La corrupción y la política nunca han estado demasiado lejos. La administración de recursos públicos implica derechos de propiedad difusos; es decir, el administrador no pone en riesgo su patrimonio. Con ello se relajan sus restricciones presupuestarias. Puede así dispersar las pérdidas entre muchos, la sociedad, y concentrar los beneficios en pocos. Es una estructura de incentivos perversos; o sea, ineficientes.
Coima, mordida y mermelada, sinónimos de un fenómeno social que es consecuencia de la acumulación de comportamientos como el descripto. Al mismo tiempo, se trata de una estructura de dominación política: el clientelismo, resultado de la distribución de rentas—subsidios, licencias, regulaciones—entre aliados. Con la acumulación de redes clientelares la economía crecerá por debajo de su potencial; la recompensa es el poder.
Tradicionalmente, los estudios empíricos tenían un abordaje micro; es decir, enfocados en la política local. Allí las máquinas aceitadas son efectivas en el control territorial, garantizando resultados electorales favorables y, en muchos casos, la perpetuación en el poder. Santiago del Estero, Oaxaca, pero también Chicago ilustran el fenómeno. El concepto de autoritarismo-subnacional lo retrata cabalmente.
El clientelismo urbano tradicional siempre tuvo una estrecha vinculación con actividades ilícitas, el juego clandestino y la prostitución entre otras industrias cuya rentabilidad depende de un férreo control del territorio. Que a su vez es el ABC de la política, de ahí la simbiosis, o colusión para ser más precisos, entre ambos.
Hasta ahí todo bastante innocuo, sin embargo. Paradójicamente, la corrupción actúa como un mecanismo funcional a la gobernabilidad en tanto constituye un espacio de negociación de relaciones de poder. El problema en América Latina es—ha sido—la mutación del modelo de negocios, antes basado en la simple mordida y la distribución de rentas entre clientes, ahora transformado en un conglomerado de actividades autónomas pero integradas, lícitas tanto como ilícitas.
No es casual, las platas de la corrupción de la obra pública, el narcotráfico y el financiamiento ilegal de campañas se lavan juntas; es la cara perversa de la globalización. La relación principal-agente se invierte, el burócrata ya no determina el negocio ni distribuye las rentas, en todo caso las recibe.
Las fronteras porosas, a su vez, facilitan la internacionalización de dichas actividades criminales. El control territorial importa como antes, pero con una variación fundamental sobre la manera de hacer política. Ocurre que el narcotráfico hace unas veces de partido político—selecciona candidatos, financia campañas—y otras veces de Estado—controla el territorio, impone tributos por protección y detenta los medios de la coerción. La suma de las dos funciones hace que el poder “público” quede en manos de los carteles.
Las comillas por tratarse de la captura del aparato del Estado y sus instituciones por parte de privados. Lo planteo aún a sabiendas que el Estado en esta parte del planeta siempre ha sido débil, frágil, defectuoso, a menudo fallido y casi siempre penetrado por grupos privados. Es solo que ahora se trata de grupos privados exponencialmente más poderosos: el crimen transnacional.
Tres ejemplos recientes ilustran el problema. En una audiencia en el Senado, el Senador Lindsey Graham le preguntó al Secretario de Estado, Anthony Blinken, si los carteles del narcotráfico controlaban partes de México y no el gobierno de México. “Pienso que es razonable (fair) decir que sí”. Lo cual se sabe desde hace años pero que es una irrebatible realidad desde que el presidente López Obrador ordenara la liberación de Ovidio Guzmán, el hijo del Chapo, ante el mayor poder de fuego y superior despliegue logístico del cartel de Sinaloa.
En Colombia, la “Paz Total” de Gustavo Petro es constantemente jaqueada por el Clan del Golfo, organización que arremete contras diversos intentos del gobierno de normar dicha iniciativa. Así sucedió con el proyecto de Ley de Sometimiento, que según sus líderes prolongaría el conflicto armado y los obligaría a continuar sus acciones violentas. En otras palabras, el Estado como rehén del que se considera el cartel más poderoso del país.
En Venezuela, la reciente destitución de Tareck El Aissami podría ser interpretada como la típica purga en un sistema político de partido único, así como ha ocurrido en China y en la Unión Soviética en diversas ocasiones. Pues ello solo en una lectura inicial. Las persecuciones entre facciones de corruptos que se acusan mutuamente de corrupción, y donde los montos que invocan se miden mejor en puntos del producto que en cifras llenas de ceros, ofrece una descripción más precisa. La metáfora es una banda de atracadores de bancos eliminándose entre sí para compartir el botín entre menos integrantes. Dicha banda es el gobierno de Venezuela.
Deberíamos dejar de hablar de “corrupción”, como era antes. El dinero es hoy un medio para otro fin: el poder en manos del crimen organizado. No es accidental que la democracia esté en problemas, pues sin Estado no hay democracia posible.
Seguir leyendo: