Recientemente Biden observó en varios discursos que en el conflicto actual en Europa del este no se trata solo de proteger a Ucrania, sino que también es una lucha para fortalecer la democracia y debilitar la autocracia.
Si definimos la guerra en Ucrania como una batalla por la democracia, asumimos que el poder ruso produce autoritarismo. Es verdad que Rusia fomenta gobiernos anti liberales y autoritarios, y es también cierto que muchas democracias anti liberales a menudo recurren a Rusia o China solicitando ayuda para fortalecer sus regímenes o para buscar alianzas.
Esto no significa necesariamente que estos regímenes antiliberales y antidemocráticos no tengan autonomía o una dinámica autónoma e independiente del apoyo de las mencionadas potencias.
El régimen opresor de Venezuela precedió al ascenso de Putin. Polonia se tornó anti liberal pese a su temor a Rusia y su alianza con Estados Unidos y la OTAN. En países como Hungría, Turquía, India y Filipinas el debilitamiento de instituciones como el Poder Judicial, los partidos de oposición y los medios de comunicación es evidente y no parece ser necesariamente el resultado de la influencia rusa.
De hecho, la tendencia anti liberal afecta a países de occidente. En Francia, miembro de la OTAN, la extrema derecha obtuvo el 41% de los votos. En Suecia, otro aliado clave de la OTAN y posible futuro miembro, los Demócratas Suecos de extrema derecha obtuvieron el 17,5% de los votos (la segunda fuerza más grande en el parlamento y una que apoya a la actual coalición de gobierno). Italia acaba de elegir una primera ministra que enfatiza la identidad nacional y cristiana de Europa. Israel presenta el último ejemplo donde el gobierno intenta llevar a cabo una reforma judicial que hace vulnerables ciertos derechos civiles alcanzados mucho tiempo atrás.
Y más importante aún, tal deterioro ha ocurrido y ocurre todavía en los Estados Unidos.
Estamos viviendo una crisis de la democracia liberal cuyas causas no tienen nada que ver con la idea misma de democracia liberal, como sugiere el politólogo Patrick Deneen, sino con el hecho de que esta no ha sido implementada correctamente.
La democracia liberal ha sido afectada por factores internos y externos.
Por ejemplo, en los EEUU hay tres elementos que han socavado el sistema. El primero es el deterioro del Poder Legislativo como arena de compromisos y deliberaciones. El segundo es el cambio en las características tradicionales de los partidos políticos estadounidenses, y el tercero es el creciente poder del Ejecutivo en la toma de decisiones. Estas tres dimensiones están interrelacionadas.
Se supone que el Congreso es uno de los componentes clave en la división de poderes. La división de poderes es un mecanismo de limitación del poder absoluto y del gobierno monárquico. El Congreso está supuesto a representar los diferentes precintos electorales. La premisa consiste en que esta representación de base local establecería una cercanía entre los intereses y preocupaciones locales y el representante. O en la observación que hace Tocqueville sobre América, el sistema permite que los ciudadanos pongan sobre la mesa temas que directamente les afectan.
Desde principios de la década de 1990, los partidos políticos estadounidenses comenzaron a votar en bloque, en una dinámica donde los miembros están sujetos a la disciplina partidaria. A partir de 1995, cuando los republicanos obtuvieron el control del Congreso, el presidente de la Cámara de Representantes, Newt Gingrich, presentó el “Contrato de América” como un proyecto doméstico revolucionario supuestamente apoyado por el Partido Republicano en su conjunto. La polarización del Congreso comenzó a evolucionar. Los Republicanos iniciaron este proceso de polarización, pero los demócratas reciprocan. Luego de que la invasión a Irak del ex presidente republicano George W. Bush se encontrara en un atolladero, los demócratas comenzaron una ofensiva contra la administración republicana. Vieron la oportunidad de atacar políticamente a los republicanos, ganar puntos políticos y recuperar las tres ramas del gobierno, que era más importante que ayudar al presidente a resolver la crisis de Irak. Para el año 2009, los demócratas controlaban ambas cámaras del congreso y la Casa Blanca. Esta cultura política negativa continuó. Los ataques republicanos contra el presidente Obama, más la obstrucción de las iniciativas legislativas y, más notablemente, el bloqueo de la nominación de un juez de la Corte Suprema reflejó la gravedad de esta creciente polarización.
La relación representante-ciudadanos dio paso a la relación representante-liderazgo del partido. Hoy en día, los miembros del Congreso emiten su voto siguiendo la orientación de los líderes del partido y aferrándose a conceptos ideológicos dogmáticos, en lugar de consultar más con los electores sobre sus necesidades y negociar un término medio con aquellos con los cuales hay diferencias.
El ya difunto ex presidente checo, Vaclav Havel, observó que en su país la actividad política se ha caracterizado por “un anhelo extravagante de poder y la voluntad de ganarse el favor de un electorado confuso ofreciendo una colorida gama de propuestas atractivas sin sentido alguno. Las acusaciones mutuas, las denuncias y las calumnias entre los opositores políticos no conocen límites... Las consideraciones partidistas aún prevalecen visiblemente sobre los intentos pragmáticos de llegar a soluciones razonables y útiles a los problemas”.
