¿Hay “patrones” comunes en el electorado del continente?

En la actualidad, los gobiernos ya no cuentan con la paciencia del elector de otras épocas donde la fidelidad ideológica lograba retener votos. Son épocas de “tiempo real” donde todo acontece al instante

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Mesa de votación en Argentina, dondel el 13 de agosto se celebraron elecciones primarias
Mesa de votación en Argentina, dondel el 13 de agosto se celebraron elecciones primarias

Los electorados son distintos en todos los lugares del planeta. Sin embargo, se pueden detectar algunos “patrones” que irrumpen con regularidad a pesar de lo diverso de las regiones y de la cultura política de cada país.

El principal desafío para un político elegido por el electorado está en sostener la calidad democrática de su sociedad satisfaciendo las expectativas del elector en un porcentaje relevante. Si esto se logra, el actor político (o su partido) que compite desde el poder tiene chance de revalidar su mandato. Si no es así, las posibilidades son vagas y la alternancia es la opción. En la actualidad, los gobiernos ya no cuentan con la paciencia del elector de otras épocas donde la fidelidad ideológica lograba retener votos. Son épocas de “tiempo real” donde todo acontece al instante. En las últimas elecciones en el continente, según Latinobarómetro, en más de quince oportunidades los signos de los gobiernos -de derecha o de izquierda- que están en el poder han sido relevados, excepto el caso de Paraguay, y ese ha sido el patrón hasta el presente. El poder desgasta no tenerlo, pero manejarlo -en estos tiempos convulsos- ha resultado letal.

Los “centros” políticos (moderados y racionales) se ven interpelados por un “tono” conversacional intenso de la sociedad contemporánea actual (cansancio, desconfianza hacia la política y malestar en el humor ciudadano) y solo adquieren espacio e importancia cuando la calma es la reinante. Por el contrario, si el clima es tenso y la sociedad está “inquieta” las puntas políticas en el electorado crecen de manera inevitable. Esto, lo saben los actores políticos que se ubican en los extremos para retroalimentarse. Siempre se ha sostenido que la izquierda radical y la derecha extrema son socios ocultos al apostar a la teoría del enemigo alimentándose entre sí. Es una vieja ley de la ciencia política: el que queda al centro -como el jamón del sándwich- o tiene mucho volumen electoral para soportar la tormenta o la va a pasar mal en ese enclave.

Los extremos políticos, al contrario, arrancan desde las puntas y su recorrido moderado hacia el centro en la contienda electoral les permite capturar electorado de manera creíble. Siempre resulta más lógico que un extremista modere su narrativa a que un conservador se transforme en revolucionario. Se espera lo primero, lo segundo no resulta demasiado convincente.

Las emociones son un factor clave en cualquier electorado. Desde Vilfredo Pareto hasta el presente se sostiene que lo “irracional” (lo emocional) es primario en las decisiones políticas del ciudadano. Los que logran introducirse a la élite (la “clase política”, según Gaetano Mosca que fue quien bautizó así a esa expresión y nadie lo recuerda) lo hacen porque interpretan el flujo emocional de sus ciudadanos y -de una forma no siempre lógica- los convencen de que ellos son los más “aptos” para estar allí. El ciudadano puede reconocer de forma palmaria que no está eligiendo al mejor, al más idóneo o al más listo, pero acorta esa ruta por una que le calma su ansiedad y le colma su emoción natural. El voto no es una inversión inmobiliaria es un acto de naturaleza consciente e inconsciente que posee apelaciones emotivas siempre.

Los candidatos no son ni un momento, ni una consigna, ni una publicidad, ni un meme, ni siquiera son el fiel reflejo de su propio partido político. Muchas veces, hay candidatos que representan un volumen electoral mayor al de su partido político y esos, en general, tienen la potencia de consolidar un liderazgo que marca a su tiempo. Si el candidato va subordinado a las corrientes de opinión que lo cobijan en el plano político partidario y no suma adhesiones por fuera de ellas, en general, la ruta de este candidato será frágil y no arranca cómodo. Los que suman votos son los candidatos “catch all”, aquellos que por alguna razón saben seducir a votantes de los extremos del arco político. Existen estas situaciones cada vez más seguido porque las murallas de la izquierda y la derecha ya no poseen el espesor de décadas atrás, ahora son de material ultraliviano.

