Sale del escenario político italiano il Cavaliere Silvio Berlusconi. Con él se marcha buena parte de la historia contemporánea de Italia.
Electo en la medianía de la década de los años noventa, Berlusconi logró superar el récord de permanencia en la oficina del primer ministro y desde allí transformar la política italiana. Así como su compatriota Federico Fellini alteró el cine italiano librándose de las ataduras del realismo para introducir la sátira y la leyenda envueltas en la vida cotidiana, Berlusconi terminó con la silenciosa y acotada conducta pública de los líderes políticos para traer vida y color a las actuaciones públicas.
Haciendo gala de su inmensa riqueza que había precedido su ingreso a la política comenzó a despertar en la juventud italiana el interés por convertirse en empresarios. Maltrató pública y privadamente a la burocracia, a la cual culpaba de muchas de las desgracias de la política italiana y enaltecía a los empresarios y a los líderes que él consideraba habían llevado a sus países a mejores puertos, como Ronald Reagan y Margaret Thatcher. Su natural curiosidad y ansias de protagonismo lo llevaron a colocar la bandera italiana en el mundo y a hacerla ondear en lugares insólitos como Bagdad y los Balcanes.
Como ser humano los contrastes eran agudos. Por una parte la gente sencilla lo quiso y lo vio como un hombre generoso, capaz de compadecerse de sus tragedias donando becas, jardines de infancia, hospitales y bibliotecas. Para las élites se trataba de un desclasado que no manejaba los códigos de la nobleza y el decoro. Era derrochador, mal hablado y un maniático sexual. Sus obras de caridad compitieron con sus obras pías. Y, por supuesto, nunca sabremos cuales vencerán el paso de los años para contar su historia. Pero lo que sí es cierto es que todos lo recordarán como Il Cavaliere de la política italiana que puso en su sitio a una dirigencia política vetusta y corrupta y que rescató para el mundo dándole un significado y una dimensión distinta a la expresión “¡Forza Italia!”.
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