Pocos días atrás W. Russell Mead, una de las plumas más importantes en temas de geopolítica, seguridad nacional y política exterior de los EEUU publicaba en las páginas del The Wall Street Journal una columna titulada Russia, China and Iran in America’s Backyard. These adversaries threaten the U.S. with their moves into Latin America (Rusia, China e Irán en el patio trasero de Estados Unidos. Estos adversarios amenazan a Estados Unidos con sus incursiones en América Latina). A lo largo de décadas, muy rara vez dedicó su tiempo y análisis a América Latina. Su foco ha estado en las zonas estratégicas y calientes para el poder americano.
En 1996, en pleno momento unipolar de los EEUU, P. Smith, uno de los estudiosos más importantes de la relación entre los EE.UU. y América Latina, afirmaba en su libro Talons of the Eagle: Dynamics of U.S.: Latin American Relations que una de las constantes en esa relación era que Washington veía a la región como una zona segura, no amenazante y que permitía que, por medio de políticas burocráticas más o menos coordinadas de las agencias estatales, pudieran preservarse los intereses vitales de los Estados Unidos. En su repaso de la postura estratégica de Washington respecto de América Latina en los cien años precedentes, el autor observa una lógica pendular entre aquellos momentos en los que la región absorbía gran interés y esfuerzo del poder americano, y aquellas largas etapas en las que prevalecía un menor interés y preocupación. Esa “normalidad” se veía interrumpida por eventuales factores externos, que obligaban a adoptar políticas y estrategias más activas, articuladas y de largo plazo o una Gran Estrategia, usualmente reservadas para las zonas estratégicas más calientes durante el siglo XX, como Europa y Asia.
¿Cuáles eran los eventos que alteraban esa “parsimonia burocrática” en la relación con los Estados latinoamericanos? Básicamente, aquellos en los que se percibía o evidenciaba un rol activo y amenazante de una gran potencia estratégico-militar extra continental en la región.
Un primer caso fue el de la Alemania nazi durante la década del ‘30, especialmente, en la entonces próspera y poderosa Argentina y en el separatista sur del Brasil. En este momento, la decisión estratégica del presidente Franklin D. Roosevelt fue articular lo que se denominó la “política del buen vecino”, con el objeto de reforzar los vínculos políticos, diplomáticos, militares, comerciales y económicos de los EEUU con los países de la región. El interés y la necesidad de cuidar y cultivar la relación con nuestro país se pusieron en evidencia tanto cuando Roosevelt realizó una visita oficial a Buenos Aires, en 1936, como cuando se encargó de buscar al mejor médico que pudiera ayudar al entonces mandatario argentino, Roberto Marcelino Ortiz, a evitar una pronta ceguera. Los historiadores han registrado cartas importantes y muy amistosas entre ambos mandatarios. En algunas de ellas, escritas a comienzos de la Segunda Guerra Mundial, el mismo Ortiz destaca la necesidad de que ambos países enfrenten juntos la amenaza nazi. Sin dudas, una revisión de esa etapa de la historia argentina, muestra que el fallecimiento de dos caudillos políticos, como Alvear y Justo, y la salida del poder de Ortiz, debido a sus padecimientos de salud, cambiaron el curso de la inserción internacional Argentina durante y después de la citada guerra.
El fin de la Segunda Guerra Mundial y la derrota del nazi-fascismo desactivaron, en gran medida, ese interés prioritario. El foco de atención se centró en la necesidad de reconstruir y estabilizar Europa Occidental y Japón, a fin de contener la poderosa influencia del atractivo ideario comunista con base en la URSS de Stalin. Tal como escribiera el gran historiador y geopolítico americano G. Kennan en su “largo telegrama” poco tiempo después de finalizar la guerra, el mayor riesgo para la seguridad de los EEUU en el corto, mediano y aún largo plazo no residía en la posibilidad de una agresión militar abierta y total de los soviéticos, sino en la penetración política, electoral, social y de inteligencia dentro de las destruidas sociedades europeas y asiáticas. En este contexto, ya no había espacio para Brasil, fiel aliado de los Estados Unidos entre 1942 y 1945, en esta nueva etapa de los intereses globales y de estrategia de contención al comunismo. Utilizando una metáfora ferroviaria, podría decirse que así como Argentina “no se subió” al tren de la hegemonía americana post 1945 -entre otros motivos, por su inercia a apostar por el Reino Unido, por la falta de complementación de su sector agropecuario con el de EEUU y por el ascenso del peronismo y su lema “Braden o Perón”-, el Brasil de Getulio Vargas y sucesor fue invitado a “bajarse” o “trasladarse a los últimos vagones” de ese tren.
Una segunda oportunidad en la que América Latina recuperó la atención de los Estados Unidos y dio lugar a una nueva Gran Estrategia fue con el ascenso inesperado de Fidel Castro, aliado al comunismo soviético, en la tropical Cuba a comienzos de la década del ‘60. Contra todos los pronósticos, durante estos años, la cornisa de la apocalipsis no se encontró en zonas prioritarias como Europa, Asia o el Golfo Pérsico, sino a unos pocos cientos de kilómetros de Miami, en suelo cubano.
