El pasado 7 de octubre Hamas invadió Israel para perpetrar los atentados en que asesinó a más de 1400 personas, secuestró a al menos 224 e hirió a más de 5400, mientras alrededor de 30 continúan desaparecidas. Las imágenes y testimonios sobre los suplicios infligidos a las víctimas son elocuentes e inapelables, y las acciones y declaraciones de la ONU sobre esta situación merecen examen y crítica.
Puede debatirse si Israel debe incluir en su estrategia militar de Defensa la incursión en Gaza. Debe afirmarse también que cada vida inocente debe ser protegida. Pero también la ONU debe condenar inequívocamente a Hamas y declarar que debe cesar de existir, e inhabilitar sus capacidades para hacerse de recursos, especialmente económicos, para evitar su resiliencia operativa. Y hasta ahora no lo ha hecho.
No lo hizo porque en esa organización prevalece una mentalidad bien reflejada, por ejemplo, en las recientes declaraciones de Dominique de Villepin comentando los atentados de Hamas. Este ex Ministro de Relaciones Exteriores de Francia, guiado por un recurrente (y siempre frustrado) deseo de seducir al panarabismo para sacarle alguna ventaja si lograra convertirse en su vocero, afirmó que “la cuestión palestina sigue siendo la madre de las batallas para los pueblos árabes”.
En Francia este tipo de declaraciones son cada vez menos creíbles. Por eso, tan pronto Villepin las expresó, Florence Burgeaud Blackler, eminente investigadora y autora de un ineludible libro sobre la Hermandad Musulmana (a la que Hamas pertenece y también debería ser evaluada su sanción) las retrucó aclarando que “la fuente de la movilización no es una cuestión territorial palestina sino la voluntad de una conquista califal mundial”. Burgeaud Blackler le explica a Villepin que en Gaza, Israel no lucha contra nacionalistas sino contra supremacistas: Hamas no se parece a la Resistencia francesa, se parece al Ku Klux Klan.
Declaraciones como la de Villepin no convencen en Europa, pero prevalecen en la ONU. Es decir, en la burocracia de funcionarios internacionales que responde al Secretario General y cuyas posturas suelen orientar la toma de posición de muchos países, en particular de aquellos que no son potencias.
De la misma manera en que se equivoca Villepin, la ONU se equivoca también. Los atentados de Hamas no son parte de una resistencia a una ocupación territorial ni de una lucha por la autodeterminación nacional. Tal como lo afirma Hamas en su carta fundacional y lo ratifica en innumerables declaraciones oficiales, lucha por la abolición del Estado de Israel y por privar al pueblo judío de sus derechos políticos. Que nadie se confunda: este -y no otro- es el famoso “contexto” en el que se producen los ataques del 7 de octubre. Hamas no busca que nazca un Estado palestino, sino que perezca el de Israel. Hamas no es un movimiento de liberación nacional sino que es un movimiento supremacista que rechaza la presencia de un Estado judío, no porque sea extranjero al territorio donde ejerce su jurisdicción (no lo es), sino porque es judío. El programa de Hamas en Palestina es el mismo que el del ISIS en Siria e Irak, el de Boko Haram en Nigeria, el de Al Qaeda en el Sahel africano y el de las patotas de supremacistas islamistas que quieren expulsar a los judíos en las ciudades europeas.
Entonces, si la ONU quiere abordar esta guerra desde el punto de vista del derecho internacional, debería comenzar por incorporar a Hamas a la lista de organizaciones terroristas emitidas por el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, que son los grupos terroristas contra los cuales todos los estados tienen la obligación de luchar, persiguiendo penalmente a sus miembros, a su financiamiento y a la apología de su accionar.
Cuando el actual Secretario General Antonio Guterres afirmó sobre la situación en Gaza que “ninguna parte en un conflicto armado está por encima del derecho internacional humanitario”, el representante diplomático israelí le respondió pidiéndole la renuncia.
Sucede que de ninguna manera Hamas debería ser considerado como una “parte” en un conflicto internacional que opone a dos países con legitimidades equivalentes e igual status jurídico. El derecho internacional no caracteriza al terrorismo, a la piratería o al trafico de esclavos como “partes” de un conflicto sino como “flagelos” (scourge en ingles, fléau en francés). Los “flagelos” no son únicamente los enemigos de un Estado que circunstancialmente los enfrenta, sino que se caratulan como enemigos permanentes de la humanidad (hostis humani generis) contra los cuales todos los estados tienen la obligación de contribuir a su desmantelamiento y erradicación.
Por el momento la ONU nada ha dicho respecto a los desplazados israelíes de zonas de frontera con Líbano y Gaza, a los que el Estado debe garantizarles una vivienda provisoria; tampoco pese a brindarle el trato como parte, siendo una entidad terrorista, se le ha obligado a dar el número concreto de rehenes en su poder y que sean asistidos por la Cruz Roja, pese a su prohibición, tal el trato humanitario prescripto en los Convenios y Protocolos de Ginebra como en la Convención Internacional contra la Toma de Rehenes de 1979.
Israel tiene el delicado y complejo propósito dual: por un lado, desmantelar las capacidades operativas de estas entidades terroristas -Hamas y Jihad, como proxis de Irán- en procura de favorecer a los palestinos que procuran su Estado, sin entrar en una ratonera, como si no existiesen rehenes, y a la vez, negociar por su liberación como si no existiese la operación para quitar esas capacidades; mientras como Estado de Derecho, tiene frentes abiertos no sólo en Gaza, sino en Cisjordania, la frontera norte -Líbano y Siria- con Hezbollah, que opera como proxi de Irán, con quien también tiene un frente en la dimensión global –adonde debe defender a sus ciudadanos e intereses prácticamente en solitario-; y el otro frente es la embestida de la opinión pública mundial que no mensura que se trata del derecho a defensa a la existencia de un Estado y la seguridad como derecho humano de sus habitantes de todos los credos, en el naufragio de un correctismo político criminal.
Es así imprescindible no sólo la solidaridad internacional y desde un cuerpo como la ONU, sino que se termine con el cinismo, que poco ayuda para construir la paz en una guerra que muchos caracterizan, con estas posiciones de organismos internacionales, de “perpetua”, dada la asistencia del crimen organizado y la falta de límites en sus operaciones en terreno como de asistencia en fondos, que se encuadrarán bajo la idea de legitimar la idea y el derecho de destrucción del otro en un rearme de capacidades cada determinados ciclos.
¿Significa esto que la población civil de Gaza no merece la protección del derecho internacional humanitario? Todo lo contrario. Esa población, la primera víctima de Hamas, merece esa protección. Pero sí significa que los países deben obrar sin demora para que la ONU, en esta hora crítica, como le señaló el embajador israelí al Secretario General Guterres estén a la altura de la lucha que se esta librando, empezando por distinguir quién es quién.
El autor es investigador del Centro para una Sociedad Libre y Segura