La lectura de “Un bárbaro en París”, además de las enormes cantidades de placer que provoca, viene acompañada de una fuerte dosis de terror y asombro. El hombre que escribió dichos textos a finales del siglo XX e inicios del XXI pareciera no ser el mismo que hace poco ingresó a la Academia Francesa. Es un hecho que el paso de los años nos transforma, pero la idea de que estos nos puedan convertir en lo que alguna vez criticamos y hasta detestamos, aterra.
Las polémicas provocadas por el Nobel no son novedad, sobre todo si comenta la coyuntura política, pero lo que el lector ve en su más reciente publicación no son más que posturas y convicciones que, de no ser por una hoja de papel, habrían deambulado en el olvido. El mismo hombre que le agradeció a Jean Paul Sartre haberle salvado del esquematismo y la visión unilateral es aquel que elección tras elección ha tomado partido por un único candidato para venderlo como la salvación ante la amenaza de aquellos que contradecían sus creencias más sólidas.
Quienes durante años hemos leído -y lo seguimos haciendo- con admiración y entrega cada una de sus novelas no podemos dejar de vernos reflejados en el párrafo donde “el sartrecillo valiente” recuerda al autor de La náusea y de la consternación que sufrió al darse cuenta que incluso “el hombre más inteligente del mundo podía también -aunque fuese en un momento de desánimo- decir tonterías”.
Pareciera que el autor de “La llamada de la tribu”, estupendo libro sobre la vida y obra de grandes pensadores, se ha alejado cada vez más del liberalismo abierto a lo similar y extraño para así olvidar la advertencia de Albert Camus sobre toda teoría que se presenta como absoluta, pues tarde o temprano justifica el crimen y la mentira. Hace tan solo unos días, el escritor olvidó por completo la muerte de 60 personas -la mayoría producto de la brutalidad de las fuerzas del orden- para elogiar a la presidenta Dina Boluarte asegurando que “ha procedido de manera justa” ante los disturbios desatados desde el 7 de diciembre.
Lo que sucede en nuestro país es lo que alguna vez Vargas Llosa entendió de sus lecturas de Camus y plasmó en un texto suyo de 1975: que la libertad política vale poca cosa para alguien que se mantiene en la miseria, realiza un trabajo animal y vive en la incultura. Por eso mismo el autogolpe de 1992 tuvo tal respaldo popular y el perpetrado por Pedro Castillo ha dañado en lo más profundo a miles de peruanos que creyeron en la oportunidad de saldar una deuda histórica, pero depositaron su confianza en un hombre contaminado por las peores taras que caracterizan a nuestra clase política.
El Nobel, junto a buena parte de quienes tienen la posibilidad de contar con un micrófono frente a ellos, borraron de sus cabezas la posibilidad de admitir que el adversario puede tener razón, dejarlo expresarse y aceptar reflexionar sobre sus argumentos. Resultaba sencillo desbaratar los postulados de Pedro Castillo en campaña, pero en lugar de apoderarse de la promesa que representaba el candidato de Perú Libre la menospreciaron y la asfixiaron con estereotipos hasta ridiculizarlas. Olvidaron por completo los escritos del autor de “El extranjero” y aportaron a una polarización que ya hemos visto en Estados Unidos, Chile, Francia, Brasil y que seguirá dividiendo naciones si no cumplimos con la tarea de reconocer la existencia y la voz del otro.
“Un bárbaro en París” queda como un lejano recuerdo del Mario Vargas Llosa que temía a los populismos y que entendía que debía oír a quien se encuentra en las antípodas de su pensamiento. Este libro confirma que, además de buen escritor, es un gran lector; por ello, el deseo de no cerrar las tapas por el miedo de encontrarse con una imagen completamente distinta al levantar la mirada se extiende a lo largo de sus 278 páginas.