Por momentos en el imaginario colectivo pesan asuntos que podrían ser irrelevantes a primera vista (vida personal y privada del candidato) y, sin embargo, se tornan centrales en una sociedad en la que las redes sociales -en minutos- pueden estar construyendo o deconstruyendo una idea sobre la actitud que tiene el ciudadano. En todo caso, la mediación que ejercían los medios de comunicación, hoy esa interfase surge de las redes sociales, aunque el disparador sean los propios medios de comunicación perforados y diseccionados por el mismo ciudadano. (Las redes sociales viralizan el momento “caprichoso” en el que el político aparece ratificando el sesgo de confirmación del ciudadano-emisor, de esa forma: memes y videos recortados hablan más que el propio candidato por sí mismo).

La actitud política (según Jean Meyneaud) es una predisposición mental organizada por la experiencia que se posee previamente ante todo evento político. En general, las actitudes políticas cambian gradualmente, pero hechos graves, sin embargo, las pueden hacer virar de manera grosera. A lo largo de la historia política, asesinatos de candidatos, atentados terroristas, climas de violencia, judicialización política o situaciones extremas en economía pueden modificar una voluntad colectiva que parece orientarse hacia un lado y un hecho externo la moviliza hacia otro lugar. ¿Cambia la actitud por un hecho que impacta al elector? No es la regla padecer estos asuntos, pero cuando se viven hay que repensar todo el escenario porque nada es previsible. Son cisnes negros de entidad focal, pero terminan afectando al conjunto de una sociedad.

La fragmentación ciudadana se va acortando en la medida en que se aproxima el acto electoral. La ciudadanía se va agrupando en espacios que son los que se le ofrece, es como una prueba cerrada de múltiple opción: no hay capacidad ya más de elaborar la oferta electoral. La oferta electoral es la que está y empieza el juego del descarte con las pocas opciones seleccionadas. El sistema está pensado para fortificar (los ballotages, por ejemplo) y dotar de legitimidad al presidente electo, pero no siempre se pensó que ese mecanismo requiere de una mayoría parlamentaria funcional al mismo. En muchos casos, se resuelve a medias este asunto y por ello el continente está plagado de primeras figuras con diminuto apoyo parlamentario. El modelo posee un diseño constitucional asimétrico desde el arranque porque resolvió un eje sin conexión con el otro.

La proximidad del acto electoral acorta la pista de aterrizaje al poder y quien mejor pueda aterrizar allí, es quien (obviamente) alcanza la victoria. El tema es que algunos o algunas que podrían hacer un espectacular aterrizaje no siempre alcanzan la altura de vuelo previa y necesaria. Esto, sucede, con los regímenes a tres vueltas (primarias, primera y segunda vuelta). Resulta tan agotador estos ciclos electorales que se llega con cansancio, con heridas, con compromisos y con una presión significativa que hace de la victoria un asunto “frágil” en muchas oportunidades. Ganar no siempre habilita a gobernar. Excepto que los guarismos del ganador sean enormes, siempre queda un espacio opositor con capacidad de bloqueo. Esto es un desafío para la funcionalidad de la política puesto que el ciudadano se siente alejado del obstruccionismo. En eso, los modelos parlamentaristas europeos tienen una válvula de descompresión menos traumática que los modelos presidencialistas americanos.

En los sistemas políticos -como los latinoamericanos- disociados de la lógica de los sistemas electorales (“folclóricos” éstos últimos por ser elegante en la adjetivación) la mayoría hacen nacer construcciones poco afines a la calidad democrática, ambientando cierto transfuguismo de a último momento que resulta irritante para un elector que no termina por comprender semejantes movimientos. En un mismo ciclo electoral no resultan lógicas las pendulaciones de los partidos políticos. El elector advierte nítidamente cuando gana la sobrevivencia del poder a la propuesta superadora y magnánima hacia él.

Ya el maestro Maurice Duverger sostenía que ese equilibrio y lógica entre los sistemas políticos y los sistemas electorales era la base inicial de la democracia. No siempre tenemos en cuenta esta premisa en el continente. Muy pocas veces. Habría que investigar si ese cortocircuito no produce estos resultados tan poco estimulantes.

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