En enero de 1999, dos semanas antes de juramentarse como presidente de Venezuela, Hugo Chávez viajó a La Habana para reunirse con su jefe político e ideológico Fidel Castro. Ahí coincidió con el escritor colombiano Gabriel García Márquez, con quien volvió en el vuelo hacia Caracas. “Mientras (Hugo Chávez) se alejaba entre sus escoltas de militares condecorados y amigos de la primera hora, me estremeció la inspiración de que había viajado y conversado a gusto con dos hombres opuestos. Uno a quien la suerte empedernida le ofrecía la oportunidad de salvar a su país. Y el otro, un ilusionista que podía pasar a la historia como un déspota más”, contó García Márquez sobre lo conversado en ese viaje.
Al cumplirse diez años de la muerte de Chávez lo único que ha quedado claro es que no había dos hombres, sino uno solo: el déspota. Uno que, como suelen hacer ahora los autócratas modernos, decidió acabar con la democracia paulatinamente, usando para ello los propios mecanismos de la vida democrática. Uno que, además, tuvo a su disposición el caudal de dinero más grande de nuestra historia republicana para hacerlo, adormeciendo a la sociedad y comprando voluntades internacionales.
El régimen creado por Hugo Chávez significó una ruptura de la sociedad, como marca el manual del “buen populista”. Dividió, creó enemigos internos y externos. Todo el que no siguiera disciplinadamente al “proceso” era denigrado, insultado. “De esa manera se fue instalando el desprecio por el respeto al otro, la libertad de destruir moralmente, de deshumanizar al semejante en palabras y actos. Del dicho al hecho hay poco trecho”, escribió la profesora Ana Teresa Torres en su libro ‘Diario en ruinas (1998-2017)’. Y así fue, porque los ataques físicos comenzaron prontamente.
El país que dejó Chávez, en efecto, era uno muy diferente al que tomó en 1999. No porque lo haya mejorado, sino porque ya había logrado el objetivo de aquella madrugada del 4 de febrero de 1992 en la que se dio a conocer cuando intentó un golpe de Estado: horadar la democracia. Económicamente, además, había desperdiciado (y robado) el mayor boom petrolero de la historia de Venezuela, había creado el sistema de corrupción más grande de Latinoamérica y destruido el aparato productivo venezolano con expropiaciones, controles de precios y amenazas que obligaron a decenas de empresas y multinacionales a abandonar el país. Ese fue su legado.
El régimen de Nicolás Maduro
A su vez, se cumplen también los terroríficos, dolorosos y cruentos diez años de Nicolás Maduro al frente del régimen venezolano. Fue así la decisión del “padre” de la desgracia chavista-madurista. De esta infame década, al menos la mitad ha sido de facto, pues desde el año 2018 se mantiene en el poder por una sola razón: las armas de la República usadas contra el pueblo. La inmensa mayoría de los venezolanos (84% de acuerdo con la última Encuesta CID Gallup), rechaza al régimen de Maduro. Pero sigue allí, porque no hay democracia.
Las características negativas del régimen de Chávez fueron todas profundizadas por Maduro y los suyos: nepotismo, corrupción, narcotráfico, sobreprecio y contrabando de alimentos, persecución contra la disidencia, ataques a la libertad de expresión… La base sobre la cual se mantiene el régimen, ahora chavista-madurista, ha dejado de ser únicamente el clientelismo y la coacción, que ya no alcanza, y pasó a ser también el garrote puro y duro de las dictaduras más crueles que podemos recordar.
Desde que tomó el gobierno, Maduro ha recrudecido las flagrantes violaciones a los derechos humanos. Apenas meses después de haber asumido el poder, comenzó a mostrar lo que sería su régimen de terror. El 12 de febrero de 2014 los estudiantes venezolanos salieron a las calles para conmemorar el Día de la Juventud y para decirle al gobierno que no estaban dispuestos a vivir en dictadura. La respuesta de Maduro fue la represión desmedida. Envió a sus grupos de tareas, los oficiales y los parapoliciales, y asesinaron a Bassil Da Costa en la mañana y a Robert Redman en la tarde. Fue el inicio de meses de protestas que dejaron 43 personas asesinadas.
El año 2017, luego de que Maduro diera un golpe al parlamento al arrebatar las competencias de la Asamblea Nacional que en 2015 fue ganada por aplastante mayoría por parte de las fuerzas democráticas en la última elección libre en Venezuela, se convirtió para cientos de miles de personas en uno de los años más violentos de nuestra historia reciente. La represión desmedida de la dictadura fue sádica, cruel. Las imágenes jamás podrán borrarse para los que estuvieron allí, y también para los que lo vimos desde lejos: una tanqueta pasando por encima de protestantes. Un militar disparando a quemarropa a un joven. Grupos parapoliciales (colectivos) golpeando a mujeres por ser opositoras. No se olvida. Fueron miles y miles de personas detenidas y 163 inocentes asesinados.
En 2019, en medio de la persecución contra los seguidores de Juan Guaidó, la represión no fue diferente. Ese año los grupos de tareas de Maduro asesinaron a 67 personas, arrestaron a cientos y persiguieron a muchos más, obligando a decenas de personas a salir al exilio.
Estos asesinatos están siendo investigados ahora mismo en La Haya. Es la primera vez que la Corte Penal Internacional decide abrir una investigación contra un presidente latinoamericano en ejercicio. Las pruebas son contundentes. Y hablamos de crímenes contra la humanidad que aún se cometen cada día en los calabozos (los conocidos y los clandestinos) contra los presos políticos que son torturados.
Pero también hay que hablar de la Emergencia Humanitaria Compleja diseñada desde el poder, porque la pobreza, el hambre, los hospitales destruidos y los servicios públicos disfuncionales tienen una lógica clara: miedo y control social.
