Un día después de iniciado el juicio político en su contra, Guillermo Lasso contraatacó disolviendo la Asamblea Nacional. La acusación era “peculado”, malversación de fondos. Con un tercio de los votos habría evitado la destitución, pero la aritmética era obvia: el Congreso está en manos del correísmo. Lasso no esperó la votación y se adelantó.
He allí la “muerte cruzada”, atributo del presidente previsto en la constitución. No obstante cuestionamientos diversos, la decisión fue considerada legítima por la Corte Constitucional. Corresponde ahora convocar a elecciones.
Constitucional, mas no razonable. Las nuevas elecciones presidenciales y legislativas deberán realizarse en un plazo máximo de 90 días. De ser necesaria una segunda vuelta deberá llevarse a cabo en los 45 días siguientes. La toma de posesión del nuevo gobierno y el nuevo congreso deberá ocurrir dentro de los 15 días siguientes. Lasso puede presentarse como candidato, pero no es claro que lo haga, pues las encuestas indican que cuenta con un bajísimo índice de apoyo. La muerte cruzada solo posterga su partida del poder en cinco meses.
Las nuevas autoridades ocuparán sus cargos hasta completar el periodo constitucional actual. En febrero de 2025 deberán tener lugar las elecciones generales para el próximo periodo, 2025-29. Es decir, el gobierno y la legislatura que surjan de estas elecciones durarán alrededor de 18 meses, una receta para más inestabilidad.
Un calendario de corto plazo es un incentivo para una campaña electoral permanente. En dicho marco institucional, el Ejecutivo no gobierna y el Legislativo no legisla. Casi una definición del sistema político de hoy, parálisis, crisis y ruptura.
Y no sólo en Ecuador. La crisis de hoy se suma a las docenas de “impeachments” en la región, deriven o no en muerte cruzada, terminen o no en destitución del presidente. En Perú en diciembre pasado, Castillo también quiso disolver el Congreso, pero no tenía la ley ni la fuerza con él. Ambos se agregan a la larga lista de presidentes depuestos antes de concluir sus mandatos; Aristide, Collor, Serrano, Sánchez de Losada, Lugo, Rousseff, entre otros. El lector sabrá agregar varios nombres a esta lista.
Con frecuencia se cita la polarización ideológica, la pandemia, la creciente pobreza y desigualdad, y la influencia de actores externos, entre otras variables que explican la erosión de la democracia en la región. El problema fundamental, sin embargo, es de diseño institucional. Los sistemas políticos, de partidos múltiples, se fragmentan ciclo electoral tras ciclo electoral. Los incentivos son así perversos, inducen a la inestabilidad: atentan contra la formación de coaliciones legislativas cohesionadas.
Ya se ha hecho norma. Si el presidente gobierna en minoría deberá enfrentarse a bloqueos y vetos parlamentarios. Si en la debilidad y la parálisis decide patear el tablero, como Castillo, Lasso o el mismo Fujimori, ello garantizará su destitución. Si, por el contrario, logra control del Legislativo, como Chávez, Evo Morales y Bukele, consolidará el hiper-presidencialismo. Es decir, perseguirá legislar por decreto, reformar la constitución y, al final del camino, la reelección indefinida y la perpetuación. El presidencialismo sin alternancia se convierte en despotismo.
América Latina está en la encrucijada, ni que hablar del hastío de la sociedad con la política. El sistema presidencial está pensado para pocos partidos, no es la realidad de hoy. En esas condiciones, el presidencialismo de coalición, imprescindible para llegar al poder, se anula a sí mismo una vez en la gestión.
Las fórmulas semi-parlamentarias innovadas, a su vez, son ficticias. El Jefe de Gabinete, que hace las veces de “primer ministro”, es un empleado del presidente. El modelo semi-presidencial francés, adoptado por Finlandia, Polonia y Lituania, entre otros, tiene la división de responsabilidades claramente estipuladas en la constitución, no es el caso en esta región.
A continuación de las transiciones se debatió entre especialistas si el sistema parlamentario sería más efectivo para garantizar la estabilidad de las nuevas democracias de América Latina. Todas estas crisis de Ejecutivos en minoría se resolverían sin ruptura, casi de manera rutinaria: un voto de no confianza, se disuelve el gobierno y se reorganizan coaliciones, ya sea en el parlamento o en la contienda electoral.
Claro que sería beneficioso para la región. Rafael Correa, por ejemplo, estaría operando en el parlamento, en vez de hacerlo en la calle desestabilizando a sus rivales. El problema es ese justamente, los partidos que viven de las rentas de los caudillos y los hiper-presidentes, si no de los recursos mal habidos. Es difícil que estén dispuestos a invertir capital político en un sistema que les obligue a compartir el poder. La encrucijada de hoy podría terminar en un callejón sin salida.
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