En este contexto, el presidente Kennedy y su equipo articularían la denominada “Alianza para el Progreso”, una mezcla de “zanahorias y palos” para la región. En efecto, esta estrategia combinó el impulso a los gobiernos democráticos moderados de la región, el estimulo a las reformas agrarias y el fortalecimiento de los lazos comerciales e inversiones, por un lado; con la enseñanza de estrategias y tácticas contrainsurgentes (o COIN) basadas tanto en la experiencia de los Marines en las guerras de comienzo del siglo XX en Filipinas y Centroamérica (plasmada en el manual operativo de 1940 de esa fuerza), como en el conocimiento y “la prueba y error” de las campañas francesas en Vietnam y Argelia, por el otro.
El asesinato de Kennedy en 1963 hizo que, durante décadas, prevalecieran más los “palos” que las “zanahorias” para la región. Tal vez, hasta el impulso a la democracia en América Latina decidido por Washington a comienzos de los años ‘80 pos Guerra de Malvinas.
El colapso del imperio soviético en 1989, la desintegración de la URSS en 1991 y la existencia de una China comunista pero de buen trato diplomático con los EEUU desde 1972 y pro capitalista desde 1978 darían lugar a un escenario descripto por F. Fukuyama como el “fin de la historia” y por K. Waltz como un “momento unipolar” de los EEUU que se extendería por dos décadas o poco más.
Desde hace años y de manera cada vez mas evidente, asistimos a una creciente “tercera irrupción externa” de una superpotencia en la región, la cual debería volver a activar (demasiado tarde, ¿o no?) en Washington los engranajes de una Gran Estrategia que combine el accionar contundente y coordinado de sus diversas agencias federales asi como un rol dinámico de las empresas de origen americano que operan en la región.
Se trata de un escenario en el que se observa un ascenso de China, dando lugar a numerosos análisis sobre la existencia de un nuevo bipolarismo. Esta vez entre los Estados Unidos y la potencia asiática. Desde hace ya varios años, Beijing es el primer o segundo socio comercial de la mayor parte de los países del hemisferio americano. En el caso de la Argentina, desde 2014 tiene bajo su control una base satelital en la provincia de Neuquén y ocupa, asimismo, el rol de aliado simbólico y material de los sectores políticos con una retórica anti-norteamericana. Ambos factores permiten diferenciar a China vis-à-vis las amenazas extra hemisféricas citadas previamente, es decir, la Alemania nazi y la Unión Soviética. Por un lado, ninguna de ellas logró, ni siquiera en su momento de esplendor, acercarse o igualar en PBI a los EEUU. Así, por ejemplo, durante los años ‘60 y comienzos de los ‘70, la URSS tenía un PBI que llegaba sólo al 40% del de su rival americano. Además, mantuvo siempre un perfil muy bajo en el entramado del comercio mundial y una escasa interdependencia económica con el capitalismo occidental, contrariamente a la China actual. Por el otro, el principal activo que ofrecían Berlín y Moscú en los años ‘30 y ‘60 eran sus cargas ideológicas -acompañadas de eventuales negocios y comercio-; a diferencia del caso de China, que se centra sobremanera en su poder financiero y comercial, así como en el interés de diversos dirigentes del Tercer Mundo en desatarse de la supervisión de la Justicia de los EEUU y de los informes de Washington sobre derechos humanos y lucha contra la corrupción.
Pocas dudas caben que China es hoy el verdadero desafío estratégico para los Estados Unidos, aún cuando la política estadounidense ha invertido y continúa invirtiendo una enorme cantidad de tiempo y esfuerzo en focalizar las críticas y alertas en Rusia y en Putin. Los gobernantes de nuestra región deberán redoblar su prudencia y articular espacios de coordinación regional y subregional para saber moverse y salir lo mejor posicionados que sea posible de esta puja entre titanes. Como dice un viejo proverbio africano, cuando dos elefantes se pelean quien más sufre es la hierba que pisan.
Ya en 2016, en una recordada conferencia poco tiempo antes de las elecciones presidenciales en los Estados Unidos, Henry Kissinger recomendó enfáticamente desarrollar una relación fluida y constructiva con Moscú para tratar de reducir los márgenes de maniobra de China en el tablero internacional. Tanto el empantanamiento de los Estados Unidos en largas y costosas guerras en Afganistán e Irak como los fallidos intentos de llevar formas democráticas de gobierno a Medio Oriente durante los mandatos de George W. Bush y Obama, reportaron en el pasado grandes beneficios a Beijing. Si a ello se suma, priorizar cuestiones domésticas que conducen a sobrecargar las tintas sobre Rusia y ni que decir a partir de la invasión a Ucrania, el rédito para los diseñadores de política exterior y defensa en China no podría ser mayor.
Las extremas tensiones diplomáticas y militares existentes entre los EEUU y Rusia, no hacen más que potenciar la inercia antes anunciada y que resulta tan funcional a China. De la suerte y de la virtud de la los tomadores de decisión de Washington, dependerá no dejarse atrapar por la dinámica de priorizar la puja con una potencia regional como es Rusia, en lugar que con China en su categoría de rival estratégico de una magnitud y proyección nunca antes visto por la superpotencia americanas.
Por último, pero no por eso menos importante, la eventual próxima Gran Estrategia americana versus China a escala global, deberá darle a América Latina una mayor importancia relativa. Si los EEUU tuvieron la capacidad de proyectar fuerzas hacia Europa y Asia en 1917, 1941 y durante la Guerra Fría, se debió a su unipolaridad y hegemonía en el hemisferio. Un deterioro sustancial de esa ventaja geopolítica, tendría serias consecuencias para Washington. Quizás estos y otros factores han llevado al mítico Russell Mead a poner el ojo donde no solía hacerlo.
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