La “fiesta” populista de Hugo Chávez fue continuada por Nicolás Maduro, y fue durante su régimen que explotó en la cara de los venezolanos. Entre los años 2013 (cuando asume Maduro) y 2020, la economía venezolana se redujo en un 75%. Venezuela volvió a los tiempos coloniales en muchos sentidos, el económico fue uno, el social fue otro y la barbarie… también.
De acuerdo con datos aportados por el economista venezolanos Miguel Ángel Santos (Venezuela: La hora menguada. Macromet, III) en el año 2016 la inflación en alimentos llegó a 1.400%, destruyendo por completo el poder adquisitivo de los asalariados y dejando a los empresarios quebrados o al borde de la quiebra. Ese año para muchos significó un quiebre, un venezolano necesitaba trabajar 5 horas para comprar una libra de azúcar, 20 veces más de lo que necesitaría un trabajador colombiano, y 140 veces más que uno estadounidense. Según un estudio del Observatorio Venezolano de la Salud (OVS) y de tres universidades del país, los venezolanos perdieron una media de ocho kilos durante 2016 debido a la escasez de alimentos. Una completa catástrofe humanitaria.
Los siguientes años (2017 y 2018) no fueron diferentes, con hiperinflación de 65.000% y una pobreza y pobreza extrema sin precedentes en Venezuela, la única salida para millones era, literalmente, huir. Caminar días y días hasta llegar a cualquier país de Latinoamérica. Así Colombia, Perú, Chile, Ecuador, Brasil, Argentina, se han vuelto el hogar de cientos de miles. De millones. Acá en la Argentina, por ejemplo, desde el último censo (2010) los venezolanos pasaron a ser el 0.4% de extranjeros a ser el 7.3% en agosto de 2022, según datos del Registro Nacional de las Personas (RENAPER). Ni hablar de Colombia donde ya la cifra alcanza los tres millones de venezolanos que, en total, rozamos los ocho millones fuera de nuestra tierra. Solo Ucrania, que enfrenta la invasión rusa, tiene una crisis de migrantes y refugiados más dramática que la venezolana. Ese es el punto: Venezuela no enfrenta una guerra, al menos no una convencional, aunque el odio que Putin siente por Ucrania puede ser el mismo que Maduro siente por los venezolanos.
Los aliados internacionales
Son 24 años los que lleva el chavismo-madurismo en el poder. Más de la mitad de lo que duró la época democrática en Venezuela. Eso ha sido posible, en gran medida, gracias al apoyo internacional que han tenido, Chávez primero y Maduro después.
Durante los mandatos de Hugo Chávez los petrodólares no se usaron para acabar con la pobreza ni para refundar una República que hoy podría tener reservas envidiables (nada más alejado de la realidad, pues la deuda externa es de 160 mil millones de dólares, más de tres veces su Producto Interno Bruto). Por el contrario, se usaron para enriquecer a una élite corrupta y para afianzar un poder internacional que todavía en estos tiempos rinde frutos para la dictadura. El ALBA y la CELAC son ejemplos claros de ello. Las ayudas a Cuba y Bolivia. La hermandad con Lula y Néstor Kirchner con quien, por cierto, anunció un gasoducto que iría desde Venezuela hasta Argentina y, como sabemos, nunca ocurrió.
A Nicolás Maduro también lo trataron con simpatía, y lo hicieron a pesar de lo -ya descrito- ocurrido en 2014 y 2017. Fue en 2019 cuando Michelle Bachelet, entonces Alta Comisionada de la ONU para los Derechos Humanos, publicó un lapidario informe que certificaba lo que muchos decíamos desde hace años: en Venezuela la violación de derechos humanos es una política de Estado. Seguido de ese informe vino también el de la Misión Independiente de Determinación de los Hechos sobre Venezuela, y a esos hay que sumar los hechos por la CIDH y por organizaciones como PROVEA, Amnistía Internacional, Human Rights Watch y muchos otros.
Lo que ocurre en Venezuela no es un secreto. Hay informes, hay imágenes y videos, hay una investigación en curso por parte de la Corte Penal Internacional y hay casi ocho millones de testimonios alrededor del mundo. Hay un país fuera de un país que no se puede ocultar así todavía existan aliados de la dictadura, como Andrés Manuel López Obrador que calla porque el que viola derechos humanos es de izquierda. O como Gustavo Petro que usa mucho la palabra democracia en sus discursos, pero que a la hora de abrazar a Maduro siempre está allí, con una sonrisa. O como Lula, que tiene un gusto particular por las autocracias de la región y del mundo, y desde luego la venezolana no es la excepción. O como Alberto Fernández y el kirchnerismo, que fueron capaces de invitar al suelo argentino a este dictador que comete los mismos crímenes que Videla.
Es tiempo de democracia
Hoy Venezuela no está mejor, así la propaganda oficial intente vender esta mentira y sus aliados repetirla. No lo está porque quienes crearon todo este desastre siguen allí y su plan hegemónico depende de una sociedad temerosa, hambrienta y golpeada. Pero el venezolano no ha dejado de luchar, nunca. Más de 120 mil protestas se han dado durante estos largos 24 años. Solo en 2022 hubo casi ocho mil manifestaciones callejeras. Y seguiremos luchando, dentro y fuera del país, porque dejar que la oscuridad venza no es una opción.
Este ha sido el legado de Hugo Chávez y la década sangrienta de Nicolás Maduro. Corrupción, muerte, tortura y desidia. Es lo que los libros de historia dirán, porque las dictaduras no pueden ser recordadas y descritas de otra manera. Todavía estamos escribiendo la forma en la que habremos dado fin a tanto dolor.
*La autora es defensora de derechos humanos y miembro fundadora del Foro Argentino por la Democracia en la Región (FADER)
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