El maniqueísmo fue una religión fundada en el siglo III en lo que hoy es Irak por el profeta Mani. Se consideraba el continuador natural y síntesis de todas las religiones. Su liturgia concebía los principios del bien y del mal en una lucha constante. Se le conocía como el “Apóstol de la Luz”. Como tal, se consideraba el sucesor de los profetas más importantes, incluidos Buda y Jesús.
En el siglo XIV el maniqueísmo perdió influencia y declinó hasta desaparecer como religión organizada. Ha perdurado, no obstante, aunque no como fe sino como concepto y metáfora. Retrata una específica lógica, hasta una estética, de análisis y debate político.
O de no-debate. Hoy pinta un cuadro en el que la política se ha reducido al bien y el mal, los propios y los ajenos respectivamente. Siguiendo a Mani, la lucha de las fuerzas de la luz contra las fuerzas de la oscuridad es a muerte.
De ahí que escuchemos y leamos con frecuencia que vivimos un tiempo maniqueo. La esfera de la deliberación pública—la polis de los griegos—ha perdido la riqueza de los matices, y con ello racionalidad. Solo se escucha la voz de los apologistas, una cacofonía de fanáticos. Prevalecen las posiciones dogmáticas, de la superioridad moral a la corrección política de ida y de vuelta, por derecha e izquierda por igual.
Con frecuencia nos referimos a ello como “polarización”, pero no alcanza. “Maniqueísmo” tiene mayor poder analítico. Precisamente, captura que en las narrativas de ambos polos el bien está representado por los propios, el mal por los ajenos. Y que, siendo originalmente un cuerpo religioso, maniqueísmo como significador también subraya que esa polarización de hoy constituye una invitación al pensamiento mágico.
Recurro a estas intuiciones para reflexionar sobre el 50 aniversario del golpe de 1973 en Chile, aquel 11 de septiembre. Es que el recuerdo de aquella ruptura, similar a la de otras naciones de la región en aquellos años, es parte de la elaboración del trauma colectivo. Es necesaria la memoria donde hubo olvido y negación; el debate abierto en vez de silencio; la reflexión serena y ecuánime en lugar de las pasiones.
En suma, abordar el pasado traumático con grandeza constituye una tarea de construcción estatal, equivalente a una instancia fundacional. Es un momento institucional por excelencia. Debe incluir, de ningún modo excluir; sumar, nunca restar; cicatrizar, jamás ahondar las heridas. En el post-conflicto, toda sociedad necesita una síntesis histórica.
Y, sin embargo, en el clima maniqueísta imperante ocurrió lo contrario. Voces de izquierda, en Chile y en el exterior, recordaron aquella fecha con pesar, es claro que ocurrieron verdaderos crímenes de lesa humanidad, pero también con un cierto idealismo romántico. Se evocó al Allende humanista, que lo era, y se reivindicó con nostalgia su “vía chilena al socialismo”, la construcción de una sociedad socialista a través del voto y con instituciones democráticas.
Pues ese fue el proyecto de la Unidad Popular, solo que con el 36% de los votos. Así, sin mandato para dicha transformación, la nacionalización de los medios de producción se transformó rápidamente en una serie de ocupaciones, intervenciones y apropiaciones arbitrarias de activos productivos, decididas de facto por grupos radicalizados independientes. Como resultado, se politizaron los poderes neutrales del Estado: la Contraloría, los juzgados y el Tribunal Constitucional.
Allende había perdido autoridad y control de su propio gobierno. Dichas instituciones rápidamente se sintieron amenazadas por los acontecimientos. La visita de Fidel Castro a Chile a fines de 1971, por su parte, tres semanas recorriendo el país acompañado de ministros y altos oficiales militares, politizó a las Fuerzas Armadas. La CIA tuvo un papel en el golpe, ello está documentado, pero las raíces del mismo estaban todas en suelo chileno.
Desde la derecha, a su vez, se escuchó un maniqueísmo especular; es decir, en el espejo, donde lo que está a la izquierda se ve a la derecha. La UDI emitió una declaración en la que responsabilizan exclusivamente al gobierno de la Unidad Popular (UP) por el “quiebre democrático”; se evita el término “golpe”. Concluye la declaración que dicho quiebre fue inevitable.
Pues se trató de un golpe de Estado; nada es “inevitable” en la política. ¿Acaso fue inevitable la caravana de la muerte que recorrió el país dejando un saldo de 93 ejecuciones extra-judiciales? ¿Fueron también inevitables los asesinatos de Prats en Buenos Aires, de Letelier en Washington y el atentado contra Leighton y su esposa en Roma? Pues después del golpe, dicho Estado practicó el terrorismo de Estado.
Llama la atención y preocupa el retroceso en el debate, pero el maniqueísmo produce tribus políticas. Durante las dos décadas de gobiernos de la Concertación, coalición que llevó dos socialistas a La Moneda, se reconocieron todos los hechos aquí narrados. Una auto-critica si se quiere, ello incluyó distanciarse de la errada política económica de la UP, a la que se llamó “populista-socialista”, y señalar el descontrol de los grupos extremistas que operaban dentro del Estado.
Desde la derecha y el empresariado, por su parte, varios sectores reconocieron la necesidad de terminar con el régimen de Pinochet y con las violaciones a los Derechos Humanos. De hecho, una parte importante votó por el NO en el plebiscito de 1988. También aceptaron que le tomó doce años encontrar la mezcla adecuada de política económica, el renombrado “milagro”, posteriormente a los estragos de los “Chicago Boys” y su enfoque monetario de la balanza de pagos.
Así las cosas, un encuentro con la historia, medio siglo después, se desperdició en narrativas de secta en lugar de contribuir a la reconciliación que el país ha (o había) logrado gracias a la estabilidad de sus instituciones y la responsabilidad con la que siempre actuaron sus presidentes democráticos. Hoy todo ese aprendizaje y la convivencia democrática que generó, y a la luz de la repetición del relato del estallido social de 2019, lleva un signo de interrogación.
Es que con el maniqueísmo se desaprende lo aprendido, pues se recuerda selectivamente. Y cuando los recuerdos no se encuentran en un terreno compartido, el pasado se convierte en el hoy. Se pierde la ecuanimidad y con ello se desgasta el civismo, tela con la que se cose la política como actividad virtuosa propia de una democracia.
Debo confesar que no me animé a decir nada de esto el día 11 de septiembre y decidí esperar para pensar mejor, por lo traumático de la fecha desde luego. Viví en Chile, lo conozco y lo quiero. Allí dejé cantidades de amigos.
Sin embargo, me quedo con la preocupación de ver que lo vivido por la sociedad hace medio siglo no queda circunscripto a los archivos de la historia; en definitiva, al debate académico. Pinochet es parte de la historia; pertenece a los claustros y museos, déjenlo allí. Allí lo puso Ricardo Lagos, en realidad, cuando lo trajo de regreso desde Londres y modificó la Constitución de 1980.
Es tóxico cuando los debates del pasado impregnan la política de hoy. Sugiere que no hay política para hoy, justamente, ni capacidad de cautivar la imaginación de la sociedad; es decir, que se carece de proyectos para el futuro. Y ello ocurre en la izquierda y la derecha por igual; es decir, son igualmente maniqueas.