Brasil es una potencia mundial; así concibe su identidad la elite política y económica del país. Y así pensaba el “desenvolvimentismo” de mediados de siglo XX y los militares que gobernaron entre 1964 y 1985. Nada de ello varió sustancialmente con la transición democrática: todos los gobiernos diseñaron políticas económicas orientadas a aumentar la competitividad por medio del crecimiento industrial y alcanzar el desarrollo.
A tal fin también se alcanzaron altos niveles de profesionalismo y cohesión de la burocracia estatal, especialmente la diplomacia de Itamaraty. A diferencia de la mayoría de los países de la región, la política exterior brasileña no es de gobiernos ni partidos; es verdaderamente una política de Estado. Es decir, una política exterior capaz de proteger y proyectar en el sistema internacional los intereses permanentes de una potencia industrial de primer nivel.
Es el resultado del realismo como única ideología, el híper-pragmatismo como única norma. Ello a fin de asegurar el protagonismo de un actor global “en todas las canchas”, para usar una metáfora cara al ser brasileño, y así implementar su “great power strategy”, según el concepto de estilo en la disciplina de las Relaciones Internacionales.
El híper-pragmatismo en cuestión tuvo su máxima expresión es su versión PT, Partido dos Trabalhadores, hoy en su quinto gobierno en tan solo dos décadas, si bien el cuarto fue truncado por el impeachment de Dilma Rousseff. Ocurrió gracias a la abundancia de recursos provenientes del súper ciclo de precios de comienzos de este siglo.
Con ello, el PT transformó al Foro de São Paulo—creado en 1990 para un debate intelectual sobre el sentido de ser de izquierda ante el colapso del socialismo realmente existente—en herramienta del castro-chavismo. Es decir, lo redujo a ser un utensilio de la última reliquia del socialismo de Estado. En África la ayuda brasileña consolidó el protagonismo del PT en la agenda Sur-Sur y abrió mercados para sus agronegocios, al tiempo que los empréstitos de obras de infraestructura también convirtieron a Odebrecht en actor global, más allá de América Latina.
Su presencia en el Medio Oriente estuvo anclada en su cercanía con Teherán, que incluyó una estrecha cooperación con el programa iraní de enriquecimiento de uranio, desafiando abiertamente las sanciones impuestas por el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. La llegada de Rousseff a la presidencia en 2011 distanció en algo a los dos países, producto de las críticas de su gobierno a las violaciones a los derechos humanos del régimen teocrático.
En su segunda (o tercera) versión, y en la presidencia desde enero de 2023, Lula reproduce e intensifica el guion original. Brasil ha logrado la presidencia del BID, la dirección de la Organización Panamericana de la Salud y la presidencia del Banco del Grupo BRICS, en manos de Dilma Rousseff justamente. Pero, en esto de querer tenerlo todo, el gobierno ha tomado caminos resbaladizos y elegido amigos indecorosos.
Por un lado nuevamente Irán, autorizando a dos buques de guerra a atracar en el puerto de Río de Janeiro a fines de febrero a pesar de la presión en contra de Estados Unidos. Ocurre que los barcos, IRIS Makran e IRIS Dena, fueron sancionados por el Departamento del Tesoro tan solo un mes antes de su arribo a Brasil. Peor aún, los buques se hallaban cerca de la costa brasileña a la espera de la autorización del gobierno durante semanas, lo cual ocurrió inmediatamente después de la visita de Lula a la Casa Blanca. El timing por cierto que no fue de lo más elegante.
El otro amigo complicado es Rusia y su guerra de agresión, ante la cual Lula ha adoptado una neutralidad dudosa. En principio la misma no se apartaba demasiado de la estrategia de Bolsonaro; el remanido tema de los fertilizantes. Pero luego las relaciones con Moscú se hicieron más próximas y Lula se autodesignó mediador en la guerra con Ucrania. Su asesor Celso Amorín viajó a Moscú la semana pasada, donde conversó con Putin y con su canciller a la espera de la visita de Lavrov a Brasilia el próximo 17 de abril.
¿O es que fue designado por Putin como mediador? Pues Lula se estrenó en el “cargo” con palabras no muy neutrales: “Zelensky no puede quererlo todo”, “debería considerar ceder Crimea definitivamente para lograr la paz”. Concluyó con una reflexión perogrullesca: “el mundo necesita tranquilidad. Tenemos que encontrar una solución”.
¿Tenemos? Lula es quien tiene que entender que sus intereses no están alineados con los principios de la paz y la seguridad internacional. Habla en plural sin tener nada en juego, con ello ofende a los ucranianos e insulta a la OTAN y a toda Europa. Podría inspirarse en la propia historia de Brasil, aquella de la Fuerza Expedicionaria Brasileña que luchó junto a los aliados en la Segunda Guerra, en los Apeninos septentrionales. ¡Y vaya si Brasil capitalizó su alianza con Estados Unidos desde 1945 en adelante!
Pero hoy domina el híper-pragmatismo de corto plazo, una posición que implica renunciar a los valores. Si además quiere mediar, al menos debería conservar algunos principios, o al menos un cierto lenguaje de neutralidad. Un mediador que genera desconfianza en una de las partes ya fracasó en la tarea.
Es que la respuesta fue inmediata. “No hay razón legal, política ni moral que justifique abandonar un solo centímetro de territorio ucraniano”, dijo el portavoz de la cancillería ucraniana, “la paz en Ucrania debe fundarse en el respeto a la soberanía y la integridad territorial plena y entera de Ucrania, de acuerdo con los principios de la carta de Naciones Unidas”.
Salvo que Lula esté dispuesto a reducir la soberanía brasileña hasta la línea de Tordesillas, podrían haber agregado los ucranianos. ¿O es que él sí puede quererlo todo? Pues tiene muy poco, empezando por una política exterior a la deriva. En esta guerra por la definición del orden internacional, su falta de principios terminará afectando negativamente los intereses de Brasil.
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