Nací un 23 de marzo, por lo que suelo bromear que lo único bueno que hizo el kirchnerismo fue declarar feriado inamovible al 24 para que yo pueda trasnochar sin problemas en cada cumpleaños. Pero, al margen de mi modesto beneficio personal, lo cierto es que el recalentado discurso setentista ya no sirve más que a un grupo angosto de políticos, sindicalistas y dirigentes universitarios. Y tampoco les rinde demasiado. Levantan las banderas con poco convencimiento y más por cumplir que por otra cosa. Deshilachado y con olor a naftalina está el tapiz narrativo que trata de mezclar una dictadura sangrienta que terminó hace cuarenta años con el menemismo, el liberalismo, la disciplina fiscal, el FMI, las demandas del campo, la aparición del PRO, la presidencia de Macri, la muerte de Santiago Maldonado, el reclamo por seguridad, el atentado de los copitos, la propuesta de las Taser, el despeje de cualquier piquete, los fallos de la Corte, la candidatura de Bullrich, la irrupción de Milei, y un sinfín de otras cosas.
Por supuesto, el epítome del cinismo de “ponele dictadura a todo” es la supuesta proscripción de Cristina Kirchner, pretendida víctima de una “dictadura judicial y mediática”. A la vicepresidente nada le impide competir en estas elecciones, salvo sus propias limitaciones electorales, empeoradas tal vez por la desconexión sideral entre su agenda personal y las acuciantes necesidades de una sociedad económicamente destruida.
Fuera del pequeño círculo del poder y de las cuentas de Twitter de algunos funcionarios, acaso a la abrumadora mayoría de la gente le importe un rábano la efeméride de hoy. Tiene otros problemas de qué ocuparse o elige otras causas con las que vincularse emocionalmente (como el fútbol) y, como señaló López Murphy, la sociedad no parece estar mayormente interesada en “el carancheo político de la historia”.
En su imperdible Elogio del olvido, David Rieff subraya que la “memoria colectiva” es un imposible neurológico, y es que ningún colectivo recuerda, sólo los individuos lo hacemos. La “memoria colectiva” es más bien de un proceso de mitificación con fines políticos, un constructo social que la más de las veces busca dominar en lugar de pacificar. “La memoria histórica colectiva, tal como las comunidades, los pueblos y las naciones la entienden y despliegan —la cual, reitero, siempre es selectiva, interesada y todo menos irreprochable desde el punto de vista histórico— ha conducido con demasiada frecuencia a la guerra más que a la paz y al resentimiento más que a la reconciliación”, dice Rieff.
Si en la historia —como apunta Nietzsche— “no hay hechos, sólo interpretaciones”, la pelea es entonces por la hegemonía interpretativa. El kirchnerismo, por habilidad propia e impericia rival, ha dominado en este terreno, creando un setentismo revanchista y parcial, obviando víctimas del terrorismo, y proyectando la marca de la dictadura hacia cualquier cosa que fuera contra el relato oficial. Pero de a poco el asunto se le fue complicando, por varios motivos. Porque, borrachos de relato, se olvidaron de que la narrativa será esencial, pero con narrativa tampoco se come, se cura y se educa. Porque el mito quiso abarcar a tantos “enemigos” que ya dejó de ser tomado en serio: si todo es dictadura, nada lo es. Porque empezaron a emerger interpretaciones frontales que rivalizan con la suya (el ex presidente Macri hablando del “curro de los derechos humanos” es un buen ejemplo de esto). Y, fundamentalmente, porque pasaron cuarenta años desde que terminó la dictadura. Cua-ren-ta-a-ños. ¿A quiénes le están hoy hablando cuando hablan de dictadura?,
Humildemente, creo que es un buen momento para que empecemos a dejar atrás los setenta. La trillada —y acaso apócrifa— frase de Santayana sobre que los pueblos que no recuerdan la historia están condenados a repetirla es una tontería supina. No hay militares esperando que el INCAA pase un año sin financiar veinte películas sobre la dictadura para entonces retomar el poder.
Lo que pasó en los setenta fue atroz. Y el uso político que hizo el kirchnerismo respecto a lo ocurrido fue descarado, parcial y malintencionado. Es tarea de historiadores y periodistas mostrar el panorama completo de esa “década que siempre vuelve” como dice Ceferino Reato.
No se trata de negar la atrocidad de la dictadura —tampoco del terrorismo, como hace la izquierda y el kirchnerismo— o de hacer de cuenta que nada pasó. Fue una época barbárica llena de violencia extrema y estupidez. Pero está en un pasado cada vez más remoto, que nada tiene que ver con nuestro presente democrático. Viene siendo hora de cambiar de música.
La actualidad tiene demasiados problemas reales como para estar agitando sábanas viejas diciendo que son fantasmas. Yo no hablo de venganza ni perdones, el olvido es la única venganza y el único perdón, apunta Borges. Propongo, pues, que este 24 de marzo empecemos a olvidar el 24 de marzo. El futuro queda para adelante.
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