Este fenómeno descrito por Havel lo hemos visto incluso dentro de la oposición venezolana donde cada candidato busca su gloria y poder y no se logra unidad en torno a la recuperación de la democracia.
Esto se conecta con la función del Congreso como lo que John Stuart Mill y Max Weber llamaron un “centro de la razón”, es decir, un lugar donde la deliberación abierta de diferentes puntos de vista y la representación de diversos intereses son colocados sobre la mesa.
Sin embargo, como ya lo observó Carl Schmitt hace casi un siglo, este principio se ha visto deteriorado. Parlamentos y Congresos han sido víctimas de intereses especiales que, debido a su poder económico, logran influir en la legislación, frecuentemente evadiendo el debate y el escrutinio público. Finalmente, esta situación lleva a la emergencia de líderes carismáticos que, pretendiendo representar a los sectores descontentos, frecuentemente debilitan o acaban con la democracia liberal.
Estos nuevos líderes pretenden representar el interés de todos y, como dijo el ya difunto Ernesto Laclau, hacen sentir a cada uno de los sectores de la sociedad civil que ellos responderían a sus necesidades y demandas allí mismo donde las democracias liberales los han decepcionado.
O sea, el populista emerge donde la democracia liberal defrauda las expectativas creadas por propios principios de representatividad.
Y la clase política tradicional contribuye a este deterioro. Los políticos tradicionales son a menudo responsables de la crisis, pero paradójicamente se aferran al populismo para sobrevivir políticamente.
En el caso de Estados Unidos, pese a que hay indicios muy serios que despiertan la sospecha de que Donald Trump podría haber infringido la ley en varias instancias y a pesar de los juicios que se han iniciado contra el ex presidente, muchos políticos de su partido lo han respaldado y han atacado las instituciones judiciales y al estado en general.
Como ha señalado el politólogo Jan-Werner Müller, no es sólo la efervescencia popular la que respalda a los demagogos. Para que los populistas tengan éxito, necesitan el respaldo de algunos políticos más tradicionales. Esto es lo que ha sucedido en los Estados Unidos y en otros países. Los políticos más conservadores que surgieron de la democracia liberal han brindado apoyo directo o indirecto a la política populista no liberal. Esto sucede con populismos tanto de derecha como de izquierda. Muchos de la comunidad política de izquierda tradicional inicialmente dieron su apoyo al chavismo. Incluso hoy en día desde el exterior hemos visto al presidente brasileño Lula Da Silva reducir los crímenes del régimen venezolano como una “narrativa”, o sea una obra de ficción.
En el caso de EEUU, estos políticos tradicionales llegaron a apoyar fenómenos como la negación de las elecciones; y previnieron un proceso legítimo de juicio político contra Trump.
Si esta ruptura continúa tendría como consecuencia la deconstrucción misma de las prácticas democráticas y legalistas a las que los estadounidenses han estado habituados por mucho tiempo. El caos que vimos en el Capitolio estadounidense bien podría ser una advertencia sobre la posibilidad de un desorden social más amplio y una revolución en la cultura política que ha sostenido la democracia constitucional estadounidense al menos desde la época del Movimiento por los Derechos Civiles.
La bicentenaria democracia estadounidense se encuentra en una crisis comparable a las que han enfrentado las democracias jóvenes de Europa del este y las democracias en Latinoamérica.
En América Latina, la crisis que EEUU ha experimentado ahora ha existido siempre y hasta Simón Bolívar lo pudo percibir. Los partidos políticos y sus líderes pasaron a ser partidos de notables y concentrados en su poder personal. En América Latina, con raras excepciones, el sistema constitucional murió muy temprano con golpes de estado o continuas guerras civiles. Ningún sistema constitucional sobrevive solamente por el hecho de escribir una constitución. Se requiere principalmente una práctica constitucional y una cultura que lo apoye.
Pero además hay factores externos que también afectan a la democracia liberal. Hay múltiples razones por las que surgen fuerzas extremas y la democracia liberal decae. La mayoría de ellas tienen que ver con desafíos domésticos como la globalización económica, fuga de industria nacional y consecuente desempleo, y cambios tecnológicos que obligan a los individuos a abandonar sus profesiones.
Por otro lado, la globalización capitaliza una ola de nuevos ricos y disparidades económicas que generan resentimiento social.
Como dice el periodista David Brooks hay también un resentimiento contra las élites educadas, consideradas condescendientes y paternalistas. Esto también se conecta con una reacción negativa a los rápidos cambios sociales y culturales que se reflejan en desafíos a conceptos tradicionales de género, sexualidad y políticas de identidad étnica y racial.
Esto último a la vez se conecta con una inmigración masiva que amenaza las identidades nacionales y las culturas establecidas.
En naciones como Países Bajos, el 15% de sus habitantes son nacidos en el extranjero. En Francia un 10% es nacido en el extranjero. En Suecia un 20 por ciento. Lo mismo en Alemania. En el Reino Unido es un 17% y esto llevó a la salida de este país de la Unión Europea.
Es importante entender por qué surgen estos problemas y anticiparlos. A veces somos los académicos parte del problema al adoptar posiciones ultraliberales y frecuentemente condescendientes. Es la responsabilidad de los intelectuales, líderes políticos y de opinión no solo combatir los fenómenos populistas, extremistas y autoritarios sino también entender sus causas y abordarlas a tiempo.
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