras.
En los últimos cincuenta años, tanto en el plano académico como en el terreno de la diplomacia, nadie comprendió mejor que Henry Kissinger las virtudes del sistema de balance de poder y la necesidad de mantener el criterio de legitimidad para la manutención de un orden global capaz de dotar al mundo de una dosis de estabilidad aceptable que permita sostener la paz y la seguridad internacional.
Tras una vida irrepetible, dedicada a enseñar y aplicar estas lecciones, Henry Kissinger murió el último miércoles de noviembre, en su residencia de Connecticut (EEUU), a los cien años de edad.
Murió el mejor.