34 años han transcurrido desde que el entonces presidente de Estados Unidos George Bush anunciara el Proyecto Iniciativa para las Américas cuyos pilares eran: el Plan Brady para reestructurar la deuda de los países de América Latina, el establecimiento de la zona de libre comercio más grande del hemisferio, la FTA y un foro de fomento de la democracia, la Cumbre Interamericana.
Se estimaba en ese momento que al liberar las economías de la región del peso de la deuda y crear un espacio de libre comercio que fomentara una explosión en las inversiones, la región continuaría su desarrollo democrático dentro de un cuadro de auge económico y esperanzador futuro.
Estos auspiciosos escenarios nunca se materializaron gracias al ataque concertado de las mal llamadas fuerzas de izquierda y de derecha de la región. Para la izquierda que comenzaba a salir de los claustros universitarios y de los sindicatos para ascender a la cúpula del poder en varias naciones de la región, el libre comercio y una prosperidad alcanzada en sociedad con Estados Unidos eran antema. En efecto, el mal aprendido credo marxista definía al libre comercio como una cadena de explotación y a los Estados Unidos como la nación que dirige la explotación. Si la realidad demostrase lo contrario, los pueblos de la región se darían cuenta de que por siglos los señores de la izquierda les habían engañado. Y eso, desde luego, era inaceptable ya que equivalía a la autodestrucción.
Los señores de la también mal llamada derecha, integrada fundamentalmente por la clase empresarial, por su parte, tampoco estaban ganados a la idea de tener que competir con empresas norteamericanas o de una nación más eficiente de América Latina. Para sus integrantes, el comercio restringido era el mejor de los mundos porque podían hacer pagar el costo de sus ineficiencias al público, que termina costeando un premium por productos de menor calidad.
Y se produjo una suerte de pacto diabólico entre izquierdas y derechas que dio al traste con la propuesta de Estados Unidos, que dicho sea de paso había sido diseñada por varios premio nobel en economía que apuntaban a acelerar la creación de clases medias al sur del río Bravo.
Hoy la situación es mil veces peor que la que marcó la década de los años noventa del siglo pasado. La mayoría de las economías lucen agotadas y sin fuerza vital para continuar creciendo; el COVID-19 demostró la debilidad del marco institucional que administra los servicios de salud y de educación en la región y develó la conducta extractora de renta de las elites de la región cuando, en lugar de cooperar en la solución de la crisis, hicieron cuanto negocio pudieron con todos los insumos médicos y farmacéuticos necesarios para combatir el mal.
Como consecuencia, las sociedades civiles de varios países estallaron en protestas que fueron aprovechadas y penetradas por elementos radicales y el crimen organizado para paralizar a Colombia; tornar Santiago de Chile en una inmensa pira y hacer arder el Ecuador.
Con este telón de fondo, la administración Biden lanza la propuesta APEP (Americas Partnership for Economic Prosperity). Esta iniciativa recuerda mucho a una que fracasó estrepitosamente en términos de crear prosperidad en América Latina. Esa fue la Alianza para el progreso en la que estados Unidos invirtió 18.000 millones de dólares para ver colapsar las economías de la región la década siguiente. Esta vez no habrá infusión de inversiones y tampoco libre comercio, lo cual nos hace presumir que la región continuará viendo su desarrollo secuestrado por las izquierdas y las